CAPÍTULO III
Tierra, palida madre
Los grandes desastres ecológicos del 2010, presagios de otros mucho mayores, parecen cubrir los cuatro elementos que, de acuerdo a la cosmología antigua, componen nuestro universo: aire (nubes de ceniza volcánica de Islandia paralizan el tráfico aéreo europeo), tierra (deslizamientos de lodo en China), fuego (incendios que hacen de Moscú una ciudad casi inhabitable), agua (contaminada de petróleo en el Golfo de México, inundaciones que desplazan a millones de personas en Pakistán). Cada una de estas catástrofes ofrece una lección importante (que, con toda probabilidad, será ignorada). Hace más de dos décadas, un paparazzo pescó al Senador Ted Kennedy (muy conocido por su oposición a las perforaciones petrolíferas mar adentro) en medio de un acto sexual en un solitario bote en la costa de Luisiana. Durante un debate en el Senado un par de días más tarde, un senador republicano declaró secamente: “Parece que el senador Kennedy ha cambiado su posición sobre las perforaciones mar adentro…”. ¿Es la lección del derrame de petróleo en el Golfo de México simplemente que la única perforación aceptable mar adentro es aquella en la que Ted Kennedy estaba involucrado? Esta actitud purista no ofrece una verdadera solución: no sólo toda actividad industrial a gran escala involucra riesgos impredecibles sino que la misma naturaleza supone sus propios riesgos. Es más: debido a la inextricable unión de la naturaleza y la industria humana, la producción humana es hasta tal punto parte de la reproducción natural sobre la Tierra que inclusive sus súbitas interrupciones pueden generar perturbaciones inesperadas. ¿No era esta mezcla de vida natural con vida social claramente discernible en la forma en que los medios cubrieron el derrame de petróleo?
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A veces, el acontecimiento era tratado como un accidente técnico; a veces, como un desastre natural; a veces, las noticias hablaban de la economía (las pérdidas financieras de los pescadores y de la industria del turismo). Esta diversidad parece reflejar el hecho de que las causas de las catástrofes ecológicas son en sí mismas una mezcla de procesos naturales y sociales: aunque las inundaciones en Pakistán fueron un desastre natural, las causas sociales rondan en las cercanías: la deforestación de la región del Himalaya, el deshielo de los glaciares… Aun cuando una catástrofe parezca ser un evento puramente natural, su impacto es condicionado por los procesos sociales – un terremoto no es el mismo en un desierto, en una caótica megalópolis del Tercer Mundo, o en una sociedad altamente desarrollada y organizada. En el caso del derrame en el Golfo de México, un accidente industrial se convirtió en una catástrofe natural. Otra característica que no puede sino llamar la atención de aquellos que siguieron los medios durante el derrame del Golfo de México fue su extraña mezcla de trauma y de ridículo. En principio, tuvimos la pesadillesca imagen directa del traumático accidente submarino: durante semanas, no podíamos apartar la mirada de ese hueco en el fondo del mar derramando petróleo crudo, como la taza de un inodoro enloquecido que arrojara o devolviera sin parar excrementos a la superficie. Esta escena traumática era acompañada por el espectáculo ridículo de gerentes expertos lanzándose la papa caliente de la responsabilidad: el 11 de mayo del 2010, los ejecutivos de las tres compañías involucradas en el desastre petrolífero del Golfo que testificaron ante el senado –British Petroleum, Transocean y Halliburton– se dejaron llevar por este juego ridículo de culparse unos a otros, digno de un cuadro de Magritte: BP decía no ser responsable, ya que la plataforma que explotó le pertenecía a Transocean, su subcontratista; Transocean le echó la culpa por el mal trabajo a su propio subcontratista, Halliburton, que había vaciado el concreto; finalmente, Halliburton se defendió aclarando que sólo había ejecutado el proyecto elaborado por las otras dos compañías. Sin embargo, lo que hacía esta escena ridícula no sólo era el juego indigno de culparse el uno al otro, sino, más aún, la idea de que el problema se resolvería buscando a los culpables (grandes compañías), haciéndolos pagar el costo total del daño que causaron. Desafortunadamente, la condena del propio presidente Obama de este ridículo espectáculo de las tres compañías fue, a su modo, también ridícula. Lo que era realmente ridículo era la idea de que una compañía privada, no importa cuán rica, pudiera pagar los daños de una grave catástrofe
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ecológica que, en sus efectos, va más allá de la población estadounidense y que potencialmente hace añicos los fundamentos mismos de nuestra forma de vida. La búsqueda del “agente culpable que debe hacerse legalmente responsable del daño” es parte de nuestra mentalidad legalista: la gente puede (y lo hace) enjuiciar a cadenas de comida rápida como responsables de su propia obesidad, o circulan ideas sobre reparaciones económicas por la esclavitud, con el argumento de que se debe, hace mucho, una compensación por los males causados por esta institución, etc. Entonces, si al parecer todo tiene un precio, ¿por qué no ir hasta el final y demandar de Dios mismo un pago por ser el causante de nuestras miserias? Esta opción ya fue considerada en El hombre que enjuició a Dios, una comedia australiana del 2002: un bote es destruido en una rara tormenta y la gente de la compañía de seguros le dice al dueño que ha sido un acto de Dios y, por lo tanto, se rehúsan a pagarle. Aparece entonces un ingenioso abogado con un argumento inteligente: si Dios destruyó el bote, ¿por qué no enjuiciar a Dios en la forma de sus representantes aquí en la tierra, las iglesias? Esta reductio ad absurdum deja en claro lo que está fundamentalmente mal con esta lógica: no es que sea demasiado radical, sino que no es suficientemente radical. La verdadera tarea no es ser compensado por aquellos responsables, sino cambiar la situación de tal manera que ellos no estén en la posición de causar daños (o de ser empujados a la actividad que produce los daños). Esto es lo que falta en la reacción de Obama: la voluntad de actuar más allá del estrecho acercamiento legalista de castigar al culpable. En una catástrofe de las dimensiones del derrame de crudo en el Golfo de México, el gobierno debería haber proclamado un estado de emergencia y haber asumido el control, movilizando todos sus recursos, incluyendo el ejército; simultáneamente, el Estado debería haberse preparado para lo peor, en caso de que toda el área fuera a convertirse en un territorio inhabitable. Lo que, además, semejante concentración en una sola compañía etiquetada como corrupta y contaminadora tiende a ofuscar son las presiones sistemáticas que la hicieron actuar de esa manera. En el caso de la BP, el hecho rara vez mencionado es que un accidente similar bien podría haberle pasado a otra compañía. El verdadero culpable no es la BP (aunque, para evitar cualquier malentendido, creemos que debe ser castigada lo más severamente posible), sino la demanda que nos empuja a una producción de petróleo que se desentiende de consideraciones ambientales. Deberíamos en cambio plantearnos preguntas básicas sobre nuestro estilo de vida y movilizar el uso público de la razón. Esta es tarea de todos, puesto que concierne nuestros bienes comunes [commons], el sustrato natural de nuestras vidas. Es un
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problema nuestro y nadie va a resolverlo por nosotros: la lección de las grandes catástrofes ecológicas es que ni el mercado ni el Estado van a hacer ese trabajo. Pero, ¿son las amenazas ecológicas realmente tan abrumadoras? Algunos defensores del capitalismo liberal descartan los movimientos ecológicos al considerarlos el“comunismo del siglo XXI”: aunque el marxismo esté muerto, el emperador desnudo sigue persiguiéndonos con sus nuevos ropajes verdes. Guy Sorman escribió en el 2001: “No son manifestantes comunes: los Verdes son los sacerdotes de una nueva religión que coloca la naturaleza por encima de la humanidad. El movimiento ecológico no es un inofensivo activismo de paz-y-amor, sino una fuerza revolucionaria. Como muchas religiones de hoy en día, los demonios que elige son ostensiblemente menospreciados a partir del conocimiento científico: el calentamiento global, la extinción de especies, las pérdidas en biodiversidad, las superhierbas. En los hechos, todas estas amenazas son producto de la imaginación Verde”. Para Sorman, estos problemas reales, exagerados por el anti-capitalismo irracional de los Verdes, se prestan a simples soluciones técnicas, una afirmación que es abiertamente errónea. La confrontación de los problemas ecológicos exige elegir y tomar decisiones –qué producir, qué consumir, de qué tipo de energía depender–, lo que en última instancia tiene que ver con la forma de vida misma de la gente; en tanto tales, no sólo no son problemas técnicos, sino que son eminentemente políticos en el sentido radical de que demandan decisiones sociales fundamentales. Una defensa más elegante del capitalismo es la que admite que su explotación de la naturaleza es parte del problema, pero trata de resolverlo al hacer rentables las responsabilidades ecológicas y sociales: esta es la idea detrás del “Capitalismo natural”, un movimiento iniciado por Peter Hawken. Necesitamos de una nueva revolución productiva comparable a la Primera Revolución Industrial, esa que generó un desarrollo material pasmoso, pero a un costo inmenso para la tierra (agotamiento de las riquezas naturales, pérdida de la capa de tierra rica en materia orgánica, destrucción de especies, etc.). Para contrarrestar esa tendencia destructiva, tenemos que cambiar por completo nuestro acercamiento a las cosas: hasta ahora habíamos incluido en el precio de las mercancías sólo lo invertido para producirlas, ignorando los costos para la naturaleza; nuestra prosperidad era, entonces, ilusoria, ya que, al explotar indiscriminadamente los recursos naturales, derivábamos nuestros ingresos, no de las ganancias, sino de los bienes capital, de una riqueza heredada. La suma de esta riqueza heredada es el Capital
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Natural: la acumulación de bienes producidos por la naturaleza en los miles de millones de años de su desarrollo: bienes como el agua, los minerales, los árboles, la tierra y el aire, además de todos los sistemas vivos (pastizales, bosques, océanos, etc.). Todos estos sistemas vivos no sólo proveen recursos no renovables a nuestra producción material, sino que también prestan servicios indispensables para nuestra sobrevivencia (regeneración de la atmósfera, fertilización de suelos, etc.). A nuestra noción estándar del Capital como valor acumulado, deberíamos añadir por ello el valor económico de la Naturaleza como sistema, así como también el valor de los recursos humanos. Admitiendo la dificultad de asignar un valor monetario (por ahora, al menos) a servicios noreemplazables como la producción de oxígeno de las plantas, los autores sin embargo arriesgan cálculos aproximados de acuerdo a los cuales la producción de oxígeno de todo el mundo vale 36 billones de dólares anuales (más o menos lo mismo que el producto bruto mundial), o que el valor monetario de todo el capital humano es tres veces mayor a todo el capital financiero e industrial. Aunque esta redefinición radical del Capital tenga efectos claramente benéficos, arrastra consigo problemas empíricos insalvables: para que esta redefinición llegue a ser mínimamente operativa, demandaría un control estatal y un mecanismo de regulación mundiales, increíblemente complejos, necesarios para determinar los precios de las “mercancías naturales” y hacerlas valer en el mercado. Pero, más fundamentalmente, el problema reside en el mecanismo capitalista realmente básico que Hawken quiere salvar (ganancias a través de la autoreproducción ampliada): no importa cuánto ampliemos la noción de capital, la forma misma del capital supone una brecha estructural entre la realidad (el valor de uso de los productos y servicios) y el campo virtual de la circulación financiera, de la generación de ganancias, que es la verdadera meta de todo el proceso. En otras palabras, aún si expandimos la noción de Capital a toda la realidad, esa realidad seguirá siendo secundaria y por lo tanto, en última instancia, prescindible, una realidad cuya función es simplemente servir a la producción de ganancias. A pesar de la infinita adaptabilidad del capitalismo –que, en el caso de una severa catástrofe o crisis ecológica, puede fácilmente convertir la ecología en un nuevo campo de inversión y competencia–, la misma naturaleza de los riesgos implicados excluye una solución de mercado. ¿Por qué? El capitalismo sólo funciona en condiciones sociales
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específicas: exige confianza en “la mano invisible” del mercado que, como una especie de Argucia de la Razón, garantiza que la competencia de los egoísmos individuales trabaje para el bien común. Sin embargo, vivimos hoy un cambio radical: se perfila en el horizonte la posibilidad inaudita de que una intervención humana altere de forma catastrófica el funcionamiento de las cosas al desencadenar un desastre ecológico, una fatídica mutación biogenética, una catástrofe nuclear u otra parecida tragedia socio-militar, etc. Ya no podemos confiar en la protección que el limitado alcance de nuestros actos busca: ya no es cierto que, hagamos lo que hagamos, la historia continuará. No solamente la continuidad de la Historia está hoy en peligro: somos testigos de algo así como el fin de la naturaleza misma. El impacto catastrófico de las recientes inundaciones en Pakistán o de los incendios en Rusia es mucho mayor que el del derrame de crudo en el Golfo de México. Es difícil para alguien ajeno a esas realidades imaginarse qué se siente cuando un vasto territorio densamente poblado desaparece bajo el agua, y millones son despojados de las coordenadas básicas de su mundo-de-la-vida [ing. life-world; al. Lebenswelt]: la tierra con sus campos, pero también con sus monumentos culturales, materia de la que están hechos los sueños colectivos, ya no está ahí, por lo que, aunque en el agua, las personas son de alguna manera como peces fuera del agua. O imaginarse qué se siente cuando, en una megalópolis como Moscú, ya no es seguro el simple acto de salir de casa y respirar: es como si el entorno que miles de generaciones asumían como la base obvia de sus vidas comenzara a resquebrajarse. Hemos conocido, claro, similares catástrofes por siglos, algunas desde la prehistoria misma de la humanidad. Lo que es nuevo ahora es que, en tanto vivimos en la era post-religiosa del “desencantamiento” [Entzauberung], tales catástrofes carecen del sentido que les otorgaba ser parte de un ciclo natural mayor o una expresión de la ira divina: son vividas de forma mucho más directa como las intervenciones sin sentido de una furia destructiva sin causa: ¿son las inundaciones en Pakistán o los incendios en Rusia acontecimientos naturales o productos del trabajo humano? Las dos dimensiones están inextricablemente entrelazadas, y este es un hecho que torna imposible la seguridad de que, a pesar de nuestra confusión, la naturaleza continúe con sus eternos ciclos de vida y muerte. Las inundaciones en Pakistán o los incendios en Rusia no son vividos en tanto simples catástrofes naturales, sino como un fin de la naturaleza, como una profunda perturbación del ciclo natural.
