Fue Foucault quien advirtió primeramente que toda la historia de la filosofía occidental puede ser definida como la historia de los rechazos al platonismo: de un modo homólogo, toda la filosofía moderna puede ser concebida como como la historia de los rechazos al cartesianismo, desde las correcciones sutiles (Malebranche, Spinoza) a las demarcaciones rotundas.
Con Hegel las cosas son, ciertamente, aún más obvias: lo que unifica todo aquello que viene después de Hegel, es la oposición al espectro del “panlogismo” hegeliano.
El concepto de Acontecimiento parece especialmente incompatible con Platón, para quien nuestra realidad constantemente-en-cambio está fundada en el orden eterno de las Ideas.
Pero, ¿son las cosas tan simples? Platón es el primero en la serie de los filósofos que ha tenido una pésima suerte en el siglo XX, siendo el culpable de todas nuestras desgracias –Alain Badiou ha enumerado seis formas fundamentales (parcialmente entrelazadas) de anti-platonismo en el Siglo XX:
1.- El anti-platonismo vitalista (Nietzsche, Bergson, Deleuze): la afirmación de la realidad del devenir-vida contra la esterilidad intelectualista de las formas platónicas. Como Nietzsche ya lo había sentenciado, “Platón” es el nombre de una enfermedad…
2.- El anti-platonismo empirista-analítico: Platón creía en la existencia independiente de las Ideas; pero, como Aristóteles ya sabía, las Ideas no existen independientemente de las cosas sensibles de las cuales ellas son formas. La principal tesis contra-platónica de la analítica empirista es que todas las verdades o bien son analíticas, o empíricas.
3.- El anti-platonismo marxista (del cual Lenin no está libre de culpas): el rechazo a Platón como el primer idealista, opuesto tanto a los materialistas pre-socráticos como a un más “progresista” Aristóteles. Bajo este prisma –que, convenientemente, olvida que en contraste con la noción aristotélica del esclavo como una “herramienta parlante”, no hay lugar para los esclavos en la República de Platón–, fue Platón el principal ideólogo de la clase de propietarios de esclavos…
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4.- El anti-platonismo existencialista: Platón niega el carácter único de la existencia singular y subordina lo singular a lo universal. Este anti-platonismo tiene una versión cristiana –Kierkegaard: Sócrates contra Cristo–, y una atea –Sartre: “[…] la existencia precede a la esencia”–.
5.- El anti-platonismo heideggeriano: Platón como la figura fundante de la “metafísica occidental”, es el momento fundamental en el proceso histórico del “olvido del ser”, el punto de partida del proceso que culmina con el nihilismo tecnológico actual (De Platón a la OTAN). 3
6.- El anti-platonismo democrático de la filosofía política, de Popper a Arendt: Platón como el causante de la “sociedad cerrada”, como el primer pensador en elaborar en detalle un proyecto de totalitarismo. (Para Arendt, en un nivel cuanto más refinado, el pecado original de Platón es el haber subordinado la política a la Verdad, sin notar que la política es el dominio de las phrónesis, de los juicios y decisiones realizados bajo situaciones únicas e impredecibles).
De este modo, “Platón” es el punto negativo de referencia que unifica enemigos que, bajo otras circunstancias, resultarían irreconciliables: marxistas y liberales anticomunistas, existencialistas y empiristas analíticos, heideggerianos y vitalistas… Y, ¿no es esto exactamente lo que sucede con Descartes?
Estas son las principales versiones del anti-cartesianismo:
1.- La noción heideggeriana de una subjetividad cartesiana como el paso radical hacia el nihilismo metafísico que halla su realización en la tecnología moderna.
2.- El rechazo ecológico del dualismo cartesiano como obertura del camino hacia la despiadada explotación de la naturaleza –aquí se encuentra la versión de Al Gore: la tradición judeo-cristiana, aquella que establece el “dominio” de la humanidad sobre la tierra, que omite la idea de administración, mentando de este modo la “gran tentación
3 Cf. Gress, David. From Plato to NATO. The Idea of the West and its Opponents. The Free
Press, London & New York, 1998. [N. t. d.]
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de Occidente”, estableciendo así el mundo idealizado del pensamiento racional en un plano superior a la naturaleza.4 3.- El rechazo cognitivista al privilegio dado por Descartes a lo racional por sobre las emociones –Cf., El error de Descartes de Antonio Damasio5–; de igual modo que al concepto de Yo como un agente singular autónomo que controla la vida psíquica de un modo transparente –Cf., la crítica de Daniel Dennett al “teatro cartesiano”6–. 4.- La proclama feminista que plantea que el cogito cartesiano, aun cuando pareciera de género neutral, privilegia efectivamente al sujeto masculino –sólo la mente masculina lidia con pensamientos claros y distintos, mientras la mente femenina se encuentra bajo las inflamaciones de confusas impresiones y afectos. 5.- Los proponentes del “giro lingüístico” deploran el carácter “monológico” del sujeto cartesiano, para quien la intersubjetividad adviene posteriormente como una característica secundaria; de modo que, Descartes no podría ver cómo la subjetividad humana está siempre incrustada en un contexto lingüístico intersubjetivo. 6.- Los vitalistas hacen notar que, en el dualismo cartesiano de la res cogitans y la res extensa, no hay lugar para la vida en su sentido más propio, una vida que no puede ser reducida a las interacciones de cáscaras y pernos mecánicos; razón por la cual Descartes proclama que, ya que no tienen alma, los animales no pueden sufrir realmente –sus llantos tienen el estatus de un chirrido mecánico de una máquina disfuncional–. Esto nos lleva a Hegel, la bête noire por excelencia de los últimos dos siglos en filosofía:
4 Cf. http://www.slate.com/articles/news_and_politics/chatterbox/2000/08/ plato_aristotle_and_the_2000_election.html. 5 Cf. Damasio, Antonio. El error de Descartes: la razón de las emociones. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1996. [N. d. t.] 6 Cf. Dennett, Daniel. Conciousness Explained. Lippincott Williams, United States, 1991. [N. d. t.]
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1.- Aquellos quienes proponen una “filosofía de la vida [Lebensphilosophie]” proclaman que la vida del proceso dialéctico hegeliano no es una vida orgánica efectiva, sino el nebuloso y artificioso reino de una gimnástica intelectual arbitraria: cuando Hegel plantea que un concepto pasa a su opuesto, debiese haber dicho que un ser viviente pensante pasa de un pensamiento a otro. 2.- Los existencialistas, desde Kierkegaard en adelante, han deplorado la subordinación hegeliana de la existencia singular individual a la universalidad del concepto: de modo que las individualidades únicas y concretas son reducidas a una mera parafernalia dispensable del movimiento del Concepto abstracto. 3.- Los materialistas, previsiblemente, rechazan la idea hegeliana de que la naturaleza externa y material es sólo un momento en el auto-despliegue del espíritu: de un modo inexplicable, la Idea posiciona a la naturaleza como su libre auto-externalización. 4.- Los historicistas rechazan la teleología metafísica de Hegel: en lugar de abrirse a la pluralidad y contingencia del proceso histórico, Hegel reduce la historia efectiva a la cara externa del progreso conceptual –para él, una única y omniabarcadora Razón gobierna la historia–. 5.- Los filósofos analíticos y empiristas hacen burla de Hegel como la hipérbole de la locura especulativa, quien juega juegos conceptuales que de modo alguno pueden ser experimentalmente constatados: Hegel se desenvuelve en un bucle auto-referente. 6.- Los marxistas abogan por la (in)fame inversión del proceso dialéctico hegeliano, desde su cabeza hacia los pies: las ideas y los conceptos son sólo la superestructura ideológica del proceso material de producción, la cual sobre-determina toda la vida social. 7.- Para los liberales tradicionales, la “divinización” hegeliana del Estado como la “existencia material de Dios” hace de él –junto a Platón– uno de los principales precursores de la “sociedad cerrada” –hay una línea directa desde la totalidad hegeliana hasta el totalitarismo político–.
