CAPÍTULOVI
Notas hacia una definición de la cultura comunista
E xisten dos figuras opuestas de la idiotez en nuestras vidas. La primera es la del sujeto (ocasionalmente) hiperinteligente que “no capta”, que sólo entiende la situación “lógicamente” sin percibir el conjunto de sus reglas contextuales. Digamos: cuando estuve en Nueva York por primera vez, un mesero en un café me preguntó: “¿Cómo está?” Malinterpretando esta frase como una verdadera pregunta, le respondí seriamente (“Estoy cansado, tengo jetlag…), y me miró como si fuera un completo idiota… Un caso ejemplar de esta idiotez fue Alan Turing, un hombre de inteligencia extraordinaria, pero un proto-psicótico incapaz de convocar en su ayuda reglas contextuales implícitas. En la literatura, no se puede evitar recordar al buen soldado de Jaroslav Hasek, Schwejk que, cuando ve a los soldados que disparan desde sus trincheras a sus enemigos, corre al frente de las trincheras y empieza a gritar: “¡Dejen de disparar, hay gente al otro lado!” El modelo arquetípico de esta idiotez es, por supuesto, el niño inocente del cuento de Andersen que públicamente exclama que el emperador está desnudo: demuestra así no darse cuenta de que, en palabras de Alphonse Allais, todos estamos desnudos bajo nuestra ropa. La segunda es la idiotez opuesta, la de aquellos que se identifican plenamente con el sentido común, los que están plenamente del lado del “gran Otro” de las apariencias. De la larga serie de figuras de este tipo de estupidez –serie que se abre con el Coro de la tragedia griega, que cumple la función de la risa o llanto pregrabados y que acompaña
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la acción comentándola con alguna perla de sabiduría–, se debería al menos mencionar al compañero y ayudante “estúpido”, rebosante de sentido común, de los grandes detectives: el Watson de Sherlock Holmes, el Hastings de Hercule Poirot… Esas figuras están ahí no sólo como contraste que hace aún más evidente la grandeza del detective, sino que son imprescindibles. No en vano, en una de las novelas, Poirot le dice a Hastings que es indispensable para su trabajo detectivesco: inmerso en el sentido común, Hastings reacciona a la escena del crimen de la manera en que el asesino –que quiere borrar los rastros de su acto criminal– espera que el público reaccione. Sólo de esa forma, al incluir en su análisis la reacción esperada del “gran Otro” del sentido común, puede el detective resolver el crimen. Pues bien: la grandeza de Kafka reside (entre otras cosas) en su habilidad única para presentar la primera figura de la idiotez como si fuera la segunda, es decir, como algo totalmente normal y convencional (recuerden los razonamientos extravagantemente “idiotas” de ese largo debate entre el cura y Josef K que sigue a la parábola sobre la puerta de la Ley). “Josefina la cantora, o el pueblo de los ratones”22 es el último relato de Franz Kafka. Lo escribió poco antes de su muerte: podría ser considerado su testamento, su última palabra (mientras lo escribía, sabía que se estaba muriendo). ¿Es por eso “Josefina” la alegoría del destino de Kafka-el-artista? Sí y no: cuando Kafka escribió el relato, ya había perdido la voz por una inflamación en la garganta (no tenía, además, como Freud, ninguna sensibilidad para la música). Aún más importante: si hacia el final del relato Josefina desaparece, Kafka mismo QUERÍA desaparecer, borrar todo rastro después de su muerte (recuerden que le pide a Max Brod quemar sus manuscritos). Pero la verdadera sorpresa es que lo que encontramos en el relato no es la previsible angustia existencial mezclada con un poco de erotismo: obtenemos en cambio la simple historia de Josefina, una ratona cantante, y su relación con la gente-ratón (en inglés, la traducción del alemán Volk [pueblo] como “Folk” convoca una injustificada dimensión populista). Aunque Josefina es muy admirada, el narrador (un “yo” anónimo) pone en duda la calidad de su canto: ¿Y es arte en verdad o siquiera canto? ¿No es tal vez chillido?
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Nota de los trads. El autor usa, en sus citas de este relato de Kafka, la traducción al inglés de Willa y Edwin Muir, disponible en: http://www.fortunecity.com/victorian/vermeer/287/josephine.htm. Aquí citamos la traducción al castellano, ya clásica, de Juan Rodolfo Wilcock. Se la puede encontrar en varios sitios de la internet y ediciones de amplia circulación como la Antología de la literatura fantástica preparada por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares (múltiples ediciones).
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Por cierto, todos sabemos chillar; es nuestra peculiar expresión vital y no una habilidad artística. Muchos de nosotros chillamos sin darnos cuenta, sin saber siquiera que chillar es una de nuestras características. Si la verdad fuera que Josefina no canta sino chilla, o apenas sobrepasa nuestro común chillido (quizá no alcance su fuerza a la de cualquier trabajador que silba todo el día además de su trabajo), si todo esto, repito, fuera cierto, se refutaría así lo que Josefina presenta como su arte, pero entonces habría que resolver el enigma de su gran efecto. En palabras del narrador, “su chillar no es chillido”23, una frase que no puede sino recordar el título del famoso cuadro de Magritte: uno se puede imaginar un cuadro que muestre a Josefina chillando, con el título: “Esto no es chillar”. El primer tema importante de la historia es el enigma de la voz de Josefina: si no hay nada especial en ella, ¿por qué despierta tanta admiración? ¿Qué es “en su voz más que la voz misma”? Como Mladen Dolar ya ha observado, su chillido sin sentido (una canción carente de sentido, i.e., reducida a objeto-voz) funciona como el urinoir de Marcel Duchamp: no es un objeto de arte por ninguna de sus propiedades materiales inherentes, sino porque ella, Josefina, ocupa el lugar o posición del artista. En sí misma, es exactamente igual a todos los miembros “comunes y corrientes” del pueblo. Cantar es aquí el “arte de la diferencia mínima”: lo que distingue su voz de las voces de otros es una diferencia de naturaleza puramente formal24. En otras palabras, Josefina es una marca puramente diferencial: no ofrece a su público –el pueblo– ningún contenido espiritual; lo que ofrece es la producción de la diferencia entre el mero “silencio” de la gente y ese silencio “en tanto tal”, es decir, marcado como silencio por su oposición al canto de ella. ¿Por qué entonces, si la voz de Josefina es igual a la de otros, la necesitan tanto, por qué la gente se reúne para oírla cantar? Su chillido-canto es un puro pretexto y, en última instancia, la gente se reúne para reunirse: Ya que chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes podría suponerse que también chilla el auditorio de Josefina. Nos sentimos satisfechos por su arte, y chillamos cuando estamos satisfechos, pero su auditorio no chilla, está mudo,
Nota de los trads. Puesto que Žižek construye su argumentación a partir de esta frase de la traducción inglesa de Willa and Edwin Muir, traducimos esa traducción de Kafka. Juan Rodolfo Wilcock traduce, en cambio: “ante ella se sabe que lo que chilla no es chillido”. 24 Ver el capítulo 7 de Mladen Dolar, A Voice and Nothing More, Cambridge: MIT Press, 2006. [Traducción al castellano: Una voz y nada más, Buenos Aires: Manantial, 2007].