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¿Y no es el fin de la naturaleza también la lección que ofrecen los grandes avances científicos en biogenética? Una vez que tengamos acceso a los mecanismos genéticos que regulan su desarrollo, los organismos naturales serán transformados en objetos susceptibles de manipulación tecnológica. Sigmund Freud habló del “malestar en la civilización”: el animal humano nunca puede sentirse cómodo con las restricciones o límites que demanda la vida civilizada; algo en los humanos siempre se rebela contra la cultura. Con la ciencia y la tecnología contemporáneas, el descontento se desplaza de la cultura hacia la naturaleza misma: la naturaleza –humana e inhumana– es des-naturalizada, despojada de su impenetrable densidad. Aparece ahora como un frágil mecanismo que, en cualquier momento, puede explotar de manera catastrófica. La ciencia y la tecnología de hoy ya no buscan tan sólo entender y reproducir los procesos naturales, sino además generar nuevas formas de vida que nos sorprendan; la meta ya no es dominar la naturaleza (tal como es), sino generar algo nuevo, mayor, más fuerte que la naturaleza corriente, incluidos nosotros mismos: todos esos monstruos creados artificialmente, esas vacas y árboles deformes, o –un sueño más positivo– esos organismos manipulados genéticamente, “mejorados” en la dirección que nos convenga. ¿Podemos siquiera imaginarnos los que podrían ser los resultados imprevistos de los experimentos nanotecnológicos: nuevas formas de vida que se reproducen sin control, como el cáncer? Esta tendencia alcanza su apogeo en los intentos de crear nueva vida artificial. Hasta ahora, los genetistas estaban limitados a manipular y modificar lo que la naturaleza ya había producido: tomar el gen de un organismo e introducirlo en el cromosoma de otro. De lo que estamos hablando ahora es de producir vida que sea totalmente nueva: el genoma mismo del organismo será construido artificialmente. Primero, las piezas o componentes biológicos esenciales deben ser fabricados; luego, deben ser combinados en un nuevo organismo sintético auto-replicante. Los científicos llaman esta nueva forma de vida “Vida 2.0”: lo que es tan perturbador al respecto es que la vida “natural” misma se convierte por ello en “Vida 1.0”, es decir, pierde retroactivamente su carácter espontáneo-natural y se convierte en un paso, una etapa en la serie de proyectos sintéticos. Esto es lo que “el fin de la naturaleza” quiere decir: la vida sintética no solamente complementa la vida natural, sino que convierte la vida natural misma en una especie de (confusa, imperfecta) vida sintética.
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Se ha dicho muchas veces que, hoy en día, confiamos demasiado en el conocimiento científico experto y no lo suficiente en nuestro instinto, ese que nos dice que algo anda mal con esta actitud científicotecnológica. Pero el problema es mucho más profundo: reside en la falta de fiabilidad de nuestro sentido común que, habituado como está a nuestro mundo-de-la-vida de todos los días, no acepta fácilmente que el flujo de la realidad cotidiana pueda ser perturbado. Nuestra actitud aquí se divide extrañamente: “Sé muy bien (que el calentamiento global es una amenaza a la humanidad entera), pero sin embargo… (no puedo creerlo realmente)”. Basta con prestar atención a ese entorno al que mi mente parece conectarse íntimamente: los pastizales y los árboles, el rumor del viento, la salida del sol… ¿puede uno realmente imaginarse que todo eso sea perturbado? “Se habla del agujero en la capa de ozono, pero no importa cuántas veces mire al cielo, no lo veo, pues todo lo que veo es el mismo cielo, azul o gris!”. No es sorprendente que haya algunos pocos campesinos cerca del lugar de Chernobyl que continúan con sus vidas como si nada hubiera pasado: simplemente ignoran toda esa incomprensible cháchara sobre radiaciones. Así, en todas partes, una variedad de peligros se convierten en problemas, pero nosotros confiamos en que los científicos se las arreglen. He aquí el problema: se supone que los expertos científicos saben, pero no saben. La propagación de la ciencia en nuestra sociedad tiene dos características inesperadas: confiamos cada vez más en expertos, inclusive en las esferas más íntimas de nuestra experiencia (sexualidad y religión), pero esta omnipresencia de la ciencia transforma el conocimiento científico en un campo inconsistente de múltiples explicaciones contradictorias. La expresión “opinión experta”, comúnmente usada, es indicativa de esta nueva situación: en los viejos tiempos, nosotros, comunes mortales, teníamos múltiples opiniones, mientras que de los expertos esperábamos una verdad científica única; lo que recibimos ahora de la ciencia es una multiplicidad de “opiniones expertas” contradictorias. La categoría paradigmática que revela esta indefensión de la ciencia y al mismo tiempo la cubre con un engañoso velo de seguridad experta es la de “valor límite”: cuánto más podemos contaminar sin poner “en peligro” nuestro medio ambiente, cuánto más combustible fósil podemos quemar, cuánto más de una sustancia venenosa no amenaza todavía nuestra salud, etc. (o, en una versión racista, cuántos extranjeros más puede integrar nuestra comunidad sin poner en peligro nuestra
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identidad). El problema obvio aquí es que, por la no transparencia de la situación, hay algo arbitrario y ficcional en cada “valor límite”: ¿podemos estar realmente seguros de que ese máximo nivel de azúcar en nuestra sangre recomendado por los doctores es el correcto, de manera que por encima de él estamos en peligro y por debajo de él estamos a salvo? ¿O que una elevación en la temperatura global de hasta dos grados Celsius es tolerable y que una mayor es catastrófica? No es sorprendente que una semana después de la suspensión de las restricciones del tráfico aéreo en Europa (provocadas por las erupciones volcánicas en Islandia) aparecieran reportes en los medios de comunicación sobre cómo, de acuerdo a una “opinión experta” más, no había habido nunca en realidad ninguna nube de cenizas volcánicas sobre Europa que representara un verdadero peligro: todo el escándalo sobre el asunto había sido sólo una reacción de pánico. El problema aquí es a quién creer: para nosotros, gente común, aunque sintamos algunos de los efectos de los trastornos ecológicos (una sequía aquí, una tormenta inusualmente fuerte allá, etc.), la conexión entre esos efectos y sus causas, según los expertos, no es de ninguna manera evidente. Lo que complica las cosas es que muchas de las amenazas ecológicas son generadas por la ciencia y la tecnología mismas (las consecuencias ecológicas de nuestra industria, las consecuencias psíquicas de una biogenética fuera de control, etc., etc.). Pero es demasiado fácil culpar a la ciencia moderna: las ciencias son (una de) la(s) causa(s) de los peligros y, al mismo tiempo, el único medio que tenemos de entender y definir las amenazas, y uno de los instrumentos para enfrentarlas, para encontrar una salida. Aún si culpamos a la civilización científico-tecnológica por el calentamiento global, necesitamos de la ciencia no sólo para buscar las maneras de resolver la amenaza, sino muchas veces inclusive para percibir la amenaza misma: “el agujero en la capa de ozono” sólo puede ser “visto” en el cielo por un científico. El verso del Parsifal de Richard Wagner, “la herida sólo puede ser curada por la lanza que la hizo”, adquiere por eso una nueva relevancia: no hay retorno posible a una sabiduría holística pre-científica, y sólo esa ciencia (parcialmente) responsable de meternos en estos problemas puede sacarnos de ellos. Esta limitación de nuestro conocimiento no debería provocar de ninguna manera la exageración de la amenaza ecológica. Al contrario, deberíamos ser aún más cuidadosos al respecto, ya que la situación es profundamente impredecible. La teoría de los sistemas complejos explica
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las dos características opuestas de tales sistemas: su carácter robusto y estable y su extrema vulnerabilidad. Esos sistemas se pueden adaptar a grandes alteraciones, integrarlas y encontrar un nuevo equilibrio y estabilidad: pero sólo hasta cierto umbral (un “punto de inflexión”), más allá del cual cualquier pequeño disturbio puede causar una catástrofe total y conducir al establecimiento de un orden totalmente diferente. Por siglos, la humanidad no tenía que preocuparse por el impacto, en el entorno, de su actividad productiva: la naturaleza se adaptó a la deforestación, al uso de carbón y petróleo, etc. Sin embargo, no se puede estar seguro de si, hoy en día, no nos estamos aproximando a un punto de inflexión: no se puede estar seguro puesto que tales puntos de inflexión sólo son claramente percibidos cuando ya es demasiado tarde. En el 2010 fuimos testigos de muchos debates en torno al verdadero estatus del calentamiento global, con algunos escépticos que inclusive dudaban de que el fenómeno existiera. Estas incertidumbres no deberían llevarnos a pensar que estas cosas no son serias; señalan más bien que la situación es aún más caótica de lo que pensábamos, y que los factores naturales y sociales están inextricablemente ligados. En tal situación, discutir sobre la necesidad de la anticipación, precaución y control de los riesgos tiende a convertirse en un sinsentido, ya que estamos tratando con lo que, en los términos de la teoría del conocimiento de Donald Rumsfeld, uno debería llamar lo “desconocido de lo desconocido”: no solamente no sabemos dónde está el punto de inflexión, sino que ni siquiera sabemos exactamente qué es lo que no sabemos. En marzo del 2003, Donald Rumsfeld probó suerte en la filosofía amateur con una reflexión sobre la relación entre lo conocido y lo desconocido: “Hay conocidos conocidos. Son las cosas que sabemos que sabemos. Hay desconocidos conocidos. Es decir que hay cosas que sabemos que no sabemos. Pero también hay desconocidos desconocidos. Hay cosas que no sabemos que no sabemos”. Lo que se le olvidó añadir es el crucial cuarto término: los “conocidos desconocidos”, cosas que no sabemos que sabemos. Si Rumsfeld pensaba que los principales peligros en la confrontación con Irak eran los “desconocidos desconocidos” –las amenazas de Saddam sobre las que ni siquiera sospechábamos lo que podían ser–, lo que deberíamos responder es que el mayor peligro eran, al contrario, los “conocidos desconocidos”: creencias y suposiciones que desconocemos y negamos, y que ni siquiera estamos conscientes de seguir. En el caso de la ecología, estas creencias y suposiciones repudiadas son las que impiden que creamos realmente en la
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posibilidad de la catástrofe, y se suman a los “desconocidos desconocidos”. ¿Por qué las abejas están muriendo en masa, especialmente en EEUU, donde, de acuerdo a algunas fuentes, la desaparición llega hasta el 80% del total? Esta catástrofe podría tener efectos devastadores en nuestras fuentes de alimentos: alrededor de un tercio de la dieta humana proviene de plantas polinizadas por insectos, y las abejas son responsables del 80% de esa polinización. Así es como deberíamos imaginarnos una posible catástrofe global: ningún Big Bang, sólo una pequeña interrupción con consecuencias globales devastadoras. Ni siquiera se puede estar seguro de que todo lo que tenemos que hacer es volver al equilibrio natural: ¿a qué equilibrio? ¿Y si las abejas en EEUU y Europa sólo se están adaptando a cierto grado y modo de contaminación industrial? Hay un aire de misterio en esta muerte masiva de las abejas: aunque lo mismo esté sucediendo simultáneamente en todo el mundo (desarrollado), investigaciones locales identifican diferentes causas: el envenenamiento de las abejas por los pesticidas, la pérdida de su sentido de orientación espacial provocada por las ondas electrónicas de nuestros aparatos de comunicación, etc. Esta multiplicidad de causas torna incierta la conexión entre causas y efectos; y como sabemos por la historia, donde hay una brecha entre causas y efectos, aparece la tentación de buscar un Sentido más profundo: ¿y si, por debajo de las causas naturales, hay una causa espiritual más profunda? ¿De qué otra forma podríamos explicar la misteriosa sincronicidad de un fenómeno que, desde el punto de vista de la ciencia natural, se debe a diferentes causas? Aquí hace su ingreso la así llamada “ecología espiritual”: ¿no son las colmenas una suerte de colonias de esclavos, campos de concentración en los que las abejas son despiadadamente explotadas? ¿Y si la Madre Tierra se estuviera defendiendo de nuestra explotación? El mejor antídoto contra esta tentación espiritualista es tener en mente que, volviendo otra vez a la epistemología de Rumsfeld, en el caso de las abejas hay también cosas que sabemos (su vulnerabilidad a los pesticidas) y cosas que sabemos que no sabemos (por decir algo, cómo reaccionan a las radiaciones producidas por los humanos). Pero hay, sobre todo, los desconocidos desconocidos y los conocidos desconocidos. Hay aspectos de la interacción de las abejas con su entorno que no sólo son desconocidos por nosotros, sino que ni siquiera estamos conscientes de ellos. Y hay muchos “conocidos