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8.- Para algunos moralistas religiosos, la “identidad dialéctica de los opuestos”, al igual que el historicismo, llevan hacia una visión nihilista de la sociedad y la historia en la cual no hay valores morales trascendentes y estables, y en la cual un asesino es percibido de igual modo que su víctima. 9.- Para –la mayoría de– los desconstruccionistas, la Aufhebung hegeliana es el modelo mismo según el cual la metafísica, reconociendo la diferencia, la dispersión y la otredad, las subsume nuevamente dentro de la Unidad de la Idea auto-mediada –es, ciertamente, contra la Aufhebung que los desconstruccionistas asestan un irreductible exceso o sesgo, los cuales no pueden nunca ser reintegrados dentro de la Unidad. 10.- Para el pensamiento deleuziano de la diferencia productiva, Hegel no puede pensar la diferencia fuera del marco de la negatividad –sin embargo, la negatividad es el operador mismo que subsume la diferencia bajo la Unidad; la fórmula deleuziana plantea, de este modo, que Hegel no debiese siquiera ser criticado, sino olvidado. Cada uno de los tres filósofos representa no sólo un acontecimiento –el poderoso encuentro de una Idea; la emergencia de un cogito puramente eventual, un quiebre en la gran cadena del ser; el Absoluto mismo como un eventual autodespliegue, como el resultado de su propia actividad–, sino que, también representan un momento de negatividad, de cisura –el flujo normal de las cosas es interrumpido, y otra dimensión interviene–. Pero, además, representan momentos de locura: la locura de ser cautivado por una Idea (como enamorarse, como Sócrates bajo el hechizo de su daímon), la locura en el corazón del cogito (la “Noche del Mundo”) y, por cierto, la locura por excelencia, el sistema hegeliano: aquel báquico baile de conceptos. De modo que se puede decir que las filosofías que sucedieron a las de Platón, Descartes, o Hegel, son intentos de contención/control de este exceso de locura, de normalización, de inscripción dentro del flujo normal de las cosas. Si nos plegamos a la versión textual del idealismo platónico como una aserción de un orden eterno e inmutable de Ideas, Platón efectivamente no podría aparecer para negar el acontecimiento como algo perteneciente a nuestra realidad material inestable, que no concierne a las Ideas –pero, existe otra lectura posible: concebir las “Ideas” como el acontecimiento de la aparición de lo suprasensible–. Recordemos las bien conocidas descripciones de un Sócrates cautivo en una embriaguez histérica al ser 6
golpeado por una Idea, quedando inmóvil durante horas, inconsciente de la realidad circundante –¿no es esto un encuentro con el acontecimiento par excellance?– En el Fedro, Platón mismo compara el amor con la locura, con ser poseído (y, ¿no es así como es cuando nos encontramos apasionadamente enamorados? ¿No es el amor un estado permanente de excepción?). Todos los balances correctos de nuestra vida diaria se ven perturbados, todo lo que hacemos es coloreado por el pensamiento subyacente en torno a “eso”. La situación está “más allá del bien y el mal”: sentimos una extraña indiferencia hacia nuestras obligaciones morales en consideración a nuestros padres, hijos, amigos –incluso, si continuamos conociéndoles, lo hacemos de un modo mecánico, bajo la condición de un “como si”–; todo se opaca en relación a nuestras ataduras pasionales. En este sentido, enamorarse es como el rayo que golpeó a Saúl/Pablo en su camino a Damasco: un tipo de suspensión religiosa de la ética, para utilizar los términos de Kierkegaard. Algo absoluto interviene y descarrila el proceder balanceado de nuestros asuntos diarios: no es tanto que nuestra jerarquía estandarizada de valores sea invertida –sino que es mucho más radical, una nueva dimensión entra en escena, un nivel diferente del ser–. Alain Badiou ha desarrollado el paralelismo entre la búsqueda de parejas sexuales (o maritales) en la actualidad mediante los servicios especializados de citas, y el antiguo procedimiento de los matrimonios arreglados: en ambos casos, el riesgo de “en-amorarse” queda suspendido, no hay contingencia alguna apropiada al “en”, el riego de la realidad llamada “encuentro amoroso” queda minimizado mediante los preparativos primordiales, los cuales controlan todos los intereses materiales y psicológicos de las partes concernientes. Robert Epstein lleva esta idea a sus consecuencias lógicas, proveyendo así una contraparte perdida: una vez que se elige al compañero apropiado, ¿cómo se pueden disponer las cosas de modo tal que ambos se amen efectivamente? Basándose en los estudios sobre matrimonios arreglados, Epstein desarrolla el concepto de “procedimientos de afección–construcción” –uno puede “construir el amor deliberadamente y elegir con quien hacerlo…”–. Un procedimiento tal descansa en la auto-mercantilización: a través de las agencias de citas o matrimonios por internet, cada prospecto de pareja se presenta a sí mismo como una mercancía, detallando sus cualidades y proveyendo fotografías. Si nos casamos hoy, es cada vez, más y más, para re-normalizar la violencia de enamorarse –en euskara el término para enamorarse es maitemindu, el cual, traducido literalmente, significa “ser infringido por el amor”–.
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Y, por supuesto, lo mismo opera en los compromisos políticos auténticos. En El conflicto de las facultades, escrito a mediados de 1790, Immanuel Kant plantea una pregunta simple, aunque dificultosa: ¿existe un verdadero progreso en la historia? (Se refiere a un progreso ético en la libertad, no sólo al desarrollo material). Kant concede que la historia actual es confusa y apela por la inexistencia de pruebas claras: pensemos en cómo el siglo XX acarreó democracias y riquezas sin precedentes, pero también holocaustos y gulags… Pero, sin embargo, Kant concluye que si bien el progreso no puede ser demostrado, podemos identificar signos que indican que el progreso es posible. Kant interpreta la Revolución francesa como uno de aquellos signos que apuntan hacia la posibilidad de la libertad: lo hasta el momento impensable había sucedido, un pueblo completo sin miedo alguno conseguía su libertad e igualdad. Para Kant, aún más importante que la –a menudo sangrienta– realidad de aquello que sucedía en las calles de París, era el entusiasmo que los acontecimientos en Francia produjeron ante los ojos de los observadores simpatizantes por toda Europa –pero, ¡también en Haiti!–. La revolución de un pueblo lleno de espíritu, que hemos visto realizarse en nuestros días, puede tener éxito o fracasar; puede acumular tantas miserias y horrores, que un hombre sensato, que pudiera realizarla por segunda vez con la esperanza de un resultado feliz, jamás se resolvería sin embargo a repetir este experimento a ese precio; esa revolución, digo, encuentra en los espíritus de todos los espectadores (que no están comprometidos ellos mismos en este juego) una simpatía rayana en el entusiasmo y cuya manifestación, que lleva aparejado un riesgo, no podía obedecer a otra causa que una disposición moral del género humano. (Kant: 2004, 118) ESTE dualismo constituye la “verdad material” del dualismo entre las Ideas y las cosas materiales, y es contra este trasfondo que se debiese concebir la verdadera dimensión de la revolución filosófica de Platón, tan radical que fue incomprendida por el mismo Platón: esto es, el establecimiento de una brecha entre el orden espacio-temporal de la realidad en su eterno movimiento de generación/corrupción y el orden “eterno” de las Ideas, es decir, la noción de que la realidad empírica puede “participar” en una Idea eterna, que una Idea eterna puede brillar a través ella, que aparece en ella. Donde Platón se equivocó fue en la ontologización de las Ideas (estrictamente homóloga a la ontologización del cogito en Derscartes): como si las Ideas formasen un otro, incluso más sustancial y estable, orden de “verdadera” realidad. A lo que Platón no estaba 8
dispuesto (o, mejor dicho, preparado) era a aceptar el estatus eminentemente virtual, “inmaterial” (o, mejor dicho, “insustancial”), de las Ideas: como los sentidosacontecimientos en la ontología de Deleuze, las Ideas no tienen una causalidad propia, son entidades virtuales generadas por procesos materiales espacio-temporales. Tomemos un atractor de las matemáticas: todas las líneas positivas o puntos en una esfera de atracción sólo de aproximan de un modo interminable, nunca alcanzando su forma –la existencia de esta forma es puramente virtual: no es nada más que la esfera a la cual las líneas y los puntos tienden. Sin embargo, justamente por esto, lo virtual es lo Real en este campo; el punto focal inamovible en torno al cual todos los elementos circulan–. Se debiese dar aquí todo el peso platónico al término “forma”, ya que estamos lidiando con una Idea “eterna”, de la cual la realidad “participa” imperfectamente. Se debiese, así, aceptar completamente que la realidad material espacio-temporal es “todo lo que hay”, que no hay realidad alguna “más verdadera”: el estatus ontológico de las Ideas es su PURO APARECER. El problema ontológico de las Ideas constituye el mismo problema fundamental en Hegel: cómo es posible la metafísica, cómo puede la realidad temporal PARTICIPAR en el Orden eterno, cómo puede este orden APARECER, transpirar en ella. No se trata de “cómo podemos alcanzar la verdadera realidad más allá de las apariencias”, sino de “cómo puede emerger la APARIENCIA en la realidad.” La conclusión que Platón evita está implicada en este ejercicio: la Idea suprasensible no habita MÁS ALLÁ de las apariencias, en una esfera ontológica separada de un Ser completamente constituido: sino que es la apariencia en cuanto apariencia. Entonces, ¿por qué retornar a Platón? ¿Por qué necesitamos una repetición del gesto fundante de Platón? En su Lógica de los mundos, Badiou provee una definición sucinta del “materialismo democrático” y su opuesto, el “materialismo dialéctico”: el axioma que condensa el primero es que “no hay más que cuerpos y lenguajes…”, a lo que la dialéctica materialista agrega: “…sino que hay verdades” (Badiou: 2008, 20). Se debiese tener en mente el impulso platónico, apropiadamente meta-físico, de esta distinción: prima facie, no puede sino aparecer como un gesto proto-idealista de establecer que la realidad material no es todo lo que hay, que hay además un nivel otro de verdades incorporales. Badiou realiza aquí el gesto filosófico paradojal de defender, COMO UN MATERIALISTA, la autonomía del orden “inmaterial” de la Verdad. Como materialista, y en orden de ser estrictamente materialista, Badiou se enfoca en el tópico MATERIALISTA IDEALISTA par excellence: ¿cómo puede el animal humano abandonar 9