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calla como si participara de la ansiada paz de la que nuestro chillar nos aparta. ¿Nos extasía su canto o el solemne silencio que rodea su débil voz? La última línea repite la clave del relato: lo que importa no es su voz como tal, sino el “solemne silencio”, el momento de paz y de olvido del trabajo, que (el escuchar) su voz les otorga. El contenido socio-político deviene aquí relevante: los ratones viven una vida dura y tensa, difícil de soportar, su existencia es siempre una existencia precaria y amenazada, pero el mismo carácter precario de los chillidos de Josefina representa o alegoriza esa precariedad de la vida del pueblo de ratones: Nuestra vida es muy inquieta: cada día nos trae sorpresas, temores, esperanzas, sustos; sería imposible soportarla sin el apoyo de los camaradas, pero aun así es muy difícil. A veces, miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo... Este chillido que se eleva sobre el obligado silencio general, es casi un mensaje del pueblo al individuo. El tenue chillar de Josefina, en medio de las graves decisiones, es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto enemigo. Josefina se afirma y se abre camino hasta nosotros. Reconforta pensar que se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza. Josefina “es así el vehículo de la autoafirmación de la colectividad: devuelve el reflejo de su identidad colectiva”; es necesitada porque “sólo la intervención del arte y del tema del ‘gran artista’ podrían hacer posible la comprensión del anonimato esencial de la gente, gente que no tiene apego hacia el arte y ninguna reverencia por el artista”.25 En otras palabras, Josefina “hace que [la gente] se reúna en silencio: ¿sería posible esto sin ella? Ella constituye el elemento de exterioridad necesario para que la inmanencia llegue a ser.”26 Esto nos acerca a la lógica de la excepción constitutiva del orden de la universalidad: Josefina es el Uno heterogéneo a través del cual el Todo homogéneo de la gente es postulado (se percibe a sí mismo) como tal. Aquí vemos, sin embargo, por qué la comunidad de ratones no es una comunidad jerárquica con un Amo, sino una comunidad “Comunista” radicalmente igualitaria: Josefina no es venerada en tanto
Fredric Jameson, The Seeds of Time, New York: Columbia University Press, 1994, p. 125. [Traducción al castellano: Las semillas del tiempo, Madrid: Trotta, 2000 26 Íd., Ibíd., p. 125.
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Ama o Genio carismática: su público sabe perfectamente que es sólo una más del grupo. La lógica no es ni siquiera la del Líder que, desde una posición excepcional, establece y garantiza la igualdad de sus súbditos (que son iguales en tanto comparten su identificación con el Líder): la misma Josefina tiene que desechar su posición especial en esa igualdad. Así llegamos al centro de la historia de Kafka, a la detallada y muchas veces cómica descripción de la manera en que Josefina y su público, el pueblo, se relacionan. Precisamente porque la gente está consciente de que la sola función de Josefina es reunirlos, la tratan con indiferencia igualitaria; cuando ella “exige privilegios especiales (ser eximida de las labores físicas) en compensación por su trabajo o como un reconocimiento a su distinción y su irremplazable servicio a la comunidad”27, no se le concede ninguno: Desde hace mucho, quizá desde el principio de su carrera, Josefina lucha por que no la obliguen a trabajar, deberían eximirla, por lo tanto, de toda preocupación económica. Un entusiasta fácil –entre nosotros hubo algunos– podría pensar que el sólo hecho de formular pretensión semejante, la justifica. Pero así no lo entiende nuestro pueblo y rechaza con calma la pretensión de la cantora. Tampoco se esfuerza mucho en refutar los fundamentos de la demanda de Josefina; por ejemplo, hace notar que los esfuerzos del trabajo dañan la voz, que el trabajo la priva de toda posibilidad de descansar después del canto y de fortalecerse para la próxima función, que en esa forma se agota por completo y no puede alcanzar su capacidad máxima. El pueblo la escucha y pasa a otro asunto. Este pueblo, tan fácil de conmover, sabe también mostrarse insensible. El rechazo es a veces tan terminante que la misma Josefina se sorprende y parece entrar en razón. Entonces trabaja como es debido, canta lo mejor que puede. Pero luego vuelve a la carga. Es por eso que, cuando Josefina desaparece, convencida, en un gesto narcisista, de que su ausencia hará que la gente la extrañe (como un niño que, al no sentirse lo suficientemente querido, escapa de casa con la esperanza de que sus padres lo extrañen y lo busquen desesperadamente), i.e., imaginándose que llorarán su pérdida, se equivoca totalmente en la compresión de su lugar, de su posición:
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Josefina es un episodio en la historia eterna de nuestro
Íd., Ibíd., p. 126.