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desconocidos” en nuestra percepción de las abejas: todos los prejuicios antropocéntricos que espontáneamente determinan y afectan nuestro estudio de ellas. Es, sin embargo, esta misma no-transparencia e impenetrabilidad la que alimenta la búsqueda de sentido. Cuando se nos confronta con la amenaza de una catástrofe que desestabilizaría el mismo marco de nuestra existencia cotidiana, nuestra primera reacción espontánea es buscar un significado oculto: tiene que haber una razón por la que todo esto esté sucediendo, debemos haber hecho algo mal. Cualquier sentido es mejor que ninguno: si hay un sentido oculto, hay también una especie de diálogo con el universo. Por eso es crucial resistir “la tentación del sentido” cuando se nos confronta a catástrofes potenciales o reales, desde el SIDA y los desastres ecológicos hasta el Holocausto. La primera reacción de los predicadores cristianos fundamentalistas Jerry Falwell y Pat Robertson a los atentados del 11 de Septiembre fue verlos como una señal de que Dios había dejado de proteger EEUU por la vida pecaminosa de los estadounidenses. Acusaron al materialismo hedónico, al liberalismo y a la rampante sexualidad, y defendieron la idea de que EEUU había recibido su merecido. Pero ¿no están haciendo algo similar los “ecologistas profundos” cuando interpretan nuestros problemas medioambientales como la venganza de la Madre Tierra por nuestra despiadada explotación de los recursos naturales? El 28 de noviembre del 2008, Evo Morales, el presidente de Bolivia, presentó una carta pública sobre el “Cambio climático: Salvemos el planeta del capitalismo”. La carta se abre así: “Nuestra Madre Tierra, nuestra Pachamama, está enferma”. La política que el gobierno de Morales reivindica merece todo nuestro apoyo: sin embargo, la línea citada revela con dolorosa claridad una limitación ideológica (por la que siempre se paga un precio práctico). Morales se apoya, de manera noproblematizada, en la narrativa de la Caída, una Caída que ocurrió en un momento histórico preciso: “Todo comenzó con la Revolución Industrial en 1750…”. Predeciblemente, esa Caída consiste en el haber perdido nuestras raíces en la Madre Tierra: “En el capitalismo, la Madre Tierra no existe”. (Estoy tentado de añadir que, si hay algo bueno en el capitalismo, es que en él la Madre Tierra no existe). “El capitalismo es la fuente de las asimetrías y desequilibrios en el mundo”: o sea que nuestra meta debería ser restaurar el equilibrio y la simetría “naturales” mejor encarnados en la tradicional cosmología sexuada de la Madre Tierra (y el padre cielo).
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Este tipo de ecología tiene todas las probabilidades de convertirse en la forma de ideología dominante del nuevo siglo, un nuevo opio de las masas que reemplazará la religión en decadencia: cumple la vieja función fundamental de la religión, la de postular una autoridad incuestionable que impone los límites. Es por eso que, aunque los ecologistas exijan todo el tiempo que cambiemos radicalmente nuestro estilo de vida, subyace a su demanda lo opuesto: una profunda desconfianza hacia el cambio, el desarrollo, el progreso: cada cambio radical puede tener la consecuencia no deseada de desencadenar una catástrofe. Por eso tenemos que rechazar como insuficientes una serie de soluciones que parecen oponerse entre sí: no basta con tratar las amenazas ecológicas como meros problemas técnicos que deberían ser resueltos a través de nuevas formas de producción (nanotecnología) y nuevas fuentes de energía, pero tampoco son una solución esas francas espiritualizaciones al estilo New Age. No es suficiente demandar una reorganización ecológica del capitalismo, pero tampoco imaginar un retorno a la sociedad orgánica premoderna, con su sabiduría holística. Lo que primero se necesita es una nueva mirada –fresca– a la singularidad de nuestra situación. El hecho de que una nube de cenizas producida por una pequeña erupción volcánica en Islandia –una alteración mínima en el complejo mecanismo de la vida sobre la Tierra– pueda paralizar el tráfico aéreo de un continente entero es un recordatorio de que, pese a su tremenda capacidad de transformación de la naturaleza, el género humano sigue siendo sólo una especie viva más sobre el planeta Tierra. El impacto socio-económico catastrófico de esa mínima alteración se explica por nuestro desarrollo tecnológico: hace un siglo, la misma erupción volcánica hubiera pasado desapercibida. El desarrollo tecnológico nos hace más independientes de la naturaleza y, al mismo tiempo, a otro nivel, más dependientes de sus caprichos. Décadas atrás, cuando el hombre dio los primeros pasos sobre la superficie lunar, sus primeras palabras fueron: “Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”. Hoy, a propósito de la erupción volcánica en Islandia, podemos decir: “Es un pequeño paso atrás para la naturaleza, pero un gran salto atrás para la humanidad”. Nuestra libertad, nuestro creciente control de la naturaleza, nuestra sobrevivencia misma, dependen de una serie de parámetros naturales estables que damos automáticamente por descontados (la temperatura, la composición del aire, suficiente agua y aire, etc.): sólo podemos “hacer
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lo que queramos” mientras nos mantengamos lo suficientemente en el margen, de tal manera que no perturbemos seriamente los parámetros de la vida sobre la Tierra. La limitación de nuestra libertad que deviene palpable con estas anomalías ecológicas es el resultado paradójico del mismo crecimiento exponencial de nuestra libertad y nuestro poder: nuestra creciente capacidad de transformar la naturaleza puede desestabilizar los parámetros geológicos básicos de la vida sobre la Tierra. El hecho de que la humanidad se esté convirtiendo en un agente geológico en la Tierra indica que una nueva era geológica ha comenzado, bautizada por algunos científicos como Antropoceno. Con los recientes y devastadores terremotos en la China, esta noción del Antropoceno ha adquirido una nueva actualidad: hay buenas razones para asumir que la causa principal de, al menos, la fuerza inesperada de los terremotos haya sido la construcción en las cercanías de las gigantescas represas Three Gorges, construcción que trajo consigo la creación de grandes lagos artificiales; esta presión adicional sobre la superficie parece haber influido en el equilibrio de los arrecifes subterráneos, contribuyendo así al terremoto. Algo tan elemental como un terremoto debería pues estar incluido en el universo de fenómenos influenciados por la actividad humana. Hay, sin embargo, algo engañosamente tranquilizador en esta predisposición a asumir la culpa por aquello que amenaza el medio ambiente: nos gusta ser culpables porque, si somos culpables, entonces todo depende de nosotros, manejamos los hilos de la catástrofe, y también podemos salvarnos simplemente cambiando nuestras vidas. Lo que es realmente difícil de aceptar (al menos para nosotros en Occidente) es que seamos reducidos al rol puramente pasivo del observador impotente que solamente puede sentarse a mirar el que será su destino. Para evitarlo, tendemos a involucrarnos en una actividad frenético-obsesiva: reciclar papel viejo, comprar comida orgánica, lo que sea necesario sólo para estar seguros de que estamos haciendo algo, contribuyendo, como un fanático de fútbol que apoya a su equipo frente al televisor en casa, gritando y saltando en su asiento, consumido por la creencia supersticiosa de que esto de alguna manera influirá en el resultado. La escisión predominante en nuestra actitud hacia las catástrofes ecológicas, esa que explica nuestra extraña inactividad (sabemos que la amenaza de una catástrofe es real, pero no creemos completamente que una catástrofe pueda ocurrir), es aquí invertida: sabemos muy bien
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que no podemos realmente afectar el proceso que podría llevarnos a la ruina (una erupción volcánica), pero como aceptar esto es para nosotros demasiado traumático, somos incapaces de resistir la urgencia de hacer algo, aun sabiendo que hacerlo es en última instancia inútil. ¿No es por eso que compramos comida orgánica? ¿Quién cree realmente que las manzanas “orgánicas”, medio podridas y caras, son realmente más saludables? El punto es que, al comprarlas, no solamente compramos y consumimos un producto: simultáneamente hacemos algo que tiene sentido, demostramos que nos preocupamos y que tenemos conciencia ecológica, participamos en un gran proyecto colectivo. Lo mismo sucede con el reciclaje: nos hace sentir bien hacer algo para ayudar a la Madre Tierra (sobre todo porque esa ayuda no requiere mayor esfuerzo). En consecuencia, la primera lección que se puede derivar de todo esto es la que, con insistencia, Stephen Jay Gould y otros darwinistas propusieron: la total contingencia de la naturaleza. No hay Evolución ni Progreso en la naturaleza: las catástrofes, los equilibrios rotos, son parte de la historia natural; en numerosos momentos del pasado, la vida podría haberse encaminado en una dirección totalmente diferente. Nuestra principal fuente de energía (el petróleo) es el resultado de una catástrofe de dimensiones inimaginables. La “naturaleza” en tanto esfera de una reproducción equilibrada, de un desarrollo orgánico en el que la humanidad interviene con su desdeñosa arrogancia [hubris], descarriando brutalmente su movimiento circular, es una fantasía humana; la naturaleza ya es en sí misma “una segunda naturaleza”, un hábito adquirido, y su equilibrio es siempre secundario, un intento de negociar un “hábito” que restaure algún tipo de orden después de interrupciones catastróficas. Si la Tierra es nuestra madre, es una pálida madre sedienta de sangre. No deberíamos tener miedo a denunciar la sostenibilidad misma –el gran mantra de los ecologistas en los países desarrollados– como un mito ideológico basado en la idea de la circulación cerrada sobre sí misma, en la que nada se pierde: la sostenibilidad, de hecho, es nuestra versión de la infame idea de Juche del líder fundador de Corea del Norte, Kim Il Sung, que se puede traducir, sin mucha precisión, como “espíritu de la autosuficiencia/autoconfianza”. El problema es que la naturaleza es definitivamente no “sostenible” y más bien es un gran proceso desquiciado de producción de desperdicios en el que, a veces, esos desperdicios son “exaptados” [readaptados], usados en alguna auto-
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organización local emergente (como los humanos usando el petróleo –un gigantesco desperdicio de la naturaleza– como fuente de energía). Examinada de cerca, se puede establecer que la “sostenibilidad” se refiere siempre a un proceso limitado que impone su equilibrio a expensas de su entorno mayor. Piensen sino en la proverbial casa autosostenible de un gerente rico ecológicamente consciente, localizada en algún valle aislado cerca de un bosque y un lago, con energía solar, uso de los desperdicios como abono, ventanas orientadas a la luz natural, etc.: los costos de construcción de semejante casa (para el medio ambiente, no sólo costos financieros) la hacen prohibitiva para la gran mayoría. Para un ecologista sincero, el habitat óptimo son esas grandes ciudades en las que millones viven juntos: aunque produzcan muchos desperdicios y contaminación, su contaminación per cápita es mucho menor que la de una familia contemporánea con conciencia ecológica que vive en el campo. ¿Cómo llega nuestro gerente a su oficina desde su casa en el campo? Probablemente en un helicóptero, quizá para no contaminar el césped alrededor de su casa. En el mercado actual encontramos toda una serie de productos despojados de sus propiedades malignas: café sin cafeína, crema sin grasa, cerveza sin alcohol… a esta serie, se le debería añadir la versión ecológica: contaminar el medio ambiente global para crear islas de sostenibilidad. La segunda lección que debemos preservar es que la humanidad debería prepararse a vivir de una manera más “plástica” y nomádica: los cambios locales o globales en el medio ambiente puede que impongan la necesidad de transformaciones sociales de gran magnitud, nunca antes vistas. Digamos que una gigantesca erupción volcánica haga de Islandia un lugar inhabitable: ¿a dónde iría la gente de Islandia? ¿En qué condiciones? ¿Debería dárseles un pedazo de tierra o dispersarlos alrededor del mundo? ¿Qué pasaría si la Siberia del Norte se convirtiera en una región habitable y apropiada para la agricultura, mientras que grandes regiones del sub-Sahara se volvieran demasiado secas para que grandes poblaciones vivieran ahí? ¿Cómo se organizaría el intercambio de la población? Cuando cosas similares sucedieron en el pasado, los cambios sociales ocurrieron de una manera espontánea y descontrolada, con violencia y destrucción: esa posibilidad es catastrófica en las condiciones actuales, con armas de destrucción masiva a disposición de todas las naciones. Algo está claro: la soberanía nacional tendrá que ser redefinida radicalmente y nuevos niveles de cooperación global inventados. ¿Y qué de los posibles e inmensos cambios en la economía y