su animalidad y disponer de su vida al servicio de una Verdad trascendente? ¿Cómo puede la “transubstanciación” de la vida orientada-al-placer de la individualidad de un sujeto dedicarse a que una Causa suceda? En otras palabras, ¿cómo es posible un acto libre? ¿Cómo se pueden romper –o destruir– las redes de las conexiones causales de la realidad positiva y concebir un acto que comience por y en sí mismo? De nuevo, Badiou, repite al interior del marco materialista el gesto elemental del antireduccionismo idealista: la Razón humana no puede ser reducida al resultado de adaptaciones evolutivas; el arte no es sólo un procedimiento elevado de aprovisionamiento de placeres sensuales, sino un medio para la Verdad; etcétera. Esta es hoy, entonces, nuestra elección (decisión) filosófico-política esencial: repetir en una hebra materialista la afirmación platónica de la dimensión meta-física de las “Ideas eternas” o continuar una vivencia en el universo postmoderno de un historicismo relativista “democrático-materialista” ¿Cómo es esta posición posible, o si quiera pensable? Comencemos por el hecho sorprendente de que Badiou no identifica la situación ideológica actual, la “contradicción fundamental”, el antagonismo predominante, como la lucha entre el idealismo y el materialismo, sino como la lucha entre dos formas de materialismo –el democrático y el dialéctico–. Esta misma disputa asume una nueva dimensión con Descartes: el cogito, como su punto de partida, podría aparecer como el modelo mismo del establecimiento de la primacía de la subjetividad pensante; sin embargo, lo primero que debiese configurar nuestra atención es el eco que el pensamiento de Descartes encontró desde el mismo comienzo entre las mujeres –“el cogito no tiene sexo”, esta fue la reacción de una lectora feminista temprana–. Aquel quien primeramente desplegó este potencial feminista del cartesianismo fue François Poullain de la Barre, un seguidor de Descartes quien después de entrar al sacerdocio se convirtió al protestantismo. Cuando el Edicto de Fontainbleau revocó el Edicto de Nantes, Poullain estaba exiliado en Ginebra, donde aplicó los principios cartesianos a la cuestión de la mujer y denunció las injusticias contra la mujer y la inequidad de sus condiciones, defendiendo la igualdad social entre hombres y mujeres. En 1673 publicó anónimamente Sobre la igualdad de los dos sexos, discurso psíquico y moral donde es vista la importancia de abolir el prejuicio, evidenciando que la inequidad y el tratamiento que las mujeres reciben no tiene una base natural sino que proviene de un prejuicio cultural, recomendando que las mujeres
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reciban una verdadera educación, y también profiriendo que todas las carreras debiesen estar abiertas a ellas, incluidas aquellas científicas.7 Lo que se debe tener siempre en cuenta al hablar del cogito, sobre la reducción del punto de vista humano al punto de vista abismal del pensar sin un objeto externo, es que no estamos lidiando aquí con juegos lógicos ridículos y extremos –“imagina que sólo tú existes”–, sino que con la descripción de una experiencia existencial bastante precisa de una radical auto-retracción, de la suspensión de la existencia de toda la realidad circundante a una ilusión evanescente, la cual es bien conocida tanto en psicoanálisis –la regresión psicótica– como en el misticismo religioso –bajo el nombre de la así llamada “Noche del Mundo”–. Después de Descartes, esta idea fue desarrollada en las reflexiones fundamentales de Schelling, para quien antes que el establecimiento como un medio del mundo racional, el sujeto es la “infinita carencia del ser [unendliche Mangel an Sein]”, el gesto violento de una contracción que niega todo ser fuera de sí mismo. Esta idea forma el corazón de la noción hegeliana de locura: cuando Hegel determina la locura como un aislamiento del mundo actual, el ensimismamiento del alma, su “contracción”, la cisura de sus vínculos con la realidad exterior, concibe muy rápidamente este aislamiento como una “regresión” al nivel del “alma animal”, aun embebido en sus inmediaciones naturales y determinado por el ritmo de la naturaleza –la noche y el día, etcétera–. ¿No designa, este aislamiento, por el contrario, las fracciones con el Umwelt, el fin de la inmersión del sujeto dentro de sus inmediaciones naturales inmediatas, y no es acaso, como tal, el gesto fundante de la “humanización”? ¿No fue este el ensimismamiento realizado por Descartes en su duda universal y en la reducción al cogito, el cual también implica un paso a través de un momento de locura radical? ¿No estamos de este modo nuevamente ante el bien conocido y suficientemente citado pasaje de la Jenaer Realphilosophie en el cual Hegel caracteriza la experiencia del puro Ser, de la contracción-en-sí-mismo del sujeto, como la “Noche del Mundo”, el eclipse de la realidad (constituida)? El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento, de imágenes que no se le ocurren actualmente o que no tiene precedentes. Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, 7 No debería, sin embargo, olvidarse que un par de años después refutó sistemáticamente su
propio argumento y abogó por la excelencia de los hombres.
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el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente una cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuma de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo8 (Hegel: 2006, 154) El orden simbólico, el universo de la Palabra, Lógos, sólo puede surgir de la experiencia de este abismo. Como lo expresa Hegel, esta espiritualidad del puro sí mismo… “[…] tiene que acceder también a la existencia, hacerse objeto, esa interioridad tiene que invertirse haciéndose externa: vuelta al ser. Esto es el lenguaje como la fuerza de poner nombres… O sea que por medio del nombre el objeto ha nacido, como ser, del yo” (Ibid.: 156) Es fundamental no olvidar aquí cómo en Hegel el quiebre con la tradición de la Ilustración puede ser reflexionado como la inversión de la misma metáfora del sujeto: el sujeto no es ya la Luz de la Razón opuesta a la impenetrable, no-transparente, Materia (la Naturaleza, la Tradición); su núcleo mismo, el gesto que abre el espacio a la Luz del Lógos es la negatividad absoluta, la “Noche del Mundo”, el punto de absoluta locura en el cual yerran las apariciones fantasmagóricas de los “objetos parciales”. Consecuentemente, no hay subjetividad sin el gesto de la retracción; razón por la cual Hegel está completamente justificado al invertir la pregunta inicial sobre cómo es posible la caída regresiva en la locura: la verdadera pregunta es, entonces, cómo es posible que el sujeto trepe fuera de la locura y alcance la “normalidad”. Es decir, la retracción-en-sí-mismo, el quiebre con el vínculo de las inmediaciones, es seguido por la construcción de un universo simbólico al cual el sujeto proyecta en la realidad como un modo de formación-sustituta, destinada a recompensarnos por la pérdida de la realidad inmediata y pre-simbólica. Sin embargo, como el mismo Freud hubo concertado en su análisis de la paranoia de Daniel Paul Schreber, la manufacturación de una formación-sustituta que recompense al sujeto por la pérdida de su realidad es la definición más sucinta de la construcción paranoica como un intento por curar la desintegración del sujeto en su universo. Dicho brevemente, la necesidad ontológica de la “locura” reside en el hecho de que no es posible acceder directamente desde una pura “alma animal”, inmersa en sus inmediaciones naturales, a una subjetividad “normal”, dispuesta en su inmediación virtual simbólica –la “mediación evanescente” 8 En la Enciclopedia Hegel habla también de este “[…] abismo nocturno en el que se guarda un
mundo infinito de numerosas imágenes y representaciones, sin que estén en la conciencia…”; la fuente histórica es aquí Jacob Böhme (Hegel: 2010, §453)