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pueblo, y este pueblo superará la pérdida. No nos será fácil; ¿cómo serán posibles las asambleas en completo silencio? Pero, ¿no eran silenciosas también con Josefina? ¿Era su chillar efectivo, notablemente más fuerte y vivaz de lo que será en el recuerdo? ¿Acaso, en vida, era más que un mero recuerdo? ¿O habremos enaltecido el canto de Josefina porque era imperdible? Quizá nosotros no perdamos mucho; pero Josefina, redimida de los afanes terrestres, a los que, según ella, están predestinados los elegidos, se perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, y pronto, ya que no nos interesa la historia, entrará como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido. Fredric Jameson no se equivoca cuando lee “Josefina” como la utopía socio-política de Kafka, como su visión de una sociedad comunista radicalmente igualitaria; con la única salvedad de que Kafka, para quien los humanos estaban para siempre marcados por la culpa del Superego, sólo fue capaz de imaginarse una sociedad utópica entre animales. Se debería resistir la tentación de proyectar cualquier tipo de tragedia en la desaparición final y la muerte de Josefina: el texto se encarga de precisar que, después de su muerte, Josefina “se perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo” (el énfasis es mío): [Este] es tal vez el momento culminante del relato de Kafka: en ninguna otra parte la fría indiferencia de la utopía de la democracia es tan sorprendentemente revelada (pero revelada por medio de nada, de ninguna reacción) como en el rechazo de la gente a otorgarle esta forma diferenciación individual.[...] En tanto Josefina provoca la revelación de la esencia del pueblo, también desencadena la aparición de la indiferencia esencial de lo anónimo, de lo radicalmente democrático. [...] La utopía es precisamente la altura desde la cual, para esta especie, se produce el olvido radical de sí misma[...], el anonimato como una fuerza intensamente positiva, como el hecho fundamental de vida de la comunidad democrática; y es este anonimato el que, en nuestro mundo no o pre-utópico, recibe el nombre y la
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Íd., Ibíd., pp. 126-128.
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caracterización de la muerte.”28 Nótese que Josefina es tratada como una celebridad, pero no es fetichizada: sus admiradores están conscientes de que no hay nada especial en ella, de que es sólo una más. Para parafrasear a Marx, ella piensa que la gente la admira porque es una artista, pero en realidad ella es una artista sólo porque la gente la trata como tal. Aquí tenemos un ejemplo de cómo, en una sociedad comunista, el Significante Maestro es todavía operativo, pero ya despojado de sus efectos fetichistas: la plena confianza de Josefina en sí misma es percibida por la gente como un inofensivo y más bien ridículo narcisismo que debería, con delicadeza pero con ironía, ser tolerado y sostenido. Así es como los artistas deberían ser tratados en una sociedad comunista: elogiados y halagados, pero sin que se les otorgue el disfrute de ningún privilegio material (ser eximidos del trabajo o beneficiados con una ración especial de comida). En una carta a Joseph Weydemeyer del 16 de junio de 1852, Marx aconseja a su amigo sobre cómo manejar a Ferdinand Freiligrath, un poeta comunista: Escríbele a Freiligrath una carta cordial. No tienes que ser muy moderado con los cumplidos, porque todos los poetas, aun los mejores, son plus au moins courtisanes y il faut les cajoler, pour les faire chanter. Nuestro F es el hombre más afable y sencillo en su vida privada, que esconde bajo su real bonhomie, un esprit tres fin et tres tailleur; su emoción es “sincera” y no lo hace ni “incondicional” ni “supersticioso”. Es un genuino revolucionario y un hombre honesto a cabalidad –y esto puede ser dicho de pocos hombres. Sin embargo, no importa qué tipo de homme sea, el poeta necesita de halagos y admiración. Creo que el género mismo lo requiere. Te digo todo esto simplemente para señalar que en tu correspondencia con Freiligrath no deberías olvidar la diferencia entre el “poeta” y el “crítico”. ¿No se puede decir lo mismo de la pobre Josefina? No importa el tipo de femme que sea, el artista necesita elogios y admiración, el género mismo lo requiere… De hecho, para ponerlo en los buenos y viejos términos estalinistas: Josefina, la artista del pueblo en la República Soviética de Ratones… Entonces, ¿qué rostro tendría una cultura comunista, cómo se vería? La primera lección de la “Josefina” de Kafka es que tenemos que apoyar una inmersión desvergonzadamente intensa en el cuerpo
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social, una representación ritual social compartida que pondría a todos los buenos y viejos liberales en un estado de conmoción y asombro por su intensidad “totalitaria”; algo que Wagner buscaba con esas grandes escenas rituales al final de los Actos I y II de Parsifal. Como en el caso de Parsifal, los grandes conciertos del grupo Rammstein (por ejemplo, el del coliseo de Nimes el 23 de julio de 2005) deberían ser llamados Buehnenweihfestspiel [drama de consagración], representación sagrada que no es sino un “vehículo de la autoafirmación colectiva”.29 Todo prejuicio individualista liberal debe entonces caer: sí, cada individuo debería entregarse a una completa inmersión en la multitud, debería abandonar, gozoso, su individualidad crítica: la pasión obliteraría la razón, la gente seguiría los ritmos y las órdenes de los líderes en el escenario, la atmósfera sería plenamente pagana, en una inextricable mezcla de lo sagrado y lo obsceno, etc. Pero esta misma sobre-identificación con síntomas “totalitarios” suspendería así su articulación a un espacio ideológico verdaderamente “totalitario”. Tomemos un desvío cinematográfico. Una de las mejores formas de identificar a un seudointelectual semieducado es observar su reacción a una conocida escena de Cabaret de Bob Fosse: en un hospedaje rural, la cámara nos muestra, en primer plano, el rostro de un joven rubio; empieza a cantar sobre la naturaleza que despierta gradualmente, sobre el trino de las aves, etc. La cámara se mueve hacia sus dos amigos, una chica y un chico, que se unen a él en el canto; luego, todos los hospedados en el hotelito se suman al canto general, más y más apasionado: la letra de