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el consumo provocados por los nuevos patrones climáticos o la escasez de fuentes de agua y energía? ¿A través de qué procesos serán decididos y ejecutados esos cambios? En el siglo XX, el sueño comunista fracasó miserablemente y acabó en una catástrofe económica, ético-política y, por último, pero no por eso menos importante, ecológica. Pero los problemas que desencadenaron ese sueño persisten: una nueva forma de acción colectiva, más allá del mercado y del Estado, tendrá que ser reinventada. ¿Es esto posible en las sociedades complejas de hoy? Hoy, lo imposible y lo posible están distribuidos en una manera extraña, ambos abiertos violentamente hacia un exceso. Por un lado, en el dominio de las libertades personales y la tecnología científica, lo imposible es cada vez más posible (o eso nos dicen): “nada es imposible”, podemos disfrutar del sexo en todas sus variantes perversas, archivos completos de música, películas y series de televisión están disponibles en la red, ir al espacio exterior es posible para cualquier (que tenga el dinero), existe el prospecto de mejorar nuestras habilidades físicas y psíquicas, de manipular nuestras propiedades físicas básicas a través de intervenciones en el genoma, y hasta podemos entretenernos con el sueño tec-gnóstico de alcanzar la inmortalidad mediante la total transformación de nuestra identidad en un programa informático que pueda ser bajado de una computadora a otra… Por otro lado, especialmente en el dominio de las relaciones socio-económicas, nuestra época se percibe a sí misma como una era de madurez en la que, con el colapso de los Estados comunistas, la humanidad ha abandonado los milenarios sueños utópicos y ha aceptado las restricciones de la realidad (léase: la realidad socio-económica capitalista) con todas sus imposibilidades: NO PUEDES… participar en actos colectivos masivos (que necesariamente acaban en el terror totalitario), aferrarte al viejo Estado de Bienestar (te hace no-competitivo y conduce a la crisis económica), aislarte del mercado global, etc., etc. Pero tal vez ha llegado el momento de transformar las coordenadas de lo que es posible y lo que es imposible, para aceptar sabiamente la imposibilidad de la inmortalidad omnipotente, para abrir el espacio a cambios radicales, evitando a toda costa cualquier tipo de fatalismo fundamentalista. Recordemos las escépticas palabras de Cristo contra los profetas de la perdición, en Marcos 13: Entonces si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo; o,
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mirad, allí está, no le creáis. Porque se levantarán falsos Cristos y falsos profetas, y harán señales y prodigios, para engañar, si fuese posible, aún a los escogidos. Mas vosotros mirad. El mensaje de estas líneas es: sí, claro, va a haber una catástrofe, pero miren pacientemente, no se distraigan en extrapolaciones precipitadas, no se dejen llevar por el placer precisamente perverso de: “¡Esto es! ¡El temido momento ha llegado!”. En la ecología, tal fascinación apocalíptica se presenta en muchas formas diversas: el calentamiento global nos ahogará en un par de décadas; la biogenética provocará el fin de la ética y la responsabilidad humanas; las abejas desaparecerán pronto y una inimaginable hambruna le seguirá… Tomen todas estas amenazas en serio, pero no sean seducidos por ellas ni disfruten demasiado de la falsa sensación de culpa y justicia (“¡Hemos ofendido a la Madre Tierra, por eso estamos recibiendo lo que nos merecemos!”). Más bien, mantengan la cabeza fría y “miren”.
CAPÍTULOIV
¿Una pasión por la NO-LIBERTAD?
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na de las supremas ironías de la historia del antisemitismo es que, en ella, los judíos pueden representar y encarnar los dos polos de una oposición: son estigmatizados como clase alta (comerciantes ricos) y clase baja (mugrienta), como muy intelectuales y muy terrenales (depredadores sexuales), como flojos y adictos al trabajo. A veces representan el terco apego a una forma de vida particular que les impide convertirse en ciudadanos totales del Estado en el que viven; a veces representan un cosmopolitismo universal “sin hogar” y sin raíces, indiferente a toda forma étnica particular. El énfasis cambia con las diferentes épocas históricas. En los tiempos de la Revolución Francesa, los judíos eran condenados por ser muy particularistas: seguían aferrados a su identidad y se rehusaban a convertirse en ciudadanos abstractos como todo el resto. Al final del siglo XIX, con el surgimiento del patriotismo imperialista, la acusación es invertida: los judíos son todos muy “cosmopolitas”, carecen de raíces. El cambio clave en la historia del antisemitismo de Occidente ocurrió con su emancipación política (la concesión de derechos civiles) luego de la Revolución Francesa. En la modernidad temprana, se los presionaba para que se convirtieran al cristianismo y el problema era simple: ¿se puede confiar en ellos?, ¿se han convertido realmente o siguen practicando sus rituales en secreto? Sin embargo, a fines del siglo XIX, se produce el cambio que conduciría al antisemitismo nazi: la conversión es ahora descartada, no tiene sentido. ¿Por qué? Para los
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nazis, la culpa judía deriva directamente de su constitución biológica: ya no se tiene que probar que son culpables, pues lo son por el simple hecho de ser judíos. ¿Por qué? La clave es proporcionada por el súbito ascenso, en el imaginario ideológico de Occidente, de la figura del “eterno judío errante” de la era del romanticismo, i.e., precisamente cuando, en la vida real, con la explosión del capitalismo, características atribuidas a los judíos se propagaron a toda la sociedad (el intercambio de mercancías se volvió hegemónico). Fue así, en el momento mismo en que los judíos eran despojados de esas propiedades específicas que los distinguían del resto de la población, y ya cuando la “cuestión judía” había sido “resuelta” a nivel político con su emancipación formal –i.e., al concedérseles los mismos derechos que a todos los ciudadanos cristianos “normales”–, que hizo su aparición una “maldición” inscrita en su ser mismo: ya no eran esos avaros ni usureros ridículos, sino los demoníacos héroes de una maldición eterna, consumidos por una culpa indeterminada e innombrable, condenados a vagar sin rumbo y consumidos por el deseo de encontrar la salvación en la muerte. Es precisamente cuando la figura específica del judío desaparece que la del judío ABSOLUTO emerge, y es esta transformación la que determina el desplazamiento del antisemitismo de la teología a la raza: condenados por su raza, no se los podía culpar por lo que hacían o habían hecho (explotar a los cristianos, asesinar a sus hijos, violar a sus mujeres, o, en última instancia, traicionar y asesinar a Cristo), sino por lo que ERAN: ¿es necesario añadir que este cambio sentó las bases para el Holocausto, para la aniquilación física de los judíos como la única solución final apropiada a su “problema”? En tanto fueran identificados como judíos por una serie de propiedades, la meta era convertirlos, volverlos cristianos; pero a partir del momento en que ese “ser judío” era algo intrínseco a su mismo ser, sólo la aniquilación podía resolver la “cuestión judía”. Pero el verdadero misterio del antisemitismo es el hecho de que sea una constante: ¿por qué persiste a través de una serie de mutaciones históricas? Las cosas son algo parecidas a lo que Marx dijo sobre la poesía de Homero: el verdadero misterio por explicar no es el origen, la forma original (cómo la poesía de Homero encuentra sus raíces en la sociedad griega temprana), sino por qué esa poesía continúa ejerciendo su supremo encanto artístico en el presente, mucho después de la desaparición de las condiciones sociales que la originaron. Es fácil datar el origen del antisemitismo europeo: todo comenzó no en la Roma antigua, sino en la Europa de los siglos XI y XII que despertaba de la inercia de la oscura
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Alta Edad Media y vivía un rápido crecimiento del intercambio mercantil y del uso del dinero. En ese momento preciso, “el judío” emergió como enemigo: el usurpador, el intruso y parásito que perturbaba el armonioso edificio social. Teológicamente, ese momento es también el de lo que Jacques le Goff ha llamado el “nacimiento del Purgatorio”: la idea de que no elegimos sólo entre el Cielo y el Infierno y de que tiene que haber un tercer espacio, mediador, donde uno pueda tranzar, pagar por sus pecados (si no son muy graves) con una determinada cantidad de arrepentimiento: ¡dinero una vez más! ¿Y en qué estamos hoy? Cuando le preguntaron en una entrevista sobre su antisemitismo, el cantante de rock croata y nacionalista Marko Perkovic Thompson dijo: “No tengo nada contra ellos y no les he hecho nada. Sé que Jesucristo no les hizo nada tampoco, pero aun así lo colgaron en la cruz”. Así funciona el antisemitismo hoy en día: no somos nosotros los que tenemos algo en contra de los judíos, de lo que se trata es de “cómo son ellos mismos”… Además, somos hoy testigos de una última variante del antisemitismo: aquel que llega al extremo de la autoreflexividad. El rol privilegiado de los judíos en el establecimiento de la esfera del “uso público de la razón” supone su substracción de todo poder estatal. Esta posición, la de “la parte-que-no-es-parte” de cada Estado-nación orgánico, y no la naturaleza abstracto-universal de su monoteísmo, es la que los hace la encarnación no mediada de la universalidad. No es de extrañarse entonces que, con el establecimiento del Estado-nación judío, emerja una nueva figura: el judío que resiste su identificación con el Estado de Israel, que rehúsa aceptarlo como su verdadero hogar, un judío que se “resta” a sí mismo de este Estado y que lo incluye entre los Estados respecto a los cuales él insiste en mantener una distancia, viviendo en sus intersticios. Es este raro y asombroso judío el objeto de lo que uno no puede sino llamar el “antisemitismo sionista”, aquel que lo identifica y condena en tanto extraño exceso que perturba la comunidad del EstadoNación. Estos judíos, los “judíos de los judíos mismos”, dignos sucesores de Spinoza, son hoy los únicos judíos que continúan insistiendo en el “uso público de la razón” y que rehúsan someter su razonamiento al dominio “privado” del Estado-Nación. Si uno quiere convencerse de que la expresión “antisemitismo sionista” se justifica plenamente, basta visitar uno de los sitios web más deprimentes que conozco, www.masada2000.org/list-A.html , una autoproclamada “lista sucia” de más de 7000 judíos de MIERDA [SHIT] o