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entre ambos es el gesto “desquiciado” de una retracción radical de la realidad, la cual abre el espacio para una (re)construcción simbólica–. Esto nos trae de vuelta a Schelling: siguiendo a Kant, Schelling desarrolla el concepto de una diferenciacióndecisión [Ent-Scheidung] primordial, la transferencia inconsciente atemporal por medios según los cuales el sujeto elige su carácter eterno, el cual, posteriormente, junto a su vida consiente-temporal, experimenta como una necesidad inexorable, como “el modo en que siempre fue”: Así tuvo que ser: esta vida superior tuvo que hundirse nuevamente en la inconsciencia de sí misma para que hubiera un verdadero comienzo. Pues del mismo modo como en los hombres está decretado que aquel acto originario que nunca termina y que precede a toda acción particular, por el cual el hombre es propiamente El Mismo, se hunda en un abismo insondable, frente a la conciencia que se eleva sobre él, para que haya un comienzo nunca anulado, una raíz de realidad no alcanzada por nada; así también, en la decisión, aquel acto originario de la vida divina borra la conciencia de sí misma, conciencia que en el acto originario ha sido puesta como fundamento, y sólo puede ser nuevamente abierta en los sucesivo por medio de una revelación superior. Sólo así hay verdadero comienzo, comienzo que no cesa de ser comienzo. La decisión que en algún acto debe producir un verdadero comienzo, no ha de ser traída, llamada de nuevo, a la conciencia, lo cual significa, con razón, tanto como retractarse. Aquel que dilata, una y otra vez, traer a luz una decisión, no produce jamás un comienzo. (Schelling: 1993, 180) Mediante este acto abismal de libertad el sujeto desarticula el movimiento rotativo de los pulsos, este abismo de lo Innombrable es, en definitiva, el gesto fundamental mismo del nombrar. Allí reside, aunque de ella no hayamos oído, la revolución filosófica de Schelling: éste no opone simplemente el oscuro dominio de los movimientos rotativos de los impulsos pre-ontológicos, esto Real innombrable lo cual no puede nunca ser completamente simbolizado, al dominio del Logos, de la Palabra articulada, la cual no puede nunca “forzar” totalmente (como Badiou, Schelling insiste en como siempre hay un remanente de lo Real innombrable –el “remanente indivisible”–, aquel que elude la simbolización); en su radicalidad, el Inconsciente innombrable no es externo al Logos, no es su oscuro trasfondo, sino más bien el acto mismo de Nombrar, el gesto mismo fundante del Lógos. La mayor contingencia, el acto de locura abismal por excelente, es el acto mismo de imponer una Necesidad racional en el caos pre-racional de lo Real. La verdad de la “locura” no es de este modo el puro exceso de la Noche del Mundo, sino la locura del paso a lo Simbólico mismo, imponer un orden simbólico en el caos de lo Real. 13
(Pensemos en Freud, quien en su análisis del paranoico juez Schreber, apunta cómo el “sistema” paranoico no es locura, sino un intento desesperado por escapar de la locura –la desintegración del universo simbólico– mediante un universo sustituto de significados) (Freud: 1980). Si la locura es constitutiva, entonces todo sistema de significados es en alguna medida paranoico, “desquiciado”. Pensemos en el verso de Brecht: “¿Qué es el robo de un banco comparado con la fundación de un nuevo banco?9 – Ahí es donde reside la lección de David Lynch en Straight Story: ¿cuál es la perversidad ridícula-patética de figuras como Bobby Peru en Wild at Heart, o Frank en Blue Velvet, comparado con la decisión de atravesar las planicies centrales de los Estados Unidos en un tractor para visitar a un pariente moribundo? Medido por este acto, los estallidos de ira de Frank y Bobby son las teatralidades impotentes de viejos y sedados conservadores… Del mismo modo, se debiese decir: ¿qué es la mera locura causada por la pérdida de la razón comparada con la locura de la razón misma? Este paso es el propiamente “hegeliano”, razón por la cual Hegel, el filósofo que hizo el intento más radical por pensar el abismo de la locura dentro del corazón de la subjetividad, es también el filósofo que llevó el Sistema filosófico como una totalidad de significados a su clímax de “locura”. Debido a esto, y por muy buenas razones, “Hegel” representa ante los ojos del sentido común el momento en el cual la filosofía deviene locura, explota en su desquiciada pretensión del “saber absoluto”. Sin embargo, el punto de Hegel en esto es cuanto más refinado: no es aquel en que todo es locura, sino que la “normalidad”, el reino de la razón, es una autosuperación de la locura del mismo modo en el que la reglamentación de la ley es la auto-superación del crimen. Pensemos en el thriller religioso de G. K. Chesterton, The Man Who Was Thursday, en el cual hay un misterioso jefe de un departamento ultrasecreto de Scotland Yard, quien está convencido que “nuestra civilización está amenazada por una conspiración de orden puramente intelectual”: Está convencido de que el mundo científico y el mundo artístico traman, sordamente, una cruzada contra la Familia y el Estado. En consecuencia, ha organizado un cuerpo especial de policías, que son, al mismo tiempo, filósofos. La misión de éstos es observar el fermento naciente de la conspiración, para combatirla, no sólo en el sentido 9 Frase sutilmente modificada por Žižek de la obra Die Dreigroschenoper –Ópera de tres
centavos–. La sentencia de Brecht versa literalmente: “Was ist ein Einbruch in eine Bank gegen die Gründung einer Bank?” [N. d. t.]
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penal, sino en el terreno de la controversia… Desempeño el oficio de policía filósofo… El oficio es a la vez más atrevido y más sutil que el de un detective vulgar. Éste tiene que ir a las tabernas sospechosas para arrestar ladrones. Nosotros vamos a los tés artísticos para descubrir pesimistas. El detective vulgar, hojeando un libro mayor o un diario, adivina un crimen pasado. Nosotros, hojeando un libro de sonetos, adivinamos un crimen futuro. A nosotros nos toca remontar hasta el origen de esos temerosos pensamientos que conducen a los hombres al fanatismo intelectual y al crimen intelectual. (Chesterton: 1922) ¿No suscribirían pensadores tan diferentes como Popper, Adorno y Levinas a una versión ligeramente modificada de esta idea, en la cual el crimen político es proferido como “totalitarismo” y el crimen filosófico es condensado en el concepto de “totalidad”? Un camino directo lleva del concepto filosófico de totalidad al totalitarismo político, y la tarea de la “policía filosófica” es descubrir en algún libro de los diálogos de Platón, o en un tratado sobre el contrato social de Rousseau, que algún crimen político será cometido. El policía político vulgar se dirige a las organizaciones secretas para arrestar revolucionarios; el policía-filósofo se dirige a simposios filosóficos para detectar proponentes de la totalidad. El policía anti-terrorista vulgar pretende descubrir los preparativos para hacer explotar edificios y puentes; el policía-filósofo pretende evidenciar a aquellos quienes están prontos a deconstruir los fundamentos religiosos y morales de nuestra sociedad… Este provocativo análisis demuestra las limitaciones de Chesterton, no es lo suficientemente hegeliano: lo que no comprende es que el crimen universal(izado) ya no es un crimen – se asume (niega/supera) a sí mismo como crimen y se vuelca desde las transgresiones a un nuevo orden. Está en lo correcto al proclamar que, comparado con un filósofo “completamente ilegal”, los ladrones, los bígamos, e incluso los asesinos, son esencialmente morales: un ladrón es “condicionalmente un buen hombre”, no niega la propiedad como tal, sólo desea más de ello para sí mismo, y será en tal caso donde estará bien dispuesto a respetarla. Sin embargo, la conclusión que debe formularse a partir de esto es que el crimen como tal es “esencialmente moral”, que sólo se desea una reorganización ilegal y particular del orden moral global que debe mantenerse como tal. Y, en un espíritu realmente hegeliano, se debiese llevar esta proposición –aquella de la “moralidad esencial” del crimen– a su opuesto inmanente: no es sólo que el crimen sea “esencialmente moral” (o, dicho en hegeliano: un momento inherente en el desarrollo de los antagonismos y “contradicciones” internas del concepto mismo del orden moral, no es algo que perturbe el orden moral desde la exterioridad, 15
como una intrusión accidental), sino que la moralidad misma es esencialmente criminal –nuevamente, no en el sentido que el orden moral universal necesariamente “se niega a sí mismo” en los crímenes particulares, sino más radicalmente en el sentido en que la moralidad (en el caso del robo, la propiedad) se constituye a sí misma, es ya en sí mismo un crimen–, “la propiedad es un crimen”, como solía decirse en el siglo XIX. Es decir, que se debiese pasar del robo como una violación particular de la forma universal de la propiedad a su forma misma como una violación criminal: en lo que Chesterton yerra es en no concebir que el “crimen universal” que proyecta en la “filosofía moderna ilegal” y su equivalente político, el movimiento “anarquista” que anima a destruir la totalidad de la vida civilizada, ya existe bajo el atuendo de la reglamentación de la ley, de modo que el antagonismo entre la Lay y el crimen se revela a sí mismo como inherente al crimen, es el antagonismo entre el crimen universal y el crimen particular. Es en este sentido que Chesterton concluye el verdadero carácter subversivo, incluso revolucionario, de la ortodoxia –en su famoso Defense of Detective Story, remarca cómo las historias detectivescas “[…] de algún modo mantienen en ciernes el hecho que la civilización es la salida más espectacular y la más romántica de las rebeliones… la police romance se basa en el hecho de que la moralidad es las más oscura y osadas de las conspiraciones” (Chesterton: 1947, 6). Es aquí donde reside la matriz elemental del proceso dialéctico hegeliano: la oposición externa (entre la Ley y su transgresión criminal) es transformada en su oposición, interno a la transgresión misma, entre las transgresiones particulares y la transgresión absoluta la cual aparece como su opuesto, como la Ley universal. Este punto fue claramente formulado por no otro que Richard Wagner, quien en el manuscrito de su obra Jesús de Nazaret, escrita en algún momento entre las postrimerías de 1848 y los albores de 1849, atribuye a Jesús una seria de suplementaciones alternativas de los Mandamientos: El mandamiento dice: ¡no cometerás adulterio! Pero yo te digo: no os casareis son amor. Un matrimonio sin amor está fracturado desde el momento mismo en el cual se constituye, y aquel quien ha cortejado sin amor, ya ha destruido el matrimonio. Si siguieseis mi mandamiento, ¿cómo podríais destruirlo, ya que os ofrece aquello que vuestra alma y vuestro corazón desean? –Pero, allí donde os caséis sin amor, os uniréis en desacuerdo con el amor de Dios, y en vuestra boda pecareis contra Dios; y este pecado se vengará luchando juntamente contra la ley de los hombres, rompiendo así el voto matrimonial. (Wagner: 1995, 303)