la canción declara que la patria debería también despertar. Finalmente, notamos en el brazo del cantante principal la banda con una esvástica. La reacción seudointelectual a esta escena sería la siguiente: “Sólo ahora, al ver esta escena, entiendo lo que era el nazismo, cómo logró apoderarse de los alemanes”. La idea subyacente es que el crudo impacto emocional de la canción explica el fuerte atractivo del nazismo y nos ayuda a entender, mucho más que un estudio de la ideología nazi, cómo funcionaba el nazismo en los hechos. Deberíamos oponernos, claramente, a esta lectura, pues no sólo es el prototipo mismo del liberalismo ideológico, sino una lectura equivocada: esas performances masivas no sólo no son inherentemente fascistas, sino que incluso no son ni siquiera “neutras”, es decir, susceptibles de ser apropiadas por la Izquierda o la Derecha. Fue el nazismo el que las expropió, luego de robarlas del movimiento obrero, lugar de su verdadero origen. Ninguno de los elementos “proto-fascistas” es fascista per se; lo que los hace fascistas es su articulación específica: o, para
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Íd., Ibíd., p. 125
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ponerlo en términos de Stephen Jay Gould, todos esos elementos son “exaptados” (readaptados) por el fascismo. En otras palabras, no hay fascismo avant la lettre porque es la Letra misma (la nominación) la que construye el fascismo a partir de ese conjunto de elementos. Volvamos a la canción de Cabaret: no hay nada “inherentemente fascista” o “proto-fascista” en ella. Se puede imaginar la misma canción con una letra ligeramente diferente que celebre el despertar de la clase obrera del sueño de su esclavitud, es decir, como un canto de batalla comunista. Porque la pasión que encarna la canción es lo que Badiou llamaría lo Real innombrable, el fundamento libidinal neutro que puede ser apropiado por diferentes ideologías. (De manera parecida, Sergei Eisenstein intentó aislar la economía libidinal de las meditaciones de Ignacio de Loyola que pueden ser apropiadas por la propaganda comunista: el sublime entusiasmo por el Santo Grial y el entusiasmo de los agricultores de los koljós por la nueva máquina que convierte la leche en mantequilla son entusiasmos alimentados por exactamente la misma “pasión”). Los viejos “libertarios” de izquierda perciben el goce como un poder emancipatorio: todo poder opresivo depende de la represión libidinal y, por eso, el primer acto de liberación es dejar en libertad la libido. Los viejos izquierdistas puritanos sospechan, en cambio, de todo goce: para ellos, es una decadente fuerza de corrupción, un instrumento de los poderosos para mantenernos en nuestro lugar, así que el primer acto de liberación es deshacernos de los hechizos del goce. La tercera posición es la de Badiou: jouissance es el “infinito” innombrable, una sustancia neutral que puede ser instrumentalizada de varias maneras. En esta era de permisividad hedonista como ideología dominante, ha llegado el momento de que la Izquierda re(apropie) la disciplina y el espíritu de sacrificio: no hay nada inherentemente fascista en estos valores. Para citar a Badiou: “Necesitamos una disciplina popular. Incluso diría […] que ‘aquellos que no tienen nada tienen su disciplina propia’. Los pobres, esos sin medios financieros o militares, sin poder, todo lo que tienen es su disciplina, su capacidad de actuar juntos. Y esta disciplina es ya una forma de organización”.30 La verdadera poesía también exige gran disciplina: no es casual que tres de los grandes poetas del siglo XX (para ser exactos, dos poetas y un escritor) fueran empleados bancarios y agentes de seguros: Franz Kafka, T.S. Eliot, Wallace Stevens. Necesitaban
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Filippo Del Lucchese y Jason Smith, “We Need a Popular Discipline”: Contemporary Politics and the Crisis of the Negative. Entrevista a Alain Badiou, Los Ángeles, 2-7-2007. (Citamos el manuscrito de esta entrevista). [La entrevista está disponible en: http://www.lacan.com/baddiscipline.html].
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la disciplina de trabajar con dinero no sólo para contrarrestar las licencias de la poesía, sino como un instrumento para conferirle orden al flujo mismo de la inspiración poética. El arte de la poesía es una constante lucha contra su propia fuente: el arte de la poesía radica en la manera en que contenemos el flujo de la inspiración poética. Por eso, para continuar con la metáfora bancaria, no hay nada de liberador en recibir y comprender el mensaje de un poema: es más bien como recibir el mensaje (una carta) de las autoridades de impuestos que nos informa cuál es nuestra situación en relación a nuestra deuda con el gran Otro. Y aquí viene la sorpresa: la disolución de la “individualidad crítica” en la colectividad disciplinada no conduce a ninguna suerte de uniformidad dionisiaca: más bien limpia el terreno y lo abre para auténticas idiosincrasias. Con precisión, lo que esa apasionada inmersión suspende no es, en principio, el “Yo racional” sino el reino y dominio del instinto de supervivencia (la auto-preservación), aquel en el que se basan, como Adorno sabía muy bien, nuestros egos racionales normales: Las especulaciones en torno a las consecuencias de tal eliminación general de la necesidad de un instinto de supervivencia (eliminación que es, entonces, lo que en general llamamos Utopía) nos conducen mucho más allá de los límites –de la vida social y el estilo de clase– del mundo de Adorno (o de nuestro mundo) y nos acercan a una Utopía de desadaptados y raros en la que las exigencias de la uniformización y conformidad han sido eliminadas y en la que los seres humanos crecen salvajes como plantas en un estado natural […]. Ya libres de las restricciones impuestas por la que ahora es una sociabilidad opresiva, nos convertimos en los neuróticos, compulsivos, obsesivos, paranoicos y esquizofrénicos que nuestra sociedad considera enfermos pero que, en un mundo de libertad verdadera, son la fauna y flora de “la naturaleza humana” misma.31 Existe, por supuesto, un tercer y crucial elemento –estructuralmente predominante– de una cultura comunista: el frío espacio universal del pensamiento racional. (Badiou tiene razón al insistir en que, al nivel más
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Jameson, ob. cit., p. 99.