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Judíos Que Se Odian A Sí Mismos Y Amenazan Israel [Self-Hating IsraelThreatening]. Muchos de los nombres de la lista están acompañados de descripciones detalladas y agresivas, inclusive de una foto que muestra a la persona en su peor ángulo, como también de una dirección electrónica (obviamente para generar correspondencia agresiva). Si alguna vez hubo un antisemitismo invertido, es este: la página parece una lista nazi de “bichos” judíos corruptos. Si uno quiere encontrar un antisemitismo brutal, no hay necesidad de buscar la propaganda árabe: los sionistas mismos hacen el trabajo. Ellos son los verdaderos odiadores de judíos: de lo que se burlan en sus ataques a judíos que insisten en el “uso público de la razón” es de la dimensión más valiosa de ser judío. Pero ¿qué sucede con el obvio contra-argumento de que la gente de masada200.org pertenece al típico grupo de extremistas solitarios que hay en cada país, un grupo que no tiene ninguna conexión con las tendencias políticas importantes, algo así como el equivalente israelí de los survivalists estadounidenses (obsesionados con la sobrevivencia después de una catástrofe) que creen que Eva tuvo relaciones sexuales con el Demonio y que la cría es el origen de los judíos y los negros? Desafortunadamente, esta salida fácil no funciona: masada200.org sólo expone en su forma extrema la desconfianza respecto a los judíos críticos –de las políticas israelíes– presente en la prensa estadounidense, más incluso que en la misma israelí. Este hecho nos permite también resolver otro enigma: ¿cómo pueden los cristianos fundamentalistas estadounidenses –que son, por así decirlo, antisemitas por naturaleza– apoyar apasionadamente las políticas sionistas del Estado de Israel? Sólo hay una solución a este enigma: el antisemitismo sionista. Es decir, no es que los fundamentalistas de EEUU hayan cambiado, sino que el sionismo, en su odio a los judíos que no se identifican totalmente con la política del Estado de Israel, es el que paradójicamente se torna antisemita, i.e., construye de acuerdo a lineamientos antisemitas la figura del judío que duda del proyecto sionista. El argumento sionista estándar contra la crítica a las políticas de Estado de Israel es que, claro, como todos los Estados, el Estado de Israel puede y debería ser juzgado y eventualmente criticado, pero que los críticos de Israel manipulan, con propósitos antisemíticos, esa crítica justificada de las políticas israelíes. Cuando los cristianos fundamentalistas que apoyan incondicionalmente la política israelí rechazan la crítica de
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izquierda de las políticas israelíes, su línea de argumentación implícita encuentra su mejor representación en una maravillosa caricatura publicada en julio de 2008 por el diario vienés Die Presse, que muestra a dos fornidos austriacos con pinta de nazis: uno de ellos sostiene en la mano un periódico mientras comenta a su amigo: “Aquí puedes ver cómo un antisemitismo totalmente justificado es malgastado en una crítica barata de Israel!” Lo que subyace a estos extraños giros e inversiones es el populismo, que en última instancia es siempre sostenido por la frustrada exasperación de la gente común, por el grito “¡No sé qué está pasando, ya estoy harto! ¡Esto no puede seguir así!” ¡Debe parar!”: un ataque de impaciencia, un rehusarse a comprender pacientemente, una exasperación frente a la complejidad, y la consiguiente convicción de que debe haber alguien responsable de todo este desastre, lo que hace necesario un agente que esté detrás y lo explique todo. Ahí, en este rehusarse-a-saber, reside la dimensión propiamente fetichista del populismo. Eso quiere decir que, aunque a un nivel puramente formal el fetiche suponga un gesto de transferencia (al objeto fetiche), aquí este fetichismo funciona como una exacta inversión de la fórmula estándar de la transferencia (al sujetoque-se-supone-que sabe): lo que el fetiche encarna es precisamente mi denegación [ing. disavowal / fr. déni / al. Verleugnung] del conocimiento, mi rechazo a asumir subjetivamente lo que sé. Por esto, para ponerlo en términos nietzscheanos aquí totalmente apropiados, la diferencia definitiva entre la política emancipatoria verdaderamente radical y la política populista es que la política verdaderamente radical es activa –impone, ejecuta su visión–, mientras que el populismo es fundamentalmente reactivo, una reacción a un intruso perturbador. En otras palabras, el populismo sigue siendo una versión de la política del miedo: moviliza las masas invocando el miedo al intruso corrupto. A mediados de abril del 2009, estaba sentado en la habitación de un hotel en Syrcuse, entretenido entre dos canales de televisión: un documental sobre Pete Seeger, el gran cantante country norteamericano de izquierda, y un reportaje de la cadena de derecha Fox-News sobre el “Tea Party” anti-impuestos en Austin, Texas, que mostraba a un cantante country interpretando una canción populista anti-Obama llena de quejas sobre cómo “Washington está castigando con impuestos a la gente común trabajadora para financiar a los ricos de Wall Street”. Este corto-circuito entre los dos programas tuvo en mí un efecto electrizante, quizá por dos
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detalles especialmente notables. Primero, el extraño parecido entre los dos cantantes, ambos formulando quejas populistas anti-establishment contra los ricos explotadores y su Estado, llamando a tomar medidas radicales, incluso la desobediencia civil: otro doloroso recordatorio de que, en cuanto a formas de organización, la derecha radical-populista de hoy extrañamente nos recuerda a la vieja izquierda radical-populista (¿no se organizan los grupos cristianos fundamentalistas apocalípticos –esos grupos semi ilegales que ven en el aparato represivo del Estado la mayor amenaza a su libertad– como las Panteras Negras en los sesenta?). Segundo, uno no puede sino notar la irracionalidad fundamental de las protestas de estos “Tea Parties”: Obama de hecho tiene el plan de bajar los impuestos a más del 95% de la gente común trabajadora y sólo propone impuestos mayores para el pequeño 2% de arriba –exactamente los “ricos explotadores”–; entonces ¿cómo se explica que la gente esté literalmente en contra de sus propios intereses? Thomas Frank describe con destreza esta paradoja del conservadurismo populista de los EEUU: la oposición económica de clase (campesinos pobres y empleados de servicios versus abogados, banqueros y grandes compañías) es transpuesta/codificada en la oposición de honestos cristianos trabajadores verdaderamente estadounidenses versus liberales decadentes que toman café latte y compran autos importados, defienden el aborto y la homosexualidad, se burlan del sacrificio patriótico 14 y la vida “provincial” sencilla, etc . El enemigo es así percibido como el “liberal” que, a través de intervenciones del Estado Federal (desde su administración del transporte escolar hasta su imposición de la enseñanza de la teoría de la evolución darwiniana y de prácticas sexuales perversas), quiere socavar la forma de vida auténticamente norteamericana. La principal prioridad económica es por eso deshacerse de ese Estado fuerte que cobra impuestos a la población trabajadora para financiar sus intervenciones regulatorias. El programa económico mínimo es: “menos impuestos, menos regulaciones”. Desde la perspectiva estándar de la búsqueda racional ilustrada del propio interés, la inconsistencia de esta posición ideológica es obvia: los conservadores populistas están literalmente votando por su ruina económica. Menos impuestos y menos regulación significan mayor libertad para las grandes compañías que están llevando a los campesinos empobrecidos a la quiebra; menor intervención estatal significa menor ayuda federal para los pequeños agricultores; etc.
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Ver Thomas Frank, What’s the Matter with Kansas? How Conservatives Won the Heart of America, Nueva York: Metropolitan Books, 2004.
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Aunque la “clase dirigente” no esté de acuerdo con la agenda moral del populismo, tolera su “guerra moral” en tanto instrumento de control de las clases bajas, i.e., permite que esas clases articulen su furia sin que ello perturbe los intereses económicos dominantes. Lo que esto significa es que la guerra cultural es una guerra de clases desplazada: es pues una tontería aquello de que “vivimos en una sociedad post-clasista”… Esto, sin embargo, hace aún más impenetrable el enigma: ¿cómo es posible tal desplazamiento? “La estupidez” y “la manipulación ideológica” no son una respuesta; es decir, claramente no es suficiente sugerir que los aparatos ideológicos someten a esas primitivas clases bajas a un sistemático lavado de cerebro, al punto de que son clases que no pueden identificar sus verdaderos intereses. Aunque sólo fuera eso, uno debería recordar cómo, hace décadas, la misma Kansas fue el caldo de cultivo del populismo progresivo de los EEUU; y con toda seguridad la gente no se ha vuelto más tonta en las últimas décadas. Se trata más bien de una prueba contundente de la fuerza material de la ideología hoy en día. Pruebas de esta fuerza material abundan: en las elecciones europeas de junio del 2009, los votantes apoyaron masivamente las políticas neoconservadoras-liberales, i.e., las mismas políticas que produjeron la crisis actual. Efectivamente, quién necesita de la represión directa si se puede convencer a los pollos de que caminen libremente al matadero… Esta situación nos enfrenta al callejón sin salida de esta “sociedad de opciones” [society of choice] en su versión más radical. Hay, en funcionamiento, múltiples apuestas ideológicas sobre el tema de las opciones. Los científicos señalan que la libertad de elección es ilusoria: nos sentimos “libres” simplemente cuando podemos actuar en la forma determinada por nuestro organismo, sin ningún obstáculo externo que frustre nuestras inclinaciones naturales. Los economistas liberales insisten en la libertad de elección como el ingrediente clave de la economía de mercado: al comprar cosas, de alguna manera estamos votando continuamente con nuestro dinero. A pensadores existenciales “más profundos” les gusta elaborar variaciones del tema de la opción existencial “auténtica” en la que el centro mismo de nuestro ser está en juego, elección que involucra un compromiso existencial total, en contraposición a la elección superficial de tal o cual mercancía. En la versión “marxista” de este tema, la multiplicidad de opciones con las que el mercado nos bombardea disfraza la ausencia de opciones
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radicales en relación a la estructura fundamental de nuestra sociedad. Hay, sin embargo, una dimensión cuya ausencia es conspicua en esta serie de aproximaciones al tema: el mandato u orden de escoger cuando carecemos de las coordenadas cognitivas básicas para hacer una elección racional. En palabras de Leonardo Padura: “Es horroroso no conocer el pasado y sin embargo ser capaces de moldear el futuro”15. Ser forzados a tomar decisiones, en una situación que permanece opaca, es nuestra condición básica. Es la situación estándar de la elección forzada (una situación en la que soy libre de escoger con la condición de que tome la decisión correcta, de manera que lo único que me queda es el gesto vacío de pretender que llego libremente a lo que me impone el conocimiento experto). ¿Qué pasa entonces si, al contrario, la elección es realmente libre y es, por esta razón, vivida como aún más frustrante? Nos encontramos así constantemente en la disyuntiva de tener que decidir, sin una base apropiada en el conocimiento, sobre asuntos que afectarán nuestras vidas de manera fundamental. Para citar otra vez a John Gray: hemos sido arrojados a un tiempo en el que todo es provisional. Las nuevas tecnologías alteran cada día nuestras vidas. Las tradiciones del pasado no pueden ser recuperadas. Al mismo tiempo, casi no tenemos idea de lo que traerá el futuro. Estamos forzados a vivir como si fuéramos libres.16 Esta incesante presión que nos exige elegir implica no sólo la ignorancia sobre el objeto a ser elegido (somos bombardeados por llamadas que nos piden elegir aunque no estemos calificados para hacer la elección apropiada), sino que, más radicalmente, la imposibilidad subjetiva de responder la cuestión del deseo. Cuando Lacan define el objeto de deseo como originalmente perdido, lo que propone no es simplemente que no sabemos nunca qué deseamos y que estamos condenados a la búsqueda eterna del “verdadero” objeto, aquel que es el vacío de deseo en tanto tal, mientras que todos los objetos positivos son meramente sus sustitutos metonímicos. Su idea es mucho más radical: el objeto perdido es, en última instancia, el sujeto mismo, el sujeto como un objeto: lo que esto significa es que la cuestión del deseo, su enigma original, no es en principio “¿qué quiero?”, sino “¿qué quieren los otros de mí?, ¿qué objeto ven en mí?”. Es por eso que, a propósito de la pregunta histérica “¿por qué soy ese nombre?” (i.e., ¿dónde se origina mi
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Leonardo Padura, Havana Gold, Londres: Bitter Lemon Press, 2008, p. 233-4. John Gray, Straw Dogs, Nueva York: Farrar, Strauss and Giroux, 2007, p. 110.
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identidad simbólica, qué la justifica?), Lacan señala que el sujeto como tal es histérico: tautológicamente define el sujeto como “aquello que no es un objeto”, es decir, que la imposibilidad de identificarse a sí mismo como objeto (i.e., saber lo que soy libidinalmente para los otros) es constitutiva del sujeto. (Lacan genera así la entera diversidad de posiciones subjetivas “patológicas”, leyéndolas como la diversidad de respuestas a la pregunta histérica: lo histérico y lo obsesivo encarnan dos modalidades de la pregunta; el psicótico se sabe el objeto de la jouissance del Otro, mientras que el pervertido se postula como el instrumento de la jouissance del Otro). Es ahí donde reside la dimensión aterrorizadora de la presión que nos exige elegir. Lo que se puede escuchar aún en la más inocente pregunta cuando uno reserva la habitación de un hotel (“¿almohadas suaves o duras? ¿cama doble o simple?”) es una más radical averiguación: “Dime quién eres. ¿Qué tipo de objeto quieres ser? ¿Qué es lo que llenaría el vacío o fisura de tu deseo?”. Por eso los reparos “anti-esencialistas” de Foucault sobre las “identidades fijas”, la incesante pulsión de practicar el “cuidado de uno mismo”, de reinventarse y recrearse continuamente, encuentran un extraño eco en la dinámica del capitalismo posmoderno. Por supuesto, ya el viejo y buen existencialismo afirmaba que un hombre es lo que hace de sí mismo, y conectaba esa libertad radical a la ansiedad existencial. Pero para el existencialismo, la ansiedad de vivir la propia libertad, la carencia de una determinación substancial propia, era ese momento de autenticidad en el que el sujeto veía hecha añicos su integración a la fijeza del universo ideológico. Lo que el existencialismo no fue capaz de prever es lo que Adorno intentó encapsular en el título de su libro sobre Heidegger, Jargon of Authenticity [La jerga de la autenticidad]: cómo, ya sin reprimirla, la ideología hegemónica directamente aprovecha la falta de identidad fija para alimentar el proceso sinfín de la “auto-recreación” consumista. Algunos de nosotros recuerdamos las viejas e infames diatribas comunistas contra la libertad “formal” burguesa. Ridículas como son, hay un momento de verdad en su distinción entre la libertad “formal” y la “real”: la libertad “formal” es la libertad de elegir dentro de las coordenadas de las relaciones de poder existentes, mientras que la libertad “real” crece cuando podemos cambiar las coordenadas que organizan nuestras elecciones. Un gerente en una compañía en crisis tiene la “libertad” de despedir a los trabajadores A o B, etc., pero no la libertad de
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cambiar la situación que le impone esa decisión. En el preciso momento en que abordamos, de esta forma, el debate en torno a los seguros médicos, la “libertad de elección” parece otra cosa. Es cierto: una gran parte de la población sería efectivamente liberada de la dudosa “libertad” de preocuparse sobre quién pagará el tratamiento de sus enfermedades, de encontrar un camino en la intrincada red de decisiones financieras y de otro tipo. Al ser capaces de dar por sentado el seguro médico básico, de contar con él como uno cuenta con el suministro de agua o de electricidad sin preocuparse de escoger la compañía de agua o electricidad, tendrían más tiempo y energía para dedicar sus vidas a otras cosas. La lección que hay que derivar de todo esto es entonces que la libertad de elección es algo que funciona sólo si una compleja red de condiciones legales, educacionales, éticas, económicas y otras está presente como el invisible y denso trasfondo del ejercicio de nuestra libertad. Es por eso que, como un antídoto a la “ideología de la elección”, países como Noruega deberían ser considerados un modelo: aunque todos los agentes sociales principales respetan un acuerdo social básico y los grandes proyectos sociales son aprobados solidariamente, la productividad y dinámica sociales alcanzan un nivel extraordinario, desmintiendo rotundamente la aserción de sentido común de que una sociedad así está destinada al estancamiento. El caso extremo de manipulación ideológica de la “libertad de elección” lo podemos encontrar en la manera que la ideología popular anti-consumista maneja hoy el tema de la pobreza, presentándola como un asunto de elecciones personales. Abundan los libros o los artículos en populares revistas dedicadas a los “estilos de vida” que nos aconsejan cómo “salir del consumismo” y adoptar una vida libre de la compulsión de adquirir los últimos productos. La parcialidad ideológica de esta solución es obvia: al presentar la pobreza como una (libre) opción, psicologiza una difícil situación social objetiva. Janez Drnovsek, el presidente esloveno en los primeros años de la década del 2000, un frío tecnócrata convertido ¬en un ridículo “New Ager” autodidacta, solía contestar las cartas de gente común en un semanario popular. En una de las cartas, una señora de edad se quejó de que, por las limitaciones de su pensión, no podía comer carne ni viajar; el Presidente le respondió que debía estar contenta con su problema: la comida sin carne es más saludable, y, en lugar de las distracciones de un viaje turístico, podía embarcarse en un viaje espiritual mucho más satisfactorio, un viaje al interior de sí misma que le permitiría explorar su verdadero ser…
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Por eso no es suficiente variar el lema estándar de la crítica marxista: “aunque vivimos en una sociedad supuestamente de opciones, las decisiones que se nos deja tomar son triviales, y su proliferación enmascara la ausencia de opciones reales, opciones que afectarían las características básicas de nuestras vidas…”. Aunque esto es cierto, el problema es más bien que estamos forzados a elegir sin tener a nuestra disposición el conocimiento que haría posible una elección cualificada. La posibilidad de evitar una crisis ecológica es aquí paradigmática: lo que nos impide actuar no es el hecho de que “no sabemos todavía lo suficiente” (¿es la industria humana realmente responsable del calentamiento global?, etc.), sino, al contrario, el hecho de que sabemos demasiado y no sabemos qué hacer con esa masa de conocimiento inconsistente, no sabemos cómo subordinarlo a un Significante Maestro. Esto nos conduce a la tensión entre S1 y S2 : la cadena del conocimiento ya no está totalizada/suturada por Significantes Maestros. El exponencial y descontrolado crecimiento del conocimiento científico tiene que ver con la pulsión en tanto acéfala, y esta pulsión-por-el-conocimiento desencadena un poder que no es aquel del dominio, es decir, que no es un poder adecuado al ejercicio del conocimiento en tanto tal. La Iglesia percibe esta falta y se ofrece rápidamente como el Amo que garantizará que la explosión de conocimiento científico permanezca dentro de los “límites humanos” y no nos abrume. Una esperanza vana, claro. Alain Badiou propuso una distinción entre dos tipos (o más bien niveles) de corrupción en la democracia: la corrupción empírica de facto y la corrupción que es parte de la forma misma de la democracia, con su reducción de la política a la negociación de intereses privados. Esta brecha se hace visible en los casos (raros, reales) de políticos “democráticos” honestos que, mientras luchan contra la corrupción empírica, no dejan de preservar el espacio formal de la corrupción. (Hay también, claro, el caso contrario: el político empíricamente corrupto que actúa en nombre de la dictadura de la Virtud). En los términos benjaminianos de la distinción entre violencia constituida y violencia constituyente, se podría decir que estamos hablando de la distinción entre la corrupción “constituida” (casos empíricos de violación de las leyes) y la corrupción “constituyente” de la forma democrática de gobierno: Si la democracia es una representación, en principio representa al sistema general que sostiene y preserva sus formas. En otras palabras, la democracia electoral es sólo representativa en tanto
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Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, París: Editions Lignes 2007, p. 42.
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es primero la representación consensual del capitalismo, al que hoy se ha rebautizado como ‘economía de mercado’. Tal es su 17 corrupción de principio. Uno debería tomar estas líneas en su sentido trascendental más estricto: a nivel empírico, claro, la democracia liberal multipartidaria “representa” –refleja, registra, mide– la dispersión cuantitativa de las diferentes opiniones de la gente, sobre lo que ésta piensa sobre los programas propuestos por los partidos y sobre sus candidatos, etc.; sin embargo, antes de este nivel empírico y en un sentido “trascendental” mucho más radical, la democracia liberal multipartidaria “representa” – ejemplifica– una cierta visión de la sociedad, de la política y del rol de los individuos en ella. La democracia liberal multipartidaria “representa” una visión específica de la vida social, visión que supone que la política sea organizada en partidos que compiten en elecciones para ejercer control sobre los aparatos legislativo y ejecutivo del Estado, etc., etc. Se debería estar siempre consciente de que este “marco trascendental” no es nunca neutral: privilegia ciertos valores y prácticas. Esta no-neutralidad se vuelve palpable en los momentos de crisis o indiferencia, cuando experimentamos la inhabilidad del sistema democrático para registrar lo que la gente efectivamente quiere o piensa. Esta inhabilidad es señalada por fenómenos anómalos como las elecciones del Reino Unido el 2005: a pesar de la creciente impopularidad de Tony Blair (que era regularmente votado la persona más impopular en el Reino Unido), nunca hubo manera de que esa insatisfacción encontrara una expresión políticamente efectiva. Algo obviamente estaba muy mal: no era que “la gente no supiera lo que quería”, sino, más bien, que una cínica resignación les impedía actuar de acuerdo a lo que querían y pensaban, de tal manera que el resultado era la extraña brecha entre lo que la gente pensaba y cómo actuaba (votaba). Ya fue Platón quien, en su crítica de la democracia, estaba totalmente consciente de esta segunda corrupción; y esta crítica es claramente discernible en el privilegio que los jacobinos concedían a la Virtud: en la democracia en el sentido de representación de y negociación entre la pluralidad de los intereses privados, no hay lugar para la Virtud. No hay razones para despreciar las elecciones democráticas; de lo que se trata es de insistir en que no hay en ellas indicaciones de la Verdad per se: por regla, las elecciones tienden a reflejar la doxa predominante, aquella determinada por la ideología hegemónica. Pensemos en un ejemplo que con seguridad no es problemático: Francia en 1940. Inclusive
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Jacques Duclos, el segundo hombre del Partido Comunista Francés, admitió en una conversación privada que si, en ese momento, se hubiesen realizado elecciones en Francia, Marshal Pétain habría ganado con un 90% de los votos. Cuando de Gaulle, en un histórico acto, rehusó reconocer la rendición a los alemanes y siguió resistiendo, cuando afirmó que era sólo él, no el régimen de Vichy, quien hablaba en nombre de la verdadera Francia (en representación de la verdadera Francia en tanto tal, no sólo en nombre de la “mayoría de los franceses”!), lo que estaba diciendo era profundamente cierto aunque fuera, “democráticamente” hablando, no sólo ilegítimo, sino también claramente opuesto a la opinión de la mayoría del pueblo francés… Puede haber elecciones democráticas que encarnen y representen un evento de la Verdad: la elección en la que, contra la inercia escéptico-cínica, la mayoría “despierta” momentáneamente y vota contra la opinión ideológica hegemónica; sin embargo, el mismo estatus excepcional de tan sorprendente resultado electoral prueba que las elecciones en tanto tales no son un instrumento de la Verdad.
CAPÍTULO V
Hollywood hoy: reporte desde el frente de batalla ideológico
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as novelas policiales de Leonardo Padura –que se desarrollan en La Habana y tienen al detective Mario Conde como protagonista– son casos ejemplares de cómo funciona hoy la legitimación ideológica. A primera vista, ofrecen una imagen tan crítica de la situación (pobreza, corrupción, descreimiento cínico…) que uno no puede sino sorprenderse al descubrir que Padura no sólo vive en La Habana sino que es allí una figura intelectual totalmente aceptada que recibe grandes premios del Estado. Sus héroes, aunque decepcionados, deprimidos, refugiados en el alcohol y en el sueño de realidades históricas alternativas, permanentemente quejándose por las oportunidades que han perdido y, claro, despolitizados e ignorantes de la ideología oficial socialista, son, sin embargo y pese a todo, personajes que aceptan, en lo fundamental, su situación: el mensaje subyacente de las novelas es que uno debería aceptar heroicamente su situación tal como es, no escapar al falso paraíso de Miami. Esta aceptación es el trasfondo de todo apunte crítico y toda deprimente descripción: aunque completamente desilusionados, son de ahí y ahí se van a quedar, esa miseria y sufrimiento son su mundo y de lo que se trata es de encontrar sentido a la vida en esas coordenadas, y no de luchar contra ellas de manera radical alguna. En la era de la Guerra Fría, los críticos de izquierda señalaban con frecuencia la ambigüedad de John le Carre respecto a su propia sociedad: en sus novelas, el retrato crítico del oportunismo cínico, de las maniobras despiadadas, de las traiciones morales, suponía, pese a todo, una actitud positiva respecto a su sociedad: la misma complejidad moral de la vida
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en el servicio secreto probaba que uno vivía en una sociedad “abierta” que admitía tales complejidades. ¿No se puede decir lo mismo, mutatis mutandis, de Padura? El mismo hecho de que pueda escribir como lo hace en y desde la sociedad cubana legitima esa sociedad. La misma estrategia de “humanización” es fácilmente discernible en las novelas de espionaje con pretensiones artísticas: les encanta demorarse en la “complejidad psicológica realista” de los personajes de “nuestro lado”. Sin embargo, lejos de anunciar una visión equilibrada de las cosas, ese “honesto” reconocimiento de “nuestro lado oscuro” representa su exacto opuesto: nosotros somos “psicológicamente complejos”, seres mordidos por la duda, mientras que los enemigos son máquinas de matar, fanáticas y unidimensionales. Ahí reside la falsedad de Munich de Spielberg: pretende ser “objetiva” al retratar la naturaleza problemática de la venganza, la complejidad y ambigüedad moral, las dudas psicológicas del bando israelí; pero este acercamiento “realista” redime aún más a los agentes de la Mossad: “fíjense, esos agentes no sólo son asesinos, sino seres humanos que dudan; ellos son los que dudan, no los terroristas palestinos…”. No se puede sino simpatizar con la animosidad con la que los agentes de Mossad sobrevivientes –aquellos que realmente ejecutaron esos asesinatos en venganza– reaccionaron a la película (“no hubo dudas psicológicas, simplemente hicimos lo que teníamos que hacer”): hay mucho mayor honestidad en su respuesta. ¿Por qué la posición “humanista” es ideológica? Porque su “humanización” sirve para ofuscar la cuestión central: la necesidad de un despiadado análisis político de nuestra praxis político-militar. Nuestras luchas político-militares no son una opaca Historia que brutalmente interrumpe nuestras vidas íntimas: son algo en lo que participamos plenamente. En general, esta humanización del soldado (en el sentido de la perla de sabiduría “es también humano errar”) es un elemento constitutivo y esencial de la (auto)presentación ideológica de las Fuerzas Defensivas Israelíes: a los medios de comunicación israelíes les encanta insistir en las imperfecciones y traumas psicológicos de los soldados israelíes. No los presentan ni como máquinas de guerra perfectas ni como héroes sobrehumanos, sino como personas comunes y corrientes que, atrapadas por la Historia y la guerra, cometen errores y pueden perderse como toda persona normal. Por ejemplo: cuando en enero de 2003, las Fuerzas Defensivas Israelíes demolieron la casa de la familia de un presunto “terrorista”, lo hicieron con extrema delicadeza, al punto de
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ayudar a la familia a sacar sus muebles antes de destruir la casa con una topadora. Un caso similar fue reportado, poco antes, por la prensa israelí: cuando un soldado israelí registraba una casa en busca de sospechosos, la madre de esta familia palestina llamó a la hija para tranquilizarla; el soldado, sorprendido, descubrió que el nombre de la niña aterrorizada era el mismo que el de su propia hija; en un ataque sentimental, sacó la billetera y le mostró la foto de su hija a la madre palestina. Es fácil identificar la falsedad de tal gesto de empatía: la idea de que, a pesar de las diferencias políticas, todos somos seres humanos con las mismas querencias y preocupaciones neutraliza el impacto de lo que el soldado está, efectivamente, haciendo en ese momento. Es por eso que la única respuesta apropiada de la madre debería ser: “Si realmente eres humano como yo, ¿por qué estás haciendo lo que estás haciendo ahora? El soldado sólo podría entonces refugiarse en un reificado sentido del deber: “No me gusta hacerlo, pero es mi deber”, evitando así reconocer la aceptación y adopción subjetiva de su deber. Tales “humanizaciones” buscan enfatizar la brecha entre la compleja realidad de la persona y el rol que tiene que desempeñar en contra de su verdadera naturaleza: “En mi familia, no llevamos el ejército en los genes”, dice, sorprendido de descubrirse un oficial de carrera, un soldado en el documental Tsahal de Claude Lanzmann (1994; Tsahal, que se pronuncia “Tsal”, es el acrónimo en hebreo para las Fuerzas Defensivas Israelíes). Irónicamente, Lanzmann reproduce el mismo tipo de “humanización” propuesto por Spielberg, al que desprecia profundamente. Como en su documental Shoa, Lanzmann trabaja en Tsahal exclusivamente en el presente: rechaza el uso contextual de una narración explicativa o imágenes de archivo (escenas de batallas). La película empieza ya in media res: oficiales israelíes recuerdan los horrores de la guerra de 1973 mientras, detrás de ellos, varios aparatos de sonido reproducen grabaciones auténticas de lo que sucedía en el momento de mayor pánico, cuando unidades militares israelíes en el lado este del Canal de Suez fueron superadas y desplazadas por el ejército egipcio. Este “trasfondo sonoro” ayuda a desencadenar el “regreso” de los (ex) soldados entrevistados al momento de la experiencia traumática: sudorosos, reviven una experiencia en la que muchos de sus camaradas murieron, y a la que reaccionan aceptando plenamente su fragilidad, su pánico y miedo. Muchos admiten plenamente que no sólo temían por sus vidas sino por la existencia misma de Israel. Otro aspecto de esta “humanización” es la íntima relación “animista” con las armas,
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especialmente los tanques. Uno de los soldados entrevistados dice de ellos: “Tienen alma. Si le das a un tanque tu amor, tu cuidado, te devolverá todo a cambio”. La insistencia de Lanzmann en reconstruir la experiencia de los soldados –que viven en un estado de emergencia permanente, de peligro o amenaza de aniquilación– se cita con frecuencia para justificar la exclusión del film de la perspectiva palestina: los palestinos aparecen tarde en la película, reducidos a hacer las veces de trasfondo no subjetivizado. El filme muestra cómo son de hecho tratados en tanto clase marginada, sometidos a un control militar y policial, frecuentemente atrapados en procedimientos burocráticos. Sin embargo, la única crítica explícita de las políticas israelíes en la película son las formuladas por los escritores y abogados israelíes entrevistados (Avigdor Feldman, David Grossman, Amos Oz). En una lectura benevolente, se puede decir (como lo hizo Janet Maslin en su reseña de Tsahal para el New York Times) que “Lanzmann deja que esos rostros hablen por sí mismos”: la opresión de los palestinos se revela una presencia de trasfondo, aún más abrumadora por su silencio. Pero ¿es ese el caso? He aquí la descripción de Maslin de una escena clave hacia el final de la película, cuando Lanzmann entabla una discusión con un empresario israelí de la construcción: “Cuando los árabes sepan finalmente que aquí habrá judíos por toda la eternidad, aprenderán a aceptar el hecho”, insiste este hombre que construye nuevas casas para israelíes en territorio palestino ocupado. Mientras habla, albañiles árabes trabajan en el fondo. Cuando se lo confronta con las espinosas cuestiones generadas por la construcción de asentamientos de colonos [en tierra palestina], el hombre se contradice libremente. No da brazo a torcer e insiste: “Esta es la tierra de Israel”, responde indirectamente cada vez que el Sr. Lanzmann, obstinado en explorar la relación de los israelíes con esta tierra, articula alguna de esas muchas preguntas que no tienen respuesta. En algún momento, el director se rinde y deja de discutir, sonríe filosóficamente y abraza al empresario constructor: expresa así toda la congoja y frustración que vemos en Tsahal y lo hace en un solo gesto.18
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¿Lanzmann también “sonreiría filosóficamente y abrazaría” al
Janet Maslin, “Tsahal: Lanzmannn’s Meditation On Israel’s Defense”, New York Times, 27 de enero de 1995.
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albañil palestino del fondo si lo entrevistara y éste explotara en una iracunda diatriba en contra de los israelíes que lo han reducido a un instrumento pagado del despojo de su propia tierra? Es aquí donde reside la ambigüedad ideológica de Tsahal: los soldados entrevistados interpretan el rol de su “subjetividad humana común y corriente”, ofrecen una máscara construida para humanizar sus actos. Esta mistificación ideológica (presentar una máscara ideológica como si se tratara de un “núcleo humano común y corriente”) alcanza su mayor momento irónico cuando Ariel Sharon aparece como si fuera un pacífico agricultor. No deja de ser interesante notar que una muy parecida “humanización” es cada vez más evidente en las megaproducciones sobre superhéroes (El Hombre Araña, Batman, Hancock): los críticos se entusiasman con el hecho de que estas películas vayan más allá de las planas caracterizaciones de la historieta y retraten, en detalle, las incertidumbres, debilidades, dudas y temores del héroe sobrenatural, sus batallas con demonios internos, la confrontación de su lado oscuro, etc., como si, de alguna manera, esto hiciera de las superproducciones comerciales algo más “artístico”. (La excepción en esta serie de películas es la notable Indestructible de Night M. Shyamalan). En la vida real, esta “humanización” alcanza sin duda su máxima expresión en un reciente comunicado oficial norcoreano que reportaba que, en la apertura del primer campo de golf de ese país, el amado presidente Kim Yong-Il había terminado un juego de 18 hoyos en 19 golpes. Podemos imaginar lo que pensó el burócrata que escribió el comunicado: “nadie creería que Kim, cada vez, puso la pelota en el hoyo con el primer golpe, así que para hacer la noticia más realista, digamos que, sólo una vez en 19 hoyos, necesitó de dos golpes”. Hay más, mucho más, en El caballero de la noche de Christopher Nolan. Hacia el final de la película, el nuevo Fiscal de Distrito Harvey Dent –un obsesivo “vigilante” que lucha contra el poder de la mafia, pero que se corrompe y termina cometiendo asesinatos– está muerto. Batman y su amigo policía, Gordon, se dan cuenta de que la moral de la ciudad sufriría un golpe si esos asesinatos de Dent fueran divulgados. Batman convence a Gordon de preservar la imagen de Dent haciendo a Batman el responsable de esos crímenes: Gordon destruye la Batiseñal
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Me apoyo aquí en el notable texto de Andrej Nikolaidis “Odresujoca laz”, Ljubljanski dnevnik, 28 de agosto, 2008 (en esloveno). Nikolaidis, un escritor montenegrino de la nueva generación, fue llevado a juicio por Emir Kusturica y escandalosamente condenado por escribir un texto en el que denunciaba la complicidad de Kusturica con el agresivo nacionalismo serbio.
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e inicia la cacería policial de su amigo. La necesidad de una mentira para mantener la moral pública es el mensaje final del filme: sólo una mentira puede redimirnos. No es casual que, paradójicamente, la única figuración de la verdad en la película sea el Guasón, su supremo villano20. El objetivo de sus ataques terroristas en Ciudad Gótica es claro: dice que se detendrá cuando Batman se saque la máscara y revele su verdadera identidad. Para evitarlo y proteger a Batman, Dent anuncia a la prensa que él es Batman: otra mentira. Y para atrapar al Guasón, Gordon finge y representa su muerte: una mentirá más. ¿Qué es, entonces, este Guasón obstinado en revelar la verdad detrás de la máscara, convencido de que esa revelación destruirá el orden social? No es un hombre sin máscara sino, por el contrario, un hombre plenamente identificado con su máscara, un hombre que ES su máscara: no hay nada, ningún “tipo común y corriente”, debajo de la máscara. (Recordemos una historia similar sobre Lacan: aquellos que llegaron a conocerlo personalmente, en privado, cuando Lacan no estaba representando su figura pública, se sorprendían al descubrir que, en privado, se comportaba exactamente igual que en público, con todos sus manierismos ridículos y afectados). Por eso el Guasón no tiene “historia” o “antecedentes personales” y carece de una motivación clara: sobre el origen de sus cicatrices cuenta diferentes historias a diferentes personas, burlándose así de la idea de que debería haber algún profundo trauma que lo impulse y motive20. ¿Cómo relacionar, entonces, a estos dos, Batman y el Guasón? ¿Es el Guasón la encarnación de la pulsión de muerte de Batman? ¿Es Batman la destructividad del Guasón puesta al servicio de la sociedad? Se debería trazar un paralelo adicional, esta vez entre El caballero de la noche y “La máscara de la Muerte Roja” de E. A. Poe. En el castillo aislado en el que los poderosos se refugian para sobrevivir la plaga (la “muerte roja”) que azota el país, el Príncipe Próspero organiza un lujoso baile de máscaras. A medianoche, Próspero nota la presencia de una figura envuelta en una oscura mortaja, manchada de sangre, figura que tiene puesta además una máscara de calavera que retrata a una víctima de la “muerte roja”. Insultado, Próspero demanda conocer la identidad del misterioso invitado: cuando la figura se da vuelta para encararlo, el Príncipe cae muerto con la primera mirada. Los testigos enfurecidos acorralan al extraño visitante y le sacan la máscara, pero descubren que el disfraz está vacío: la figura se revela una personificación de la Muerte Roja misma, que destruye a continuación toda
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Debo esta idea a Bernard Keenan.
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vida en el castillo. Como el Guasón y todos los revolucionarios, la Muerte Roja también quiere la caída de todas las máscaras y que la verdad sea revelada al público. También se puede decir que, en la Rusia de 1917, la Muerte Roja penetró en el Castillo de los Romanov y provocó su caída. De hecho, hay un temprano filme soviético (Un fantasma recorre Europa, 1922, de Vladimir Gardin) que directamente recrea la Revolución de Octubre en los términos del cuento de Poe. ¿No sugiere acaso, entonces, la gran popularidad de El caballero de la noche el hecho de que toca un punto sensible de nuestra constelación ideológico-política: la indeseabilidad de la verdad? En este sentido, la película es una nueva versión de dos westerns clásicos de John Ford (Fuerte Apache y El hombre que mató a Liberty Valance): ambos proponen que, para civilizar el Salvaje Oeste, la Mentira tiene que ser elevada al rango de la Verdad o, en breve, que nuestra civilización está fundada en una Mentira. La pregunta que deberíamos hacernos es esta: ¿por qué, en este preciso momento, existe tal renovada necesidad de una Mentira para preservar el sistema social? El caballero de la noche es simplemente la señal de una regresión ideológica global, a la que uno está tentado de nombrar con el título de la obra más estalinista de Georg Lukacs: la destrucción de la razón (emancipatoria). Esta regresión alcanzó una suerte de versión extrema en Soy leyenda, una reciente y taquillera superproducción con Will Smith como el último hombre vivo. El único interés del filme radica en su valor comparativo: una de las mejores maneras de detectar un desplazamiento en la constelación ideológica es comparar las sucesivas versiones de la misma historia. Hay tres (o más bien cuatro) de Soy leyenda: la novela de Richard Matheson de 1954; la primera versión cinematográfica, El último hombre de la Tierra (L’Ultimo uomo della Terra, 1964, de Ubaldo Ragona y Sidney Salkow), con Vincent Price; la segunda, La última esperanza (The Omega Man,1971, de Boris Sagal), con Charlton Heston; y la última, Soy leyenda (I Am Legend, 2007, de Francis Lawrence), con Will Smith. La primera versión cinematográfica, acaso la mejor, es básicamente fiel a la novela. La premisa básica es conocida y se la puede resumir con el eslogan publicitario de la versión de 2007: “El último hombre... no está solo”. La historia es otra fantasía más sobre la posibilidad de ser testigos de nuestra propia ausencia: Neville, el único sobreviviente de una catástrofe que mató a todos menos a él, deambula y vaga, solitario, por las desoladas calles de la ciudad. Pronto descubre que no está solo y que una especie
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de mutantes, de muertos vivientes (o, más bien, vampiros) lo siguen y lo persiguen. No hay paradoja en el eslogan: incluso el último hombre vivo no está solo, pues lo que permanece con él son los muertos vivientes. En términos lacanianos, esos muertos vivientes son la a que se suma o añade al 1 del último hombre. A medida que la historia avanza, descubrimos que algunas personas infectadas han descubierto la manera de mantener a raya la enfermedad; sin embargo, la gente “todavía viviente” no es, durante el día, muy diferente de los verdaderos vampiros y ambos (gente y vampiros) no pueden moverse de noche. Envían a una mujer llamada Ruth a espiar a Neville: buena parte de su interacción estará marcada por la lucha interna de Neville entre su esperanza y su profunda paranoia. Llegado el momento, Neville le hace a la chica una prueba de sangre, que revela su verdadera naturaleza poco antes de que lo noquee y se escape. Meses más tarde, la gente “todavía viviente” ataca a Neville, lo atrapa y mantiene vivo con la idea de ejecutarlo públicamente, en la nueva sociedad; poco antes de la ejecución, Ruth le entrega un sobre lleno de píldoras para que evite el dolor. Neville se da cuenta finalmente por qué la nueva sociedad de los vivos infectados lo considera un monstruo: así como los vampiros eran considerados monstruos legendarios que amenazaban a los vulnerables humanos, en sus camas, Neville se ha convertido en una figura mítica que, se dice, mata, mientras duermen, a vampiros y vivientes infectados. Es una leyenda como la fueron los vampiros… La principal diferencia respecto a esta novela en la primera versión cinematográfica es un desplazamiento al final: el héroe (llamado Morgan en la película) desarrolla en su laboratorio una cura para Ruth; pocas horas más tarde, al anochecer, la gente “todavía viviente” lo ataca, él escapa, pero finalmente es acribillado en la iglesia donde su esposa había sido enterrada. La segunda versión cinematográfica, La última esperanza [The Omega Man] se desarrolla en Los Ángeles. Allí, “La Familia”, un grupo de albinos resistentes a la enfermedad, ha sobrevivido la plaga, que los ha convertido en violentos mutantes sensibles a la luz y ha afectado sus mentes con delirios de grandeza sicóticos. Aunque resistentes, los miembros de este grupo están muriendo lentamente, uno a uno, al parecer porque la plaga está mutando. La Familia es liderada por Matthias, el que fuera, antes de la plaga, un presentador de televisión muy popular. Sus seguidores y él creen que la ciencia moderna, y no los defectos de la humanidad, son la causa de su desgracia. Han por eso regresado a un estilo de vida ludita: se apoyan en imágenes y tecnología medievales,
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incluyendo largas túnicas negras, antorchas, arcos y flechas. Como ven las cosas, Neville, último símbolo de la ciencia y un “usuario de la rueda”, tiene que morir. En la escena final, vemos a los últimos sobrevivientes humanos partiendo en un Land Rover, luego de que la muerte de Neville les proporcionara una pequeña botella de suero sanguíneo, capaz acaso de restablecer la humanidad. En la última versión, que se desarrolla en Manhattan, la mujer que toca la puerta de Neville (en este caso, llamada Anna, acompañada de un hijo, Ethan, y proveniente del Sur fundamentalista y religioso de Estados Unidos) declara que Dios la ha enviado para llevarlo a la colonia de sobrevivientes en Vermont. Neville se niega a creerle, pues –le contesta– no puede haber un Dios en un mundo en el que hay tanto sufrimiento y muerte. Cuando los Infectados atacan la casa por la noche y traspasan sus defensas, Neville, Anna y Ethan se refugian en el laboratorio del sótano, aislados junto a una mujer infectada y con la que Neville ha estado haciendo una serie de experimentos. Descubre entonces que su último tratamiento ha curado a esta mujer y se da cuenta de que tiene que encontrar una manera, antes de que los maten, de hacer llegar esa cura a los sobrevivientes. Extrae sangre de la paciente, la vierte en un frasco y se lo entrega a Anna; luego, la empuja por una vieja rampa de carbón y se sacrifica detonando una granada, que lo mata junto a los Infectados ya al acecho. Anna y Ethan escapan y llegan a la colonia de sobrevivientes, protegidos en un fuerte en Vermont. En la narración en off del final, ella nos cuenta que la cura descubierta por Neville permitió a la humanidad sobrevivir y renacer, lo que otorga al héroe muerto el estatus de leyenda, lo convierte en un pseudo-Cristo cuyo sacrificio ha redimido a la humanidad. La regresión ideológica gradual puede ser observada aquí en toda su pureza clínica. El principal desplazamiento (entre la primera y segunda versiones cinematográficas) se registra en el cambio radical en el sentido del título: la paradoja original (el héroe es ahora una leyenda para los vampiros, como los vampiros lo fueron para la humanidad) se pierde, de manera que, en la última versión, el héroe es simplemente la leyenda de los humanos sobrevivientes en Vermont. Lo que es eliminado en este cambio es la experiencia auténticamente “multicultural” a la que apunta el sentido del título original, la experiencia de darse cuenta de que la propia tradición no es mejor que las que aparecen como excéntricas tradiciones ajenas, esa experiencia
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formulada con elegancia por Descartes en su Discurso del método, donde escribió que durante sus viajes había visto que “no todos los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes, sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón”.21 La ironía es que sea esta la dimensión que desaparece, precisamente en una era en la que la tolerancia multicultural ha sido elevada al rango de ideología oficial. Reconstruyamos esta regresión ideológica paso a paso. La primera versión es malograda por su conclusión: en vez de morir quemado en la hoguera, como una leyenda, el héroe muere para reinscribir sus raíces en la comunidad perdida (la iglesia, la familia). La poderosa y perspicaz sospecha de la contingencia de nuestros fundamentos es por eso debilitada. El mensaje final ya no es el cambio de lugares o posiciones (somos ahora leyendas como los vampiros lo fueron para nosotros), cambio que torna palpable el abismo de nuestro desarraigo, sino nuestra irreductible adherencia a las raíces. La segunda versión complementa esta eliminación del tema de “la leyenda” al desplazar su interés hacia la sobrevivencia de la humanidad, hecha posible por la invención, a cargo del héroe, de una medicina contra la plaga. Este desplazamiento ubica la película en la tradición tópica de las “amenazas contra la humanidad y su superación en el último minuto”. Sin embargo, como bono positivo, por lo menos obtenemos una dosis de anti-fundamentalismo liberal y cientificismo ilustrado, es decir, se rechaza la hermenéutica oscurantista de buscar un “sentido profundo” a la catástrofe. La versión más reciente clava el último clavo en el cajón al invertir las cosas y optar por el fundamentalismo religioso. Son de entrada indicativas las coordenadas geopolíticas de la historia: la oposición entre la desolada Nueva York y el eco-paraíso de Vermont, una “comunidad cercada” protegida por un muro con guardias de seguridad y, por si fuera poco, una comunidad a la que se incorporan los recién llegados del Sur fundamentalista luego de su paso por la Nueva York devastada… Un desplazamiento exactamente homólogo se produce respecto a la religión: el primer clímax ideológico del filme es el momento en que Neville, cual Job, duda (no hay Dios si tal catástrofe es posible), en contraposición a la confianza fundamentalista de Anna, segura de ser un instrumento de Dios, que la ha enviado a Vermont en una misión cuyo sentido no es todavía claro para ella. En los últimos momentos de la película, Neville se pasa de bando, se une a ella en
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Nota de los trads. Usamos la traducción de Manuel García Morente.
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la misma perspectiva fundamentalista y asume una identificación cristológica: ella fue enviada para que él le entregue el suero que será transportado a Vermont. Sus pecaminosas dudas son así abolidas y alcanzamos el exacto opuesto de la premisa del libro original: Neville es una leyenda, pero una leyenda para esa nueva humanidad hecha posible por su invención y su sacrificio… Cuando incluso un producto del Hollywood supuestamente liberal exhibe la más abierta regresión ideológica, ¿son necesarias más pruebas de que la ideología está vivita y coleando en nuestro mundo post-ideológico? Por eso no debería sorprendernos encontrar ideología pura en lo que parece ser Hollywood en su mayor inocencia: las grandes producciones de dibujos animados. “La verdad tiene la estructura de la ficción”: ¿hay mejor prueba de esta tesis que esos dibujos animados en los que la verdad sobre el orden social existente es ofrecida de una manera directa, que nunca podría ser usada por el cine narrativo con actores “reales”? Recuérdese la imagen de la sociedad que derivamos de esos violentos dibujos animados en los que animales pelean: despiadada lucha por la sobrevivencia, ataques y trampas brutales, explotación de los otros, los “imbéciles”: si la misma historia fuera contada en un largometraje con actores “reales”, ese largometraje sería sin duda desechado o censurado por su extremo y absurdo pesimismo. Kung Fu Panda (2008, de John Stevenson y Mark Osborne), el último éxito animado de la compañía Dreamworks, hace lo propio en relación a la manera en que las creencias funcionan en nuestra sociedad cínica: la película es ideología de una pureza ya vergonzosa. Kung Fu Panda oscila continuamente entre dos extremos: una serena sabiduría y su socavamiento, cínico y de sentido común, a través de referencias a necesidades y temores comunes, cotidianos. Pero ¿se oponen realmente estos dos niveles (sabiduría vs. sentido común cotidiano)? No son estas las dos caras de una sola y única actitud? Lo que las une es su rechazo o expulsión del objet a, del sublime objeto de la adhesión pasional: en Kung Fu Panda sólo existen objetos y necesidades comunes y cotidianos, además del vacío detrás de ellos; todo el resto es ilusión. Por eso el filme es asexuado: no hay ni sexo ni atracción sexual alguna en él pues su economía del deseo es la pre-edípica oral-anal (y, a propósito de esto, el nombre del héroe, Po, es un término común para “culo” en alemán). Po es un gordo común y torpe Y, al mismo tiempo, un héroe del Kung Fu, el nuevo Maestro: el tercero excluido en esta coincidencia de opuestos es la sexualidad.
¿Dónde, entonces, reside la ideología del filme? Retornemos a su fórmula clave: “No hay un ingrediente especial. Es sólo tú. Para hacer de algo, algo especial sólo tienes que creer que es especial”. Esta fórmula da cuenta de la denegación fetichista en toda su pureza. Su mensaje es este: “SÉ muy bien que no hay ingrediente especial, pero sin embargo CREO en él (y actúo de acuerdo a esa creencia)”. La denuncia cínica (a nivel del conocimiento racional) es contrarrestada por un llamado a la creencia “irracional”: esta es la más elemental fórmula del funcionamiento de la ideología, hoy.
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