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El verdadero adulterio no es la fornicación fuera del matrimonio, sino fornicar dentro de un matrimonio desprovisto de amor: el simple adulterio simplemente viola la Ley desde su externalidad, mientras que el matrimonio sin amor la destruye desde los adentros, disponiendo la palabra de la Ley contra su espíritu. Entonces, para parafrasear a Brecht una vez más: ¡qué es el simple adulterio comparado con el matrimonio (un adulterio que está desprovisto de amor)! No es casualidad que la formula subyacente de Wagner “el matrimonio es adulterio” sea una actualización de aquella de Proudhon, “la propiedad es un robo” –en los estruendosos acontecimientos de 1848, Wagner no sólo era un feuerbachiano al celebrar la liberación sexual, sino también un revolucionario proudhoniano demandando la abolición de la propiedad privada–; de modo que no es del todo curioso que, luego en la misma página, Wagner atribuya a Jesús un suplemento proudhoniano a “¡no robarás!”: Esta es también una buena ley: no robarás, no codiciarás los bienes de otros hombres. Quien se disponga contra ello, pecará: pero Yo te protegeré de este pecado en la medida en que Yo te enseñe: ama a tu prójimo como a ti mismo; lo que significa: no poseas riquezas de las cuales has robado a tu prójimo, a quien has hechos pasar hambre: pues cuando tengáis vuestros bienes salvaguardados por las leyes de los hombres, provocarás al prójimo a pecar contra estas leyes. (Ibid.: 304) Es de este modo como el “suplemento” cristiano al Libro debe ser concebido: como una “negación de la negación” propiamente hegeliana, la cual reside en la decisiva variación de la distorsión de un concepto a la distorsión constitutiva de este concepto, es decir, a este concepto como una distorsión-en-sí-misma. Presentemos nuevamente el antiguo motto dialéctico de Proudhon “la propiedad es un robo”: la “negación de la negación” es aquí el vuelco del robo como una distorsión (“negación”, violación) de la propiedad a la dimensión del robo inscrita dentro del concepto mismo de propiedad (nadie tiene el derecho a poseer completamente los medios de producción, su naturaleza es inherentemente colectiva, de modo que cada reclamo del tipo “esto es mío” es ilegítimo). Como hemos visto, lo mismo vale para el crimen y la Ley, en cuento el paso del crimen como una distorsión (“negación”) de la ley y el crimen como sustento de la ley misma, es decir, a la idea de la Ley misma como un crimen universal. Uno debiese remarcar que en este concepto de la “negación de la negación”, la unidad abarcadora de los dos términos opuestos es la “más baja” y “transgresiva”: no es el crimen aquello que es un momento de la auto-determinación de la ley (o el robo como un momento de 17
la auto-mediación de la propiedad); la oposición del crimen y la ley es inherente al crimen, la ley es una subespecie del crimen, la negación auto-referente del crimen (en el mismo sentido que la propiedad es la negación auto-referente del robo). Y, ¿no resulta del mismo modo, en definitiva, para la naturaleza misma? Aquí, la “negación de la negación”, es el vuelco de la idea de que estamos violando algún orden natural balanceado a la idea de imponer en la Realidad como tal un concepto de orden balanceado, este es en sí misma la más grande de las violaciones… razón por la cual la premisa, el primer axioma incluso, de toda ecología radical hoy es “no hay Naturaleza”. Chesterton escribió: “Si separamos lo sobrenatural, con aquello que nos quedamos es con lo a-natural”. Se debiese endosar esta sentencia, pero en su sentido opuesto, no en el sentido pretendido por Chesterton: se debiese aceptar que la naturaleza es a-natural, una curiosa exhibición de disturbios contingentes carente de alguna rima interna. Es sólo contra este trasfondo que podemos asir aquello pretendido por Hegel con su concepto del “saber absoluto” –la fórmula aquí es: si se quita la ilusión se pierde la verdad misma–, una verdad necesita tiempo para realizar un viaje a través de las ilusiones para formarse a sí misma. Se debiese poner a Hegel nuevamente dentro de la serie Platón-Descartes-Hegel que corresponde a la tríada Objetivo-Subjetivo-Absoluto: las Ideas de Platón son objetivas, la Verdad encarnada, el sujeto cartesiano representa la certeza incondicional de la auto-conciencia subjetiva… y Hegel, ¿qué añade? Si “subjetivo” es aquello relativo a nuestras limitaciones subjetivas, y si “objetivo” es el modo en que las cosas realmente son, ¿qué añade lo “absoluto” a ellos? La respuesta de Hegel es: lo “absoluto” añade una dimensión más profunda y sustancial –todo lo que hace es incluir ilusiones (subjetivas) dentro de la verdad (objetiva) misma–. El punto de partida de lo “absoluto” nos hace ver cómo la realidad incluye ficciones (o fantasías), cómo la elección correcta sólo emerge después de una incorrecta: El saber absoluto es el punto en el cual la conciencia asume reflexivamente el hecho de que compartir una ilusión o fantasía es constitutivo del proceso de la verdad. La verdad no está localizada por fuera de la fantasía, ya que la fantasía es el elemento clave de su desarrollo. Esta reflexión nos impele a concebir el saber absoluto como un atravesar las fantasías… el saber absoluto debe ser visto como el punto en el cual la fantasía adquiere su lugar dentro de la filosofía… si la fantasía aparece primeramente como un negativum, es decir, como el punto de fracaso de una apuesta filosófica específica, debe ser considerada ahora como el momento positivo dentro del desarrollo de la verdad. (Krečič: 2008) 18
Así, Hegel nos manda transformar toda la historia de la filosofía, que constituye una serie de esfuerzos para diferenciar claramente la dóxa del verdadero conocimiento: para Hegel, la doxa es una parte constitutiva del conocimiento, y es esto lo que hace de la verdad algo temporal y eventual. Este carácter eventual de la verdad envuelve una paradoja lógica desarrollada por Jean Pierre Dupuy en su admirable texto sobre Vertido de Hitchcock: Un objeto posee una propiedad x por un tiempo; después de ello, no es solamente que el objeto no posea la propiedad x; sino que no es verdad que haya poseído x en algún momento. El valor-de-verdad de la proposición ‘el objeto O tiene la propiedad x en este momento’, depende del momento en cual esta proposición es enunciada (Dupuy: 2005) Se debiese remarcar aquí la formulación precisa: no es que el valor-de-verdad de una proposición “el objeto O tiene la propiedad x” dependa del tiempo al cual la proposición es referida –incluso cuando este tiempo es especificado, el valor-de-verdad depende del tiempo cuando la proposición misma es enunciada–. O, para citar el título del texto de Dupuy, “[…] cuando muera, nada de nuestro amor habrá existido jamás”. Pensemos en el matrimonio y el divorcio: el argumento más inteligente sobre el derecho al divorcio (propuesto, entre otros, por no otro que el joven Marx) no se refiere a las vulgaridades comunes del tipo “[…] como todas las cosas, los lazos amorosos tampoco son eternos, varían según el decurso del tiempo”, etcétera; sino que reconoce que la indisolubilidad se encuentra en el concepto mismo del matrimonio. La conclusión es que el divorcio siempre tiene una esfera retroactiva: no sólo significa que el matrimonio esté ahora anulado, sino algo mucho más radical –un matrimonio debiese ser anulado porque nunca fue un verdadero matrimonio–. Y, lo mismo opera en el Comunismo Soviético: es claramente insuficiente decir que, en los años del “estancamiento” de Brezhnev, “[…] acabó con sus potencialidades, dejando de corresponder con los nuevos tiempo”; lo que su final miserable demuestra es que fue un punto negro histórico desde su mismo comienzo. Esta paradoja provee de una pista para los vuelcos y giros del proceso dialéctico hegeliano. Tomemos la crítica de Hegel al Terror revolucionario jacobino como un ejercicio de la negatividad abstracta de la libertad absoluta, aquella que no puede ser estabilizada en sí misma en un orden social concreto de libertad, y de este modo no tiene un fin en la furia de la auto-destrucción. Sin embargo, se debiese tener en mente 19
que, en cuanto lidiamos aquí con una elección histórica (entre el modo “francés” de permanecer dentro del catolicismo y así estar obligado a comprometerse con el Terror revolucionario auto-destructivo, y el modo “alemán” de la Restauración), esta elección envuelve exactamente la misma paradoja dialéctica elemental que aquella de la Fenomenología del espíritu entre las dos lecturas de “el espíritu es un hueso”, que Hegel ilustra mediante una metáfora fálica (falo como el órgano de inseminación o falo como el órgano urinario): el punto de Hegel no es que, en contraste con la mente empirista vulgar la cual sólo ve orina, la actitud propiamente especulativa debe decidirse por la inseminación. La paradoja es que la elección directa de la inseminación es el modo infalible de errar: no es posible elegir directamente el “verdadero sentido”, es decir, se debiese comenzar por efectuar la elección “incorrecta” (orinar) –el verdadero sentido especulativo emerge sólo a través de lecturas repetitivas, como el efectoposterior (o, por producto) de la primera “mala” elección–. Y lo mismo vale para la vida social en la cual la elección directa de la “universalidad concreta” de un mundo-vida ético particular sólo puede terminar en una regresión a la sociedad orgánica premoderna que niega el derecho infinito de la subjetividad como el elemento fundamental de la modernidad. Dado que el sujeto-ciudadano del estado moderno no puede ya aceptar su inmersión en algún rol social particular que le confiera un puesto determinado dentro del Todo social orgánico, el único modo propio de la totalidad racional del estado moderno acontece mediante el Terror revolucionario: se debiese despojar, sin piedad, las limitaciones de la “universalidad concreta” orgánica premoderna, y aceptar completamente el derecho infinito de la subjetividad en su negatividad abstracta. En otras palabras, lo fundamental en el análisis de Hegel del Terror revolucionario no es la bastante obvia inmersión dentro de cómo el proyecto revolucionario implica la determinación directa y unilateral de una Razón Universal abstracta, y como tal estuvo condenada a perecer en la furia auto-destructiva, ya que fue incapaz de organizar la transposición de su energía revolucionaria en un orden social diferenciado estable y concreto; el punto de Hegel es más bien el enigma del porqué, en despecho del hecho que el Terror revolucionario era un punto negro histórico, debemos pasar a través de él en razón de llegar al estado racional moderno. Esta es la razón por la cual la dialéctica hegeliana no es un evolucionismo vulgar clamando que un fenómeno está justificado en su propio tiempo, sino que merece desaparecer cuando su tiempo pase: la “eternidad” de la dialéctica significa que la deslegitimación es siempre retroactiva, aquello que desaparece “en sí mismo” siempre 20