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elemental, el pensamiento como tal, y en contraste con la fabulación mítico-poética, es comunista, pues su práctica postula el axioma de una igualdad incondicional). Juntos, estos tres elementos forman una triada hegeliana de lo Universal, lo Particular y lo Individual (pensamiento universal, inmersión ritual en la sustancia social particular, idiosincrasia individual), triada en la que cada elemento permite mantener separados a los dos restantes: el pensamiento universal impide que las idiosincrasias individuales queden atrapadas en la sustancia social (a cada cual sus manías: puedes, si quieres, mezclar vino tinto con Coca-cola, puedes coger siempre y cuando estés apoyado en una estufa caliente, puedes preferir Virgina Woolf a Daphne du Maurier –que es, a propósito, mucho mejor escritora que Woolf–: escoge lo que quieras); las idiosincrasias personales impiden que la sustancia social colonice el pensamiento universal; la sustancia social evita que el pensamiento universal se convierta en una expresión abstracta de la idiosincrasia personal. Para Jameson, un ejemplo de esta comunidad utópica es la novela Chevengur de Andrei Platonov. La singular obra de Platonov es, de hecho, crucial para entender correctamente “el oscuro desastre” del estalinismo. Sus dos grandes novelas de fines de la década del veinte (Chevengur y, sobre todo, La excavación) usualmente son interpretadas como un retrato crítico de la utopía estalinista y sus consecuencias desastrosas. Sin embargo, la utopía que Platonov escenifica en estas dos obras no es la del comunismo estalinista, sino la utopía gnósticomaterialista contra la cual el estalinismo “maduro” reaccionó a principios de la década del treinta. Los motivos dualista-gnósticos son dominantes en ella: la sexualidad y el entero universo corporal de la generación/ corrupción son percibidos en tanto una odiada prisión a ser superada por la construcción científica de un nuevo cuerpo inmortal, asexuado y etéreo. (Por eso mismo, la distopía Nosotros de Zamyatin tampoco es un retrato crítico del potencial totalitario del estalinismo, sino la extrapolación de la tendencia gnóstico-materialista de la revolucionaria década del veinte, y contra la cual, precisamente, el estalinismo reaccionó. En este sentido, Althusser ni se equivocaba ni intentaba construir una paradoja barata cuando insistía en que el estalinismo era una forma de humanismo: su contrarrevolución cultural fue una reacción humanista en contra del post-humanismo gnóstico-materialista “extremista” de los años veinte). Deberíamos también tener en cuenta que Lenin se opuso desde el principio a esta orientación gnóstica-utópica (que atrajo, entre otros, a Trotsky y Gorky) y su postulación de un atajo
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hacia la nueva Cultura Proletaria o el Hombre Nuevo. No obstante, se debería percibir este registro gnóstico-utópico como una especie de “síntoma” del leninismo, como una manifestación de lo que hizo fracasar la revolución, como semilla de su posterior “oscuro desastre”. Es decir, que la cuestión que se debe plantear aquí es la siguiente: ¿es el universo utópico retratado por Platonov la extrapolación de la lógica inmanente de la revolución comunista o la extrapolación de la lógica que subyace la actividad de aquellos que precisamente fracasan al no seguir el guión de una revolución comunista “normal”, aquellos que adoptan un atajo milenarista destinado al fracaso? ¿Cuál es la relación de la Idea de una revolución comunista con la Idea milenarista de la realización instantánea de la utopía? Y más allá: ¿pueden ser estas dos opciones claramente distinguidas? ¿Hubo alguna vez una “verdadera” revolución comunista, una revolución “madura”? Y, si no, ¿qué significa esto para el concepto mismo de una revolución comunista? Platonov mantuvo un permanente diálogo con este núcleo utópico pre-estalinista; por eso su íntima relación de amor-odio con la realidad soviética tenía que ver con el renovado gesto utópico del primer plan quinquenal; después de eso, con el ascenso del Alto Estalinismo y su contrarrevolución cultural, las coordenadas del diálogo cambiaron. En tanto el estalinismo era anti-utópico, el giro de Platonov hacia una escritura social-realista en los años treinta no puede ser desechada como un mero acto de acomodación externo desencadenado por una fuerte opresión y censura: fue más bien un inmanente relajamiento de tensiones, e incluso, hasta cierto punto, una señal de sincera proximidad. El estalinismo tardío tuvo a otros críticos inmanentes (Grossman, Shalamov, Solzhenytsin, etc.), que no sólo sostuvieron con él un “íntimo diálogo”, sino que compartieron algunas de sus premisas subyacentes (Lukacs observó que Un día en la vida de Iván Denisovich de Solzhenytsin cumplía todos los requisitos del realismo socialista). Es por todo esto que Platonov fue siempre una ambigua vergüenza para disidentes posteriores. El texto clave de su período “real-socialista” es la novela corta El alma (1935): aunque el grupo utópico típicamente platonoviano está todavía presente –la “nación”, una comunidad de marginales del desierto que han perdido la voluntad de vivir–, las coordenadas han cambiado por completo. El héroe es ahora un educador estalinista que ha estudiado en Moscú y que regresa al desierto para traer a la “nación” el progreso científico y cultural y, de esa manera, restaurar su voluntad de vivir. (Platonov, por
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supuesto, permanece fiel a su ambigüedad: al final de la novela, el héroe tiene que aceptar que no puede enseñarles nada a otros). Este desplazamiento es señalado por el rol radicalmente diferente de la sexualidad: para el Platonov de los años veinte, la sexualidad era el anti-utópico y “sucio” poder de la inercia, mientras que, aquí, es rehabilitada en tanto el camino privilegiado hacia la madurez espiritual: aunque fracase como educador, el héroe encuentra consuelo en el amor sexual, casi como si la “nación” fuera convertida en telón de fondo de la creación de la pareja sexual. Pero ¿no encontramos, más cerca de nuestra cultura contemporánea, el mismo tema de la comunidad alternativa de bichos raros en muy populares filmes y series de TV de ciencia ficción (Héroes, X-Men y, en un nivel mucho más bajo de calidad, La liga de los caballeros extraordinarios), en los que un grupo de bichos raros forma un nuevo colectivo, aunque la diferencia radica en que sobresalen no por su “anormalidad” psíquica sino por sus extraordinarias habilidades psíquico-físicas?32 El modelo y origen insuperado de este motivo recurrente sigue siendo Más que humano [More Than Human] (1953) de Theodore Sturgeon, que cuenta la historia del encuentro de seis personas extraordinarias que pueden mezclar y conectar [“blesh”: “coengranar”]33 sus habilidades y, de esa forma, actuar como un solo organismo y alcanzar el Homo Gestalt, el próximo paso de la evolución humana. En la primera sección de la novela, “El fabuloso idiota”, nace la Gestalt y sus componentes son reunidos por primera vez: Lone, un joven mentalmente defectuoso con un poderoso don telepático; Janie, una niña con habilidades telekinéticas; Bonnie y Beanie, gemelas que no pueden hablar pero sí teletransportar sus cuerpos a voluntad; y Baby, un niño de tres años con un profundo retardo mental que no le impide poseer un cerebro que funciona como una computadora. Cada uno de estos individuos desadaptados y minusválidos es incapaz de funcionar por su cuenta, pero juntos se suman en un ser completo: como Baby le dice a
Chitral, una pequeña comunidad en el extremo norte de Pakistán, tiene en su pueblo una “casa de menstruación” separada, a la que las mujeres van para retirarse durante sus periodos menstruales; aunque una costumbre opresiva, podemos también imaginarla como la creación de una especie de “territorio liberado”: puesto que se les prohíbe a los hombres el ingreso a esta casa, las mujeres pueden organizar en ella su propio espacio y conversar libremente. ¿No es esta “casa de menstruación” modelo de un colectivo comunista sustraído del espacio público oficial? ¿Y si un dramaturgo fuera a escribir una obra teatral sobre las conversaciones que ocurren en esta casa? 33 Nota de los trads. La traducción al castellano de la novela de Sturgeon (de Jolé Valdivieso, Buenos Aires: Minotauro, 1968) es defectuosa. Intenta, con poca suerte, dar con equivalentes de algunos neologismos del original. Por ejemplo, “blesh” –que combina las palabras “blend” (mezclar) y “mesh” (red o enredar)– provoca en el traductor el desafortunado “coengranar”. En la novela, “blesh” significa la acción de mezclarse en el acto de conectarse, por lo que preferimos el circunloquio “mezclar y conectar”.
