lunes, 10 de marzo de 2014

Zizek - El bufón mortífero.

Slavoj Zizek es uno de los pensadores más influyentes del mundo. Se le trata como a una estrella mediática y las universidades compiten por tenerlo en su planta de profesores. Una pregunta: ¿alguien ha leído qué es lo que escribe?


Uno
En 2007 el filósofo esloveno Slavoj Zizek publicó en el New York Times un artículo donde deploraba el uso que Estados Unidos hizo de la tortura para extraerle una confesión a Khalid Shaikh Mohammed, el líder de Al Qaeda de quien se piensa que es el cerebro de los ataques del 11 de septiembre. Cualquier lector cercano a las ideas liberales podría haber suscrito los argumentos empleados por Zizek. Sí, reconocía, los crímenes de Mohammed eran “claramente horrendos”, pero Estados Unidos daba marcha atrás a siglos de progreso legal y moral al torturar, regresando a la barbarie de la Edad Media. Es nuestro deber, argumentaba Zizek, no arrojar lejos “nuestro mayor logro civilizatorio: el crecimiento de nuestra espontánea sensibilidad moral”. Para cualquiera que estuviese familiarizado con los muchos libros escritos por Zizek, lo llamativo de su artículo era lo poco “zizekiano” que era. Las citas de Hegel y de Agamben iban de la mano con referencias a 24, la serie de acción de la TV, lo cual creaba el tipo de escalofrío hecho de altibajos culturales que tanta celebridad ha dado a Zizek. En obsequio de los lectores del Times, Zizek escribía, de un modo más bien sorprendente, como si Estados Unidos fuese en esencia un país decente que se había descarriado hacia el pecado.
En esto Zizek estaba siendo deshonesto. Porque lo que realmente cree acerca de Estados Unidos y la tortura puede leerse en su nuevo libro, Sobre la violencia, en el cual discurre alrededor de las notorias fotografías de las torturas en la prisión militar de Abu Ghraib: “Abu Ghraib no fue simplemente un caso de arrogancia estadounidense frente a un pueblo del Tercer Mundo. Al someterlos a humillantes torturas, los prisioneros iraquíes fueron iniciados efectivamente en la cultura americana”. Así, lejos de traicionar valores estadounidenses, la tortura ofrece, en los hechos, “una visión íntima de los valores americanos, del mismísimo núcleo de obsceno disfrute que sostiene el modo de vida americano”. Para los muchos admiradores de Zizek, esta forma de decirlo es la descripción atinada de los hechos.
El artículo ilustra brillantemente, además, sobre un tipo de inversión dialéctica que Zizek ha convertido en su estratagema intelectual favorita, la misma que brinda a su escritura su desorientador hechizo contraintuitivo. La tortura, en toda apariencia algo ajeno a lo americano, es declarada la cosa más estadounidense, de donde legalizarla, lejos de acercar a Estados Unidos a la barbarie, es en realidad un paso adelante en el camino de humanizarlo. De acuerdo con la vieja lógica marxista, la tortura agudiza las contradicciones y nos acerca al día en que nos daremos cuenta, tal como escribe Zizek, de que los “derechos universales del hombre” son una farsa y que representan algo más que “los derechos de propiedad del macho blanco para intercambiar libremente en el mercado y explotar a trabajadores y mujeres”.
Zizek tampoco se limita a condenar la violencia de Al Qaeda como “horrorosa”. El fundamentalismo islámico puede parecer reaccionario, pero según una “curiosa inversión” nuestro pensador observa que “la religión es uno de los lugares posibles desde el que se pueden desplegar dudas críticas acerca de la sociedad de hoy. Se ha convertido, pues, en uno de los lugares de resistencia”. La premisa mayor de Sobre la violencia, y de la obra reciente de Zizek en general, es que resistir al orden liberal-democrático es algo tan urgente que justifica cualquier grado de violencia. “En esto cualquier cosa debe apoyarse, incluso el ‘fanatismo’ religioso”, escribe en Irak: La tetera prestada.