merece desaparecer. Recordemos también la paradoja de los procesos de disculpas: si yo hiero a alguien con algún comentario crudo, lo apropiado para mí es ofrecer una disculpa sincera, y lo apropiado para aquel es decir algo como “[…] gracias, lo aprecio, pero no me ofendiste, yo sabía que no lo decías en serio, ¡de modo que no me debes disculpa alguna!”, pero esto sólo puede ser dicho después que HAYA ofrecido una disculpa, así, sin embargo, formalmente “nada sucedió”, el ofrecimiento de disculpas es proclamado innecesariamente, hay hacia el final del proceso un beneficio (quizás, incluso una amistad sea salvada). Esta paradoja se sustenta en la distinción entre una dimensión “constatativa” y otra “demostrativa”, entre el “sujeto del enunciado” y el “sujeto de la enunciación”: en el nivel del contenido enunciado toda la operación carece de sentido (¿por qué hacerlo –ofrecer una disculpa, atravesar el terror– cuando es superfluo?); sin embargo, lo que esta introspección del sentido común olvida es que es sólo el gesto superfluo “equivocado” el que crea las condiciones subjetivas que hacen posible para el sujeto ver realmente porqué este gesto es superfluo. Sólo se vuelve posible decir que mis disculpas son innecesarias después de que las ofrezco; sólo se vuelve posible ver que el Terror es superfluo y destructivo después que se le ha atravesado. El proceso dialéctico es, de este modo, más refinado de lo que puede parecer; la noción común es que sólo se puede llegar a la verdad final a través de los caminos del error, de modo que estos errores no son simplemente descartados, sino “asumidos” en la verdad final, preservados en ella como sus momentos. Lo que esta noción omite, entonces, es que los errores son “asumidos” (negados-preservadoselevados) precisamente como superfluos. ¿Cómo es posible este círculo de cambios del pasado sin recursos para viajar atrás en el tiempo? La solución ya ha sido propuesta por Henri Bergson: por supuesto, uno no puede cambiar la realidad/actualidad pasada, pero lo que puede cambiarse es la dimensión virtual del pasado –cuando algo radicalmente Nuevo emerge, esto Nuevo crea sus propias posibilidades retroactivamente, sus propias causas/condiciones–. Una potencialidad puede ser insertada en (o, retrotraído desde) una realidad pasada. Enamorarse cambia el pasado: es como si desde siempre hubiese amado, el amor conjunto estaba destinado, “respuesta de la realidad”. El amor presente causa el pasado que lo parió –y, en Vertigo, ocurre lo contrario: el pasado es modificado de modo tal que se pierde el objeto a–. Lo primero que experimenta Scottie en Vertigo es la perdida de Madeleine, su amor fatal; cuando recrea a Madeleine en Judy y luego descubre que la Madeleine que él conoció ya era Judy pretendiendo ser Madeleine, lo 21
que es descubierto no es simplemente que Judy es una farsa (él sabía que ella no era la verdadera Madeleine, ya que había recreado una copia de Madeleine a partir de ella), sino que, porque ella NO es una farsa –ella Es Madeleine–, Madeleine misma era ya una farsa, un objeto que se desintegra, la pérdida misma es perdida, y así tenemos una “negación de la negación”. El descubrimiento de Scottie cambia el pasado, priva al objeto perdido del objeto a –Rosa Luxemburgo era perfectamente consciente de ello cuando, en su polémica con Eduard Bernstein, provee dos argumentos contra el miedo revisionista de que el proletariado tomase el poder prematuramente, antes de que las circunstancias fueses propicias: En primer lugar, una transformación tan importante como la transición de la sociedad desde el orden capitalista al socialista es imposible que se produzca de repente, de un solo golpe exitoso del proletariado. Creer esto posible refleja una concepción claramente blanquista. La transformación socialista presupone una lucha larga y tenaz en la que muy probablemente el proletariado habrá de retroceder más de una vez, de modo que, desde el punto de vista del resultado final de toda la lucha, la primera vez que tome el poder habrá de ser necesariamente “demasiado pronto”. (Luxemburgo: 2010, 88) Es decir, será imposible evadir la conquista “prematura” del poder del Estado por el proletariado precisamente porque estos ataques “prematuros” del proletariado constituyen un factor y, en efecto, uno muy importante: crean las condiciones políticas de la victoria final. En el decurso de las crisis políticas que acompañan su toma del poder, en el decurso de las largas y obstinadas batallas, el proletariado adquirirá un grado de madurez política que le permitirá en el tiempo una victoria definitiva de la revolución. Así, estos ataques “prematuros” del proletariado contra el poder del Estado son en sí mismos factores históricos importantes que ayudan a provocar y determinar el punto de la victoria definitiva. Considerado desde este punto de vista, la idea de una conquista “prematura” del poder político por las clases trabajadoras aparece como una polémica absurda derivada de una concepción mecanicista del desarrollo de la sociedad, posicionando así la victoria de la lucha de clases en un punto alzado fuera e independientemente de la lucha de clases. Dado que el proletariado no está en la posición para alcanzar el poder de ninguna otra manera que “prematuramente”, y dado que el proletariado está absolutamente obligado a tomar el poder una o muchas veces, “muy antes” de ello puede mantenerse a sí mismo en el poder por el bien, la objeción a
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la conquista “prematura” del poder es en el fondo nada más que la oposición general a la aspiración del proletariado de poseer el poder del Estado. No hay meta-lenguaje: no hay una posición-externa desde la cual el agente pueda calcular cuántos intentos “prematuros” son necesarios para llegar al el momento correcto –¿por qué?–. Porque este es un caso de verdad el cual se erige a partir de incomprensiones (la vérité surgit de la méprise, como Lacan decía), donde los intentos “prematuros” transforman el espacio-medida mismo de la temporalidad: el sujeto “salta adelante” y toma el riego de realizar una movida antes de que sus condiciones sean completamente conocidas10. El compromiso del sujeto con el orden simbólico enrosca el flujo lineal del tiempo en ambas direcciones: implica precipitaciones tanto como retroactividades (las cosas devienen retroactivamente lo que son, la identidad de una cosa sólo emerge cuando la cosa está retrasada en relación a sí misma) –así, cada acto es por definición, simultáneamente, muy anticipado y muy tardío–. Se debe saber esperar, no perderse en los nervios: si se actúa muy rápido, el acto se transforma en un passage à l’acte, un violento escape-de-avanzada para evadir un punto ciego. Si se pierde el momento y se actúa con retraso, el acto pierde su cualidad como acto, de su intervención radical como una consecuencia según la cual “nada permanece del modo en que era”, y deviene sólo un cambio local dentro del orden del ser, parte del flujo normal de las cosas. El problema es, ciertamente, que un acto siempre ocurre simultáneamente muy rápido (las condiciones nunca son completamente conocidas, se debe sucumbir a la urgencia de la intervención, nunca hay tiempo suficiente para esperar, suficiente tiempo para cálculos estratégicos, el acto no ha anticipado su certeza y arriesga la apuesta que retroactivamente establecerá sus propias condiciones) y, muy tarde (la urgencia misma del acto señala que llegamos tarde, que siempre debimos ya haber actuado; todo acto es una reacción ante circunstancias que emergen porque estamos muy retrasados para actuar). En definitiva, no existe un momento correcto 10 Esto es aquello que, quizás, hace problemático las sesiones breves introducidas por Lacan.
La idea es clara: Lacan notó que, bajo el estándar de sesiones de 50 minutos, el paciente sólo mantendrá su “bla-bla”, y que es sólo en el último minuto, frente a las sombras del final, de ser cortado por el analista, es posible que el/ella entre en pánico y produzca algún material valioso; de modo que le advino la idea: ¿por qué no simplemente saltarse el largo periodo de tiempo perdido y limitar la sesión hacia el final cuando, bajo la presión del tiempo, algo sucede realmente? El problema aquí es el siguiente: ¿podemos realmente tomar sólo el final productivo sin los 45 minutos precedentes de tiempo perdido durante los cuales, sin embargo, funcionan como un tiempo de gestación de los contenidos que explotan en los último 5 minutos?