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Janie, “el ‘yo’ somos todos nosotros”. En la segunda sección, “Baby es tres”, la Gestalt crece, sale al mundo exterior y encara los desafíos de la sobrevivencia. Pasan varios años: Lone, la “cabeza” del cuerpo Gestalt, está muerto y ha sido reemplazado por Gerry, un pilluelo callejero, víctima del abuso, consumido por la rabia y el odio. Limitados antes por la escasa capacidad mental de Lone, ahora la Gestalt está limitada por la vacuidad moral de Gerry. Esa falta de escrúpulos sirve a la Gestalt, sin embargo, puesto que Gerry está dispuesto a todo para preservarla. En la última sección, “Moralidad”, la Gestalt madura y completa su evolución hacia un ser plenamente realizado. Pasan más años: ahora la narrativa avanza desde el punto de vista de Hip, un joven que ha sido sometido por Gerry a un cruel experimento y a quien Janie, que se rebela, decide rescatar. Gerry ataca a Hip: lo conduce a una crisis mental y a la amnesia, pero Hip confronta a Gerry y se convierte en la última pieza de la Gestalt, su conciencia. Hip resulta ser el único elemento faltante en la Gestalt, sin el cual ésta no puede dar el siguiente paso en su desarrollo. Hay una serie de rasgos que impiden una lectura simplista, estilo “New Age”, de esta trama. Primero, en contraste con el predominante miedo paranoico a que los “post-humanos” amenacen a los humanos, el Homo Gestalt de Sturgeon actúa a partir del deber moral de proteger al Homo Sapiens, que es de hecho la materia prima de la Gestalt. Segundo, los miembros individuales de la Gestalt no son reducidos a caricaturescos y despersonalizados seres perfectos cuya identidad es ahogada por la Gestalt –no hay aquí hormigas robóticas ciegamente cumpliendo con su función–: exhiben toda la pasión, agresividad, vulnerabilidad y debilidad de individuos reales y, de hecho, son más raros e “individualistas” que los humanos comunes y corrientes. El convertirse, juntos, en un nuevo Uno los libera y permite la explosión de sus peculiaridades. ¿No recuerda este extraño colectivo la vieja aserción de Marx de que, en una sociedad comunista, la libertad de todos se basará en la libertad de cada individuo? (Sturgeon y sus seguidores también ofrecen una nueva figura del Mal para el comunismo: el disidente que quiere usar sus poderes paranormales con fines destructivos). Sin embargo, deberíamos siempre tener en mente que esta proliferación irrestricta de las idiosincrasias sólo puede prosperar sobre la base de un ritual compartido. Lo cual nos regresa al Parsifal de Wagner, cuyo problema central es el de una ceremonia (ritual): ¿cómo es posible realizar un ritual en condiciones en las que no hay trascendencia
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que lo garantice? ¿Como un espectáculo estético? El enigma de Parsifal es este: ¿cuáles son los límites y contornos de una ceremonia? ¿Es la ceremonia solamente aquello que Amfortas no puede ejecutar? ¿O también es parte de la ceremonia el espectáculo de sus quejas y sus resistencias y su aceptación final de que tendrá que ejecutarla? En otras palabras, ¿no son acaso las dos grandes quejas de Amfortas actos intensamente ceremoniales, ritualizados? No es incluso la “inesperada” llegada de Parsifal para reemplazarlo (quien, no obstante, llega justo a tiempo, i.e., en el momento justo, cuando la tensión está en su punto más alto) parte del ritual? Y ¿no encontramos un ritual también en Tristan, en el gran dueto que ocupa la mayor parte del Acto II? La larga parte introductoria se demora en las divagaciones emocionales de la pareja y el verdadero ritual empieza con “So sterben wir um ungetrennt…” y su repentino giro a un modo declamatorio/declaratorio. Desde este momento, ya no son dos individuos los que cantan/hablan: un Otro ceremonial asume el control. Se debería siempre tener en mente este rasgo, que perturba la oposición entre los dominios del Día (las obligaciones simbólicas) y la Noche (la pasión infinita): el punto más alto de Lust, la inmersión en la Noche, es también intensamente ritualizado, adopta la forma de su opuesto, de un estilizado ritual. Y ¿no es también el problema de una ceremonia (una liturgia) el de todo proceso revolucionario, desde la Revolución Francesa con sus espectáculos del pueblo hasta la Revolución de Octubre? ¿Por qué esta liturgia es necesaria? Precisamente por la precedencia que tiene el sinsentido sobre el sentido: la liturgia es el marco simbólico en el que el grado cero del sentido es articulado. La experiencia-cero del sentido no es la experiencia de un sentido determinado, sino de la ausencia de sentido o, con mayor precisión, la frustrante experiencia de estar seguro de que algo tiene sentido, pero sin saber cuál es. Esta vaga presencia de un sentido no-específico es el sentido “como tal”, el sentido puro: es primario, no secundario, i.e., todo sentido determinado es secundario, es un intento de llenar esa opresiva ausencia-presencia de la existencia (elestar-ahí [that-ness]) del sentido despojado de especificidad, de esencia (de-lo-que-es [what-ness]). Así es como deberíamos responder a aquellos que sin duda nos reprocharán que usemos “comunismo” como una palabra mágica,
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un signo vacío cuyo único contenido no es la precisa visión positiva de una nueva sociedad, sino el signo ritualizado de pertenencia a una nueva comunidad iniciática: no hay ninguna oposición entre liturgia (ceremonia) y apertura histórica: lejos de ser un obstáculo para el cambio, la liturgia mantiene el espacio abierto para el cambio radical en tanto sostiene el sin-sentido significante que reclama nuevas invenciones del sentido (determinado). Siguiendo esta línea de razonamiento, se podría interpretar El hombre de la cámara de Dziga Vertov (el gran oponente de Eisenstein) como un caso ejemplar de comunismo cinematográfico: la afirmación de la vida en su multiplicidad, inscrita a través de una especie de parataxis cinematográfica, la puesta lado a lado de una serie de actividades cotidianas –lavarse el pelo, envolver paquetes, tocar el piano, conectar cables telefónicos, bailar ballet– que establecen ecos mutuos a un nivel puramente formal, a través de la coincidencia de patrones (visuales u otros). Lo que hace comunista esta práctica cinematográfica es su afirmación subyacente de la radical “univocidad del ser”: todas las manifestaciones del mundo que vemos en la película son igualadas, todas las jerarquías y oposiciones usuales entre ellas, incluso la oposición oficial comunista entre lo Viejo y lo Nuevo, todo esto es mágicamente suspendido (recuérdese que el título alternativo de la película de Eisenstein La línea general, filmada al mismo tiempo, fue precisamente Lo Viejo y lo Nuevo). El comunismo es presentado en la película de Vertov no tanto como una dura lucha en pos de una meta (la nueva sociedad del porvenir), con todas las paradojas pragmáticas que ello supone (la lucha por la nueva sociedad de libertad universal debería obedecer la más dura disciplina, etc.), sino como un hecho, una experiencia colectiva presente. En este espacio utópico de un “comunismo de ahora”, la cámara que filma la película es una y otra vez mostrada directamente, no como la traumática inscripción de la mirada en la imagen, sino como una parte de la película que no requiere ser problematizada. No se produce aquí ninguna tensión entre el ojo y la mirada, no hay ninguna sospecha o necesidad de penetrar las engañosas superficies en busca de la verdad secreta o esencia, sólo vemos la sinfónica textura de la vida en toda su positiva diversidad. Es, en suma, una versión irónica de la primera ley de la dialéctica propuesta por Stalin: “Todo está conectado con todo”. 34 La práctica
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Le debo esta referencia a Jacques Ranciere, “Cinematographic Vertigo”, un manuscrito inédito.
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de Vertov culmina en su Sinfonía del Donbass–Entusiasmo de 1931, su primer filme sonoro, en el que la dura realidad de la construcción de una gigantesca planta hidroeléctrica es “subsumida” en una intricada danza de motivos formales (visuales y auditivos). Se debe pagar, por supuesto, un precio por esto: el anverso de esa superficie sinfónica –la mirada estalinista que sospecha, siempre en busca de enemigos y saboteadores– regresa en pleno en Iván el Terrible de Eisenstein (como el inmenso ojo pintado en las torcidas paredes del Kremlin, como el ojo de Malyuta Skuratov, el fiel perro guardián de Iván) Lo que explica la ceguera de Vertov es su participación en la versión tecno-gnóstica del comunismo, popular en la Unión Soviética de los años veinte: al pensar al hombre inferior a las máquinas (“Frente a la máquina, nos avergonzamos de la incapacidad del hombre de controlarse, pero ¿que otra conclusión es posible si encontramos las infalibles maneras de la electricidad más emocionantes que los desordenados afanes de la gente activa?”), creía que su concepto del “Cine-Ojo” ayudaría al hombre contemporáneo a evolucionar, de una criatura defectuosa, a una más alta, post-humana, una forma precisa de vida que excluiría la sexualidad. Esta limitación, sin embargo, no es razón para ignorar ecos de las texturas polifónicas de Vertov en directores posteriores: quizá hasta Vidas cruzadas [Short Cuts] de Robert Altman podría ser leída como una nueva versión de la práctica de Vertov. El universo de Altman es, de hecho, uno de esos encuentros contingentes entre una multitud de series, un universo en el que diferentes series se comunican y afectan mutuamente al nivel de lo que Altman mismo llamó una “realidad subliminal” (los roces y encuentros mecánicos, sin sentido, las intensidades impersonales que preceden el nivel del sentido social).35 Por eso deberíamos resistir la tentación de reducir a Altman a la condición de un poeta de la alienación estadounidense, el retratista de la silenciosa desesperanza de la vida cotidiana: hay otro Altman, aquel del abrirse a los felices y gozosos encuentros contingentes. En la misma veta de la lectura de Kafka propuesta por Deleuze y Guattari –leen el universo kafkiano de la Ausencia del inaccesible y elusivo Centro trascendental (Castillo, Corte, Dios) como el de la Presencia de múltiples pasajes y transformaciones–, estamos tentados de leer la “desesperanza y ansiedad” de Altman como el engañoso anverso de una inmersión afirmativa en la multitud de intensidades subliminales: este es el comunismo de Altman, encarnado por la forma cinemática misma, y en
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Ver Robert T. Self, Robert Altman’s Subliminal Reality, Minneapolis: Minnesota University Press, 2002.
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contraposición a la deprimente realidad social retratada. Altman nos conduce a otro rasgo clave de la cultura comunista: la intimidad colectiva propiamente comunista, tipificada en su mejor expresión en las composiciones para piano de Eric Satie. ¿Se puede imaginar un mayor contraste que el que enfrenta las piezas para piano suavemente melancólicas de Satie al universo del comunismo? La música usualmente asociada con el comunismo son más bien los violentos coros y canciones propagandísticos o las grandilocuentes y pomposas cantatas que celebran líderes y acontecimientos estatales. ¿No es Satie acaso, desde este punto de vista, la encarnación del “individualismo burgués”? ¿Es, entonces, el hecho de que, a principios de los años veinte, en sus últimos años de vida, Satie fuera no sólo militante del recién constituido Partido Comunista Francés sino miembro de su Comité Central, una simple idiosincrasia o provocación personal? La primera sorpresa es que ese otro parangón de la circunspección o compostura “burguesas”, Maurice Ravel, rechazó la invitación a ser parte de la Academie Francaise en protesta por la forma en que Francia trataba a la Unión Soviética; incluso trabajó en la musicalización de cantos de protesta norafricanos en contra del poder colonial francés. Ravel se acerca al comunismo musical de Satie no en “Bolero” sino en su música de cámara, torturadamente hermosa en su contención. ¿Y si, para adquirir la más elemental idea del comunismo, tenemos que olvidar todo sobre esas explosiones extra-románticas de pasión e imaginarnos, en cambio, la claridad de un orden minimalista construido a partir de una delicada disciplina libremente impuesta? Recuerden el “Elogio del comunismo” de La Madre de Brecht, obra musicalizada por Hans Eisler en un tono que recuerda a Satie: suave, delicado e íntimo, sin pomposidad. ¿No suenan las palabras de Brecht casi como una descripción de la música de Satie? Es razonable, cualquiera lo entiende. Es fácil. Tú, que no eres un explotador, tú puedes comprenderlo. Está hecho para ti, infórmate. Los necios lo llaman necedad y los sucios suciedad. Pero va contra la necedad y la suciedad. Los explotadores dicen que es un crimen. Pero nosotros bien sabemos que es el fin de los crímenes. No es un absurdo sino el fin del absurdo.
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No es el caos sino el orden. Es una cosa simple difícil de hacer. Satie usó la expresión “música de mobiliario” (musique d’ameublement), sugiriendo que algunas de sus piezas debían funcionar como música de fondo que creara ambiente. Aunque esto parecería adelantarse a la música ambiental comercializada (“Muzak”), Satie busca el exacto opuesto: música que subvierta la brecha que separa la figura del fondo; cuando realmente escuchamos a Satie, se “escucha el fondo”. Este es el comunismo igualitario en la música: música que redirige la atención del oyente del gran Tema hacia su fondo invisible, de la misma manera que la teoría y política comunistas redirigen nuestra atención de los grandes Héroes hacia el inmenso trabajo y sufrimiento de la invisible gente común. ¿Es esta dimensión democrático-popular claramente discernible en los planteamientos programáticos del mismo Satie? Se debe insistir en la Música de Mobiliario. Ninguna reunión, ningún encuentro, ningún compromiso social de ninguna clase sin Música de Mobiliario. No te cases sin Música de Mobiliario. Aléjate de las casas que no usen Música de Mobiliario. Todo aquel que no haya escuchado Música de Mobiliario no tiene idea de lo que es la felicidad. […] Debemos crear música que sea como mobiliario, es decir, música que sea parte de los ruidos del ambiente, que los considere. La imagino melodiosa, amortiguando los ruidos de tenedores y cuchillos, sin dominarlos, sin imponerse. Llenaría esos pesados silencios que a veces caen sobre una reunión de amigos. Les evitaría el problema de prestar atención a sus propios comentarios banales. Al mismo tiempo, neutralizaría los ruidos callejeros que indiscretamente interfieren con la conversación. Producir tal ruido sería responder a una necesidad.36 No hay que sorprenderse, entonces, que John Cage, figura clave de la vanguardia musical y cuyo tratamiento de la dialéctica mínima de sonido y silencio sólo puede ser comparado al de Webern, fuera un gran admirador de Satie. Para Cage, el factor elemental de la música es la duración: el único registro que silencio y sonido comparten es la duración.
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Todas las citas de Satie y Cage provienen de: Matthew Shlomowitz, “Cage’s Place In the Reception Of Satie,” disponible en: http://www.af.lu.se/~fogwall/article8.html
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“El silencio es importante, puesto que es el opuesto del sonido”. Es aquí, al nivel de la estructura musical, que Satie, junto a Webern, introdujo la única nueva idea desde Beethoven: Con Beethoven, las partes de la composición eran definidas a través de la armonía. Con Satie y Webern, eran definidas a través de duraciones temporales. La cuestión de la estructura es tan básica, es tan importante estar de acuerdo sobre el asunto, que se podría preguntar: ¿tenía Beethoven la razón o la tenían Webern y Satie? Respondo inmediata e inequívocamente: Beethoven estaba equivocado y su influencia, que ha sido tan amplia como lamentable, ha sofocado el arte de la música. En conexión con esto, debemos mencionar dos innovaciones adicionales, identificadas con Constant Lambert. La primera: en una aparente paradoja (que en realidad es una profunda necesidad dialéctica), el giro hacia la duración como principio estructural central permitió a Satie romper con la temporalidad y acercarse a una eternidad atemporal: Al evitar las formas usuales de desarrollo y por su inusual empleo de lo que podrían llamarse recapitulaciones superpuestas e interrumpidas, que provocan, por así decirlo, que la pieza se doble sobre sí misma, abolió por completo la noción de una trama retórica e incluso logró abolir, hasta donde se podía, nuestro sentido del tiempo. No sentimos que la significación emocional de una frase dependa de su ubicación al principio o final de una sección particular. ¿No es esta estructura la de la parataxis, una constelación atemporal que reemplaza el desarrollo temporal lineal? Y donde hay parataxis, su contrapunto dialéctico, la paralaje, no está lejos: La costumbre de Satie de escribir sus piezas en grupos de tres no era sólo un manierismo. Ese gesto era parte de su arte del desarrollo dramático y de sus puntos de vista peculiarmente esculturales de la música. Cuando pasamos de la primera a la segunda Gymnopédie […] no sentimos que estemos pasando de un objeto a otro. Es más bien como si nos estuviéramos moviendo lentamente alrededor de una escultura, examinándola desde un punto de vista diferente:
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aunque exhiba a nuestros ojos una silueta diferente y quizá menos interesante, esa experiencia es igualmente importante para nuestra apreciación de la obra como un todo plástico. No importa en qué dirección caminemos alrededor de una estatua y tampoco importa en qué orden interpretemos las tres Gymnopédie. Deberíamos ser precisos: el quid del asunto no es que las tres versiones imiten (y fracasen en el intento) el mismo objeto trascendente, que resiste ser representado directamente en la música. La brecha paralájica, la escisión en paralaje, está inscrita en la Cosa misma: la multitud de percepciones-impresiones “subjetivas” del objeto hace visible la fractura interna del objeto. Es sólo un leve desplazamiento, aunque crucial, el que separa a Cage de Satie: para Satie, la música debería ser parte de los sonidos del ambiente, mientras que, para Cage, los ruidos del ambiente son la música. He aquí el juicio final de Cage sobre Satie: “No es cuestión de discutir la relevancia de Satie. Es indispensable”. Como el comunismo.
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