Algo curioso del fenómeno Zizek es que mientras más estruendosos son sus aplausos a la violencia y el terror –especialmente el terror de Lenin, Stalin y Mao, a cuyas “causas perdidas” se acoge Zizek en su nuevo libro, En defensa de las causas perdidas–, con mayor indulgencia es recibido por la izquierda académica, que lo ha elevado al rango de celebridad y personaje de culto. Un vistazo a las contratapas de sus libros ofrece una vívida ilustración de cuán poderosa es la tolerancia represiva.
En Iraq: la tetera prestada, Zizek declara que “el peor terror estalinista es mejor que la más liberal de las democracias capitalistas”, a despecho de lo cual en la contratapa se nos dice que es un “escritor estimulante” que “podrá entretener u ofender, pero nunca aburrir”. En Lo frágil absoluto escribe que “el medio de combatir efectivamente el odio étnico no es con su inmediata contraparte, la tolerancia. Al contrario, lo que necesitamos es aún más odio; un odio apropiadamente político”, pero la contratapa describe esto como ejemplo de su “brío y descaro típicos”. Por último, Zizek señala en En defensa de las causas perdidas que “Heidegger es ‘grande’ no a pesar de, sino debido a su relación con el nazismo” y que “no importa cuán loco y de mal gusto pueda esto sonar, el problema con Hitler es que no fue suficientemente violento, que su violencia no fue suficientemente ‘esencial’ ”. Su editor nos informa, sin embargo, que su libro es un “ingenioso manifiesto, cuyo combustible es la adrenalina, en favor de los valores universales”.
En ese mismo ingenioso libro, Zizek se lamenta de que “así es como el establishment quiere a sus teóricos ‘subversivos’: como inofensivos tábanos que nos piquen para despertarnos a las inconsistencias e imperfecciones de nuestra empresa democrática, pero Dios los libre de tomar seriamente el proyecto y pretender vivirlo”. ¿Cómo es, pues, que Slavoj Zizek, quien no desea corregir la democracia sino destruirla, se ha convertido en una de las mascotas subversivas del establish¬ment y trata de “vivir” a plenitud la revolución como el profesor de la Escuela Europea para Graduados que se desplaza constantemente en jet, como investigador de alto rango en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana y director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades?
Parte de la respuesta tiene que ver con el entusiasmo de Zizek por la cultura popular estadounidense. Pese a los mejores intentos de la teoría crítica de desmitificar el entretenimiento masivo americano y poner al desnudo el subtexto político de nuestras películas y nuestros libros de ficción barata, la cultura pop sigue siendo para muchos americanos, ya sean politizados o apolíticos, una frívola zona de entretenimiento y distracción. De modo que cuando el Zizek empapado en teoría ilustra sus arcanas nociones con ejemplos sacados de Nip/Tuck o de Titanic, parece invitarnos a suspender la seriedad. El efecto es muy deliberado. En Las metástasis del goce, Zizek escribe de Parque Jurásico que “es una pieza de cámara sobre el trauma de la paternidad al estilo del primer Antonioni o de Bergman”. En otra obra pregunta: “¿No es Parsifal un modelo de Keanu Reeves en Matrix, con Laurence Fishburne en el papel de Gurnemanz?”. Son chascarrillos que, con su juguetona picardía, astutamente desarman al lector ansioso o despistado. La expectativa de una hipérbole cómica da alivio al lector; esa misma expectativa se transfiere entonces a las proclamas políticas de Zizek, las cuales ciertamente resultan hiperbólicas, pero no son cómicas en absoluto.
Cuando en 1994, durante el sitio de Sarajevo, Zizek escribió que “no existe diferencia” entre la vida en aquella ciudad y la de cualquier ciudad americana o de Europa occidental, y que “ya no es posible trazar una clara e inequívoca línea de separación entre quienes vivimos una paz ‘verdadera’ y los vecinos de Sarajevo”, bueno, era natural que sus lectores pensasen que, en realidad, él no había querido decir eso, del mismo modo en que no había querido decir realmente que Parque Jurásico se parece a una película de Bergman.
Esta promiscuidad intelectual es privilegio del bufón con licencia, del hombre a quien la Chronicle of Higher Education ha bautizado como “el Elvis de la teoría cultural”.
Zizek también sabe hacer el bufón en persona. Cuanto periodista ha tenido ocasión de entrevistarlo ha salido con una sonrisa en el rostro. Robert Boynton, escribiendo para la revista Lingua Franca en 1998, halló a un Zizek “barbudo, despeinado, hablando con un vozarrón... parecía el candidato ideal para encarnar en una película el papel del Intelectual de Europa Oriental”. A Boynton le divirtió ver al maniático y despotricador filósofo ordenar té de menta y galleticas azucaradas: “Oh, en las tardes no puedo beber nada que sea más fuerte que el té de hierbas”, dice dócilmente. “La cafeína me pone demasiado nervioso”. El paralelismo intelectual luce muy claro: tanto en la vida real como en su escritura, Zizek ladra pero no muerde. Pasa con él lo mismo que con el chico travieso que nos desarma con una sonrisa: es imposible enfadarse con él por mucho tiempo.
Fui testigo del mismo tipo de engaño en 2008, cuando Zizek se presentó en compañía de Bernard Henri-Lévy en la Biblioteca Pública de Nueva York. Los dos filósofos-celebridades entraron en escena al compás del tema musical de Superman y sus personae resultaban tan perfectamente opuesta la una a la otra que terminaron empujándose mutuamente hasta conformar una caricatura: Lévy lucía en extremo galo y desenvuelto al lado de Zizek, y éste, con los ojos desorbitados, lucía en extremo eslavo. Entonces, resultó perfectamente natural que el público estallase en carcajadas cuando Zizek, en cierto momento de una velada en absoluto enconada, le dijo a Lévy: “No te preocupes, cuando tomemos el poder no irás al Gulag; solo pasarás dos años en un campo de reeducación”. Solzhenitsin había muerto solo unas pocas semanas antes, pero habría sido una estupidez identificar el Gulag de Zizek con el de Solzhenitsin. Al reírse, el público caía en el juego de Zizek y se conducía según una frase ya muy frecuente tratándose de Zizek, acuñada por Rebecca Mead en un perfil que escribió para The New Yorker hace unos años: “Tomar a Slavoj Zizek siempre en serio sería cometer un error categórico”.

Dos
Tomar siempre a Zizek en serio puede o no ser un error, pero con seguridad no lo será tomarlo por una vez en serio. Después de todo, se trata de un pensador famoso e influyente. Así que valdría la pena considerar la obra de Zizek como si en verdad hablara en serio y preguntar por lo que realmente son sus ideas y qué tipo de efecto es probable que generen.
Zizek es un creyente en la revolución, cree en la revolución en un tiempo en el que casi nadie, ni siquiera en la izquierda, piensa que tal cataclismo sea ya posible o siquiera deseable. He aquí su gran problema, y también su gran oportunidad. Mientras que socialismo sigue siendo la palabra que concita más odio entre la derecha republicana, la posibilidad de que el comunismo desplace al capitalismo es hoy tan remota, tan fantasiosa, que nadie se siente fuertemente compelido a oponérsele del mismo modo en que conservadores y liberales anticomunistas pudieron oponérsele en los años treinta, cincuenta e incluso en los ochenta. Al aparecer hablando el lenguaje clásico del marxismo-leninismo, Zizek se beneficia de la presunción de que un retorno a las ideas que otrora fueron causa de tragedia no puede ocurrir sino como farsa.
En las artes visuales ya se ha vuelto lugar común desnaturalizar íconos que una vez fueron apasionados y peligrosos y transformarlos en manieristas declaraciones post-ideológicas, tan divertidas e inofensivas como lucrativas. La cubierta del libro The Parallax View reproduce un retrato realsocialista, Lenin en el Instituto Smolny, y lo hace de la manera irónicamente falta de ironía que popularizó el trabajo seudoiconoclasta de Komar y Melamid, Cai Guo-Jiang y otros artistas post-soviéticos y post-Mao. Por supuesto, Zizek espera que estés al tanto de la broma. Pero hay una diferencia entre Zizek y los demás bromistas, y es que, en realidad, él no está bromeando.
Al igual que ellos, Zizek, quien nació en Liubliana, capital de Eslovenia, en 1949, pasó sus años de formación bajo el comunismo. Ya de estudiante universitario cedió a lo que sería una fascinación vitalicia con la obra de Jacques Lacan. Más tarde fue a París para hacerse analizar por el yerno y heredero de Lacan, Jacques-Alain Miller, y, hasta la fecha, las ideas y los términos lacanianos constituyen uno de los fundamentos del pensamiento de Zizek. Como era de esperar, su carrera académica se vio desviada por burócratas comunistas que pensaban, sin duda correctamente, que