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para actuar –si se espera por el momento correcto, el acto queda reducido a una ocurrencia en el orden del ser–. Es por esta complicación temporal que, en Hegel, todo deviene acontecimiento: una cosa es el resultado de los procesos (acontecimientos) de su propio devenir, y su procesualidad la des-sustancializa. El espíritu mismo es, así, radicalmente dessustancializado: no es una contra-fuerza positiva frente a la naturaleza, una sustancia diferente que gradualmente emerge y brilla a través de la materia natural, no es nada sino este proceso de liberarse-a-sí-mismo. Hegel reniega directamente el concepto de espíritu como alguna especie de Agente positivo que subyazca al proceso: Usualmente se habla del espíritu como sujeto, como haciendo algo y desligado de lo que hace, como un movimiento, un proceso, aun como algo particular, con una actividad más o menos contingente… es la naturaleza misma del espíritu ser esta absoluta vivacidad, este proceso, que procede delante de la naturalidad, de la inmediatez, las asume para derribar su naturalidad y así llegar a sí mismo, para liberarse de sí mismo: es sí mismo sólo en cuanto deviene sí mismo como tal producto de sí mismo; la actualidad de su ser es solamente aquello que se ha hecho para ser lo que es. (Hegel: 1978, 6) La inversión materialista de Hegel en Ludwig Feuerbach y en el joven Marx rechaza esta circularidad auto-referencial, descartándola como un caso de mistificación idealista, y regresa a la ontología aristotélica de entidades sustanciales dotadas de cualidades esenciales: para Marx el hombre es un Gattungswesen (ser-genérico), el cual determina su vida por medio de la realización de sus “fuerzas esenciales”. Robert Pippin ejemplifica en qué sentido el espíritu hegeliano es “su propio resultado” en el final de la Recherche de Proust: ¿cómo deviene Marcel finalmente “lo que realmente es”? Por medio de un quiebre con la ilusión platónica de que su Mismidad puede ser “asegurada por cualquier cosa, cualquier valor o realidad que trascienda la totalidad del mundo humano temporal”: Fue… justamente por fallar en convertirse en lo “un escritor es”, que comprendió su esencia interna de “escritor” –como si ese rol debiese ser un trascendentalmente importante o, incluso definitivo, rol sustancial–, es cuando Marcel comprende que un devenir tal es importante por no estar asegurado por lo trascendental, por ser completamente temporal y finito siempre y en todas partes hay suspenso, y sin embargo está la capacidad de alguna iluminación… Si Marcel ha devenido quien es, y este quien es de algún modo una continuidad, o un producto, de la experiencia de su propio pasado, es 24
poco probable que estuviésemos facultados para comprender mediante una apelación a un yo sustancial o subyacente, ahora descubierto, o incluso por apelar a mismidades sustanciales sucesivas, cada una ligada al futuro y al pasado por algún tipo de auto-resguardo (Pippin: 2005, 332-4) Es así entonces, sólo por una aceptación completa de la circularidad abismal en la cual la búsqueda misma crea aquello que busca, que el Espíritu “se haya a sí mismo”. Es por esto que al verbo “fallar” utilizado por Pippin se le debe dar todo su peso: el fracaso de alcanzar la meta última (inmediata) es absolutamente crucial para el, y constitutiva del, proceso –o, nuevamente, como Lacan dijo: la vérité surgit de la méprise–. Si, entonces, “es sólo como resultado de sí mismos que resulta espíritu”, esto significa que los discursos comunes sobre el espíritu hegeliano que se aliena a sí mismo en sí mismo y luego se reconoce a sí mismo en la otredad y así reapropia sus contenidos, son profundamente erróneos: el Yo al cual el espíritu retorna es producido en el movimiento mismo de su retorno o, que a lo que el proceso de retorno está retornando es producido por el proceso mismo del retorno. G. K. Chesterton, quien no temía explicitar las consecuencias teológicas de esta paradoja, localiza precisamente en este punto el quiebre entre el Mundo antiguo y la Cristiandad: Los griegos, los grandes guías y pioneros de la Antigüedad pagana, se pusieron en camino con una idea que les parecía obvia y directa; creían que si el hombre avanzaba todo recto, por la elevada senda de la razón y de la naturaleza, era imposible que le acaeciera daño alguno; sobre todo si era eminentemente sabio e inteligente como ellos. Podríamos tener la frivolidad de afirmar que lo único que tenían que hacer era seguir el olfato de su propia nariz, siempre y cuando fuera una nariz griega, naturalmente. El caso de los griegos basta por sí solo para demostrar la fatalidad, extraña pero innegable, que acompaña a semejante engaño. No bien empezaron a seguir los dictados de su olfato y su concepto de naturalidad cuando les ocurrió la cosa más inusitada de la historia, según parece. Es demasiado inusual para ser un tema de fácil discusión. Hemos notado que los escritores que hacen gala del más crudo realismo jamás nos explican las causas; cuando narran asuntos repugnantes nunca refieren los testimonios que respaldas las verdades en que, según ellos, se funda la moralidad tradicional. Si fuéramos aficionados a tales procedimientos, mencionaríamos miles de pruebas a favor de la moral cristiana. El hecho de que no se haya escrito una historia de la verdadera ética de los griegos constituye una muestra. Nadie ha visto la rareza ni la desproporción de lo sucedido. Los hombres más sabios del mundo partieron de la naturaleza y lo primero que hicieron es lo más antinatural del mundo. El reverenciar al sol y la espléndida salud mental 25
que proporciona la naturaleza redundó en una inmediata perversión que se extendió como la peste. Los filósofos más grandes y en apariencia más puros no supieron evitar esa locura de baja estofa. ¿Por qué? Probablemente, el pueblo cuyos poetas habían concebido a Helena de Troya y cuyos escultores habían esculpido la Venus de Milo pensaba que era una forma muy fácil de mantenerse lúcido. Pero el caso es que quien adora la lucidez no la conserva. Cuando el hombre intenta andar en línea recta, se tuerce; cuando se deja guiar por su instinto, se las arregla, sin saber cómo, para llevarse un gran chasco e incluso puede salirle el tiro por la culata; y todo ello obedece a un impulso que brota de sus adentros y que jamás podrán comprender los que idolatran la naturaleza. La conversión al cristianismo consintió en descubrir, humanamente hablando, ese impulso íntimo. El hombre, al igual que el arco, tiene una tendencia natural; gracias al cristianismo averiguó la forma de corregir esa propensión para lograr dar en la diana. Muchos se sonreirán con lo que voy a decir, pero es la pura verdad: la alegre buena nueva que trajo el Evangelio fue la noticia del pecado original. (Chesterton: 1999, 25) De este modo los griegos perdieron su brújula moral precisamente porque creyeron en rectitudes básicas y espontáneas del ser humano, y esto producía un descuido de las “particularidades” adyacentes al Mal en el mismo corazón del ser humano: el verdadero Bien no emerge cuando seguimos nuestra naturaleza, sino cuando luchamos contra ella11. Esta lógica opera en el Parsifal de Wagner, cuyo mensaje final es uno profundamente hegeliano: la herida puede ser curada sólo por la lanza que la produjo [Die Wunde schliesst der Speer nur der Sie schlug]. Hegel dice lo mismo, aunque con el acento dispuesto hacia la dirección contraria: el Espíritu es él mismo la herida que intenta curar, es decir, la herida es auto-infligida. Es decir, ¿qué es el Espíritu en su fundamentalidad? La “herida” de la naturaleza: el sujeto es el inmenso –absoluto– poder de la negatividad, el poder de introducir un corte dentro de la unidad sustancial dada inmediatamente, el poder de diferenciación, de “abstracción”, de despedazar y amenazar la autonomía de lo que en realidad es parte de una unidad orgánica. Es por esta razón que el concepto de auto-alienación del Espíritu (del Espíritu perdiéndose a sí mismo en la otredad, en su objetivación y resultado) es más paradojal de lo que podría parecer: debiese leerse junto con la sentencia de Hegel del carácter eminentemente insustancial del Espíritu: no hay res cogitans, no hay cosa que (en propiedad) también piense, el espíritu no es sino el proceso de sobreponerse a la inmediatez natural, del 11 Schelling apuntaba al mismo punto cuando enfatizaba que, en el antiguo Imperio romano, el
surgimiento de la cristiandad fue precedido por el surgimiento de la decadencia y la corrupción.
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cultivo de la inmediatez, de la retracción-en-sí-mismo o de “apartarse” de ella –y, ¿por qué no?–, alienarse a sí mismo de ella. La paradoja es, de este modo, que no hay un Yo que preceda la “auto-alienación” del Espíritu: el proceso mismo de la alienación crea/genera el “Yo” del cual el Espíritu se aliena y al cual finalmente retorna. (Hegel aquí invierte el concepto estandarizado que plantea que una versión fallida de X presupone esta X como su propia norma –medida–: X es creada, su espacio es delimitado, sólo mediante errores repetitivos que dan con ella). Con la auto-alienación del Espíritu sucede lo mismo, coincide plenamente con la alienación del Otro –la naturaleza–, porque se constituye a sí mismo a través de su “retorno a sí mismo”, a partir de su inmersión dentro de la Otredad natural. En otras palabras, el retorno a sí mismo del Espíritu crea la dimensión misma a la cual retorna. (Esto es válido para todos los “retornos al origen”: cuando, desde el Siglo XIX en adelante, las nuevas NacionesEstado emergían en la Europa central y oriental, sus retornos a los “antiguos orígenes étnicos” generaron esas raíces). Lo que esto significa es que la “negación de la negación”, el “retorno a sí mismo” de la alienación, no ocurre cuando pareciera ocurrir: en la “negación de la negación”, la negatividad del Espíritu no está relalitivizada, subsumida bajo una positividad acompasada; es, muy por el contrario, la “simple negación”, la cual permanece atada a la presupuesta positividad que es negada, la presupuesta Otredad de la cual se aliena a sí misma, y la “negación de la negación” no es sino la negación del carácter sustancial de esta Otredad misma, la completa aceptación del abismo de la auto-relación del Espíritu, el cual establece todas sus presuposiciones retroactivamente. En otras palabras, una vez que estamos en la negatividad, nunca la dejamos y recuperamos aquella inocencia perdida de los Orígenes; es, por el contrario, sólo en la “negación de la negación” que el Origen está realmente perdido, que su misma pérdida queda perdida, que queda desprovisto de su estatus sustancial del cual estaba perdido. El Espíritu no cura sus heridas mediante una curación directa, sino que deshaciéndose del mismo completo y sano Cuerpo en el cual la herida fue infringida. Esta paradoja debiese disponer nuestra atención sobre cómo es posible (des)constituir una buena transferencia. Existe una muy simpática, aunque vulgar, broma acerca de Cristo: la noche anterior a su arresto y crucifixión, sus seguidores comenzaros a preocuparse –Cristo era aún casto–, ¿no sería amable dejarle experimentar un poco de placer antes de su muerte? De modo que le solicitaron a María Magdalena que se dirigiera a la tienda donde Cristo estaba descansando, y lo sedujera: María respondió que lo haría con gusto y se adentró en la tienda, pero cinco minutos 27
después, salió apresuradamente gritando: “Me he desvestido lentamente, he abierto mis piernas y le he mostrado a Cristo mi vagina; él la miró y dijo ‘¡qué herida tan terrible, debiese ser curada!’... y, gentilmente, puso su mano sobre ella…” Entonces, cuidado con que las personas intenten curar las heridas de otras personas –¿qué hay si uno disfruta su herida?– En su nitidez, esta coincidencia de los opuestos aparece oportunamente como auto-conciencia, es decir, el sujeto como pensante: Ser-malo significa abstractamente individualizarme, significa la individualización que se separa / de lo universal –es decir, lo racional, las leyes, las determinaciones del espíritu. Pero con esta separación surge el ser-para-sí y solamente entonces lo espiritual universal, las leyes –lo que debe ser. Por consiguiente, no se trata de que la consideración tenga una relación exterior con el mal, sino de que la consideración misma es lo malo. (Hegel: 1985, 132) La serpiente dice que comiendo el fruto del árbol del conocimiento Adán y Eva devendrían Dios: y después de que ambos lo hicieran, Dios comentó: “Mira, Adán se ha vuelto como uno de nosotros.”12 (Ibid., 133). El comentario de Hegel es: “Por consiguiente, la serpiente no ha mentido; Dios confirma lo que ella dijo” (Ibid., 133). Luego continúa su defensa de que lo que Dios dijo no implicaba una ironía: “El conocimiento es el principio de la espiritualidad, que, como se dijo, es también el principio de la curación del daño de la separación. En este principio del conocimiento ha sido puesto también el principio de la divinidad” (Ibid.). La libertad subjetiva no es sólo la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, “[…] es la consideración o el saber lo que hace de las personas malas, de modo que las consideraciones y el saber mismos es el mal, y por esto es que un saber tal es aquello que no debiese existir por ser la fuente del mal.” (Ibid., 134) Es de este modo que se debiese comprender la sentencia de Hegel en la Fenomenología, la cual plantea que el Mal es la mirada misma que percibe el Mal en todos sus rededores: la mirada que ve el Mal se excluye a sí misma del Todo social que critica, y su exclusión es la caracterización formal del Mal. El punto de Hegel es que el Bien emerge como posibilidad y deber sólo a través de esta elección primordial/constitutiva del Mal: experimentamos el Bien cuando, después de haber elegido el Mal, nos damos cuenta de la absoluta inadecuación de nuestra situación. –En un nivel aún más formal de su lógica de la reflexión, Hegel utiliza el término único de 12 Génesis 3:22.
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“absoluter Gegenstoss” (contra-choque, contra-estocada o, ¿por qué no?, simplemente contragolpe): una retirada-de que crea aquello de lo cual se retira: La reflexión encuentra pues un algo inmediato ahí delante. Esto encontrado ahí delante viene a ser [, viene al ser] solamente en el hecho de ser abandonado;… hay que tomar al movimiento reflexionante como absoluto contrachoque [Gegenstoss] dentro de sí mismo. Pues la presuposición del regreso a sí, aquello de lo cual proviene la esencia y que es primeramente como este volver hacia atrás, se da solamente dentro del retorno mismo. (Hegel: 2011, 450) “Lo que es encontrado sólo deviene por ser dejado atrás”, y su inversión (es “sólo en el retorno mismo” que aquello a lo que retornamos emerge, como aquellas naciones que se constituyen a sí mismas por medio de un “retorno a las raíces”, produciendo lo que Eric Hobsbawm llamó “tradiciones inventadas”): son dos lados de lo que Hegel llamó “reflexión absoluta”. Una reflexión que no es ya más externa a su objeto, presuponiéndolo como dado, sino una reflexión que, tal cual era, cierra el bucle y establece sus presuposiciones. Algunos teóricos culturalistas de la India se quejan de que la obligación de utilizar el lenguaje inglés es una forma de colonialismo, que censura su propia verdadera identidad: “Debemos hablar mediante un lenguaje extranjero impuesto para expresar nuestra más profunda identidad, y ¿no nos posiciona esto en una posición de alienación radical –incluso nuestra resistencia a la colonización debe ser formulada en el lenguaje del colonizador? La respuesta a esto es: sí, pero esta imposición del inglés –un lenguaje extranjero– crea la X misma que es “oprimida” por él, porque lo que es oprimido no es la actual India pre-colonial, sino el auténtico sueño de una nueva India democrática universalista… (Malcolm X seguía la misma reflexión cuando adoptó la X como su nombre familiar: no estaba luchando en favor de un retorno a las raíces primordiales africanas, sino precisamente en favor de una X, una identidad nueva y desconocida abierta por el proceso mismo de la esclavitud, el cual hizo de las raíces africanas algo perdido para siempre). Este caso muestra cómo, ciertamente, no hay nada previo a la negación –obviamente, había algo anterior (en el caso de India, una vasta y compleja tradición), pero era un desastre heterogéneo que no tenía nada que ver con el posterior resurgimiento nacional–. (Quizás Foucault tiene algo que decir: el descubrimiento de aquello que sucedió previamente es el tópico de la genealogía, la cual, precisamente, no tiene nada que ver con el tópico historicista de los orígenes). 29
Para decirlo en términos derridianos, la condición de posibilidad es aquí radical y simultáneamente la condición de imposibilidad: el obstáculo mismo de un establecimiento concreto de nuestra identidad abre el espacio para ello. Otro caso ejemplificador: “la clase dominante húngara ‘había poseído largamente’ (es decir, patrocinado y cultivado) un tipo distintivo de música, la llamada magyar nota (“la nota húngara”), la cual era profesada como un emblema estilístico de la identidad nacional dentro de los círculos de los húngaros ilustrados” (Taruskin: 2010, 367) y, predeciblemente, en el Siglo XIX, con el gran resurgimiento nacional, este estilo explotó en óperas y sinfonías. Fue, al comienzo del Siglo XX, que compositores modernistas como Bartók y Kodalyi comenzaron a recolectar música popular auténtica y descubrieron que era “[…] de un estilo y carácter completamente diferente de la magyar nota” (Ibid.: 375), y que, incluso peor, consistía en las mixturas inextricables de “[…] todos los pueblos que habitaban la ‘gran Hungría’ –rumanos, eslovacos, búlgaros, croatas y serbios– e incluso de pueblos étnicamente remotos como los turcos… o los árabes del norte de África.” (Ibid.: 378) Justamente por esto, Bartók fue, previsiblemente, denostado por los nacionalistas y fue impulsado a dejar Hungría. Este es, entonces, el proceso dialéctico: un desastre inconsciente (primera fase, el punto inicial), el cual es negado y, a través de la negación, el Origen es proyectado/establecido retroactivamente, de modo que es creada una tensión entre el presente y el Origen perdido (segundo paso). En el tercer paso, el Origen es percibido como inaccesible, relativizado –estamos dentro de la reflexión externa, es decir, nuestra reflexión es externa al Origen establecido, el cual es experimentado como una presuposición trascendental–. En el cuarto paso de la reflexión absoluta, nuestro movimiento reflexivo externo es transportado nuevamente dentro del Origen mismo, como su propia auto-retirada/descentramiento/antagonismo. De este modo alcanzamos la triada que posiciona a la reflexión externa y absoluta. (Žižek: 2001) El caso por excelencia es, por supuesto, el del sujeto mismo: la primacía de la Caída significa que se debiese dejar de lado todo el discurso común “hegeliano” sobre la alienación del sujeto, una externalización en su propio producto, el cual ya no es reconocido por él mismo, y luego está su re-apropiación de este contenido alienado como su producto propio: no hay sujeto que sea agente del proceso y sufra una pérdida; el sujeto es el resultado de una pérdida. Esto es lo que Lacan indicaba con su concepto del sujeto “barrado”, tachado ($); el sujeto no está sólo frustrado, bloqueado, impedido, estigmatizado por una imposibilidad constitutiva; el sujeto es el resultado de su propio 30
fracaso, del fracaso de sus representaciones simbólicas –un sujeto se esfuerza por expresarse a sí mismo en un significante, fracasa, y el sujeto es este fracaso–. Esto es lo que Lacan quería decir con su simple y decisiva proclama de que, en definitiva, un sujeto es lo que no es un objeto–. Todo histérico sabe esto bastante bien, ya que la pregunta histérica es: ¿qué clase de objeto soy para el Otro? ¿Qué desea el Otro de mí? O, en otras palabras, el objeto primordial perdido del deseo es el sujeto mismo.
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13 La bibliografía fue confeccionada a partir de las traducciones españolas de los textos citados
por S. Žižek para permitir una mayor fluidez al lector [ N. t. d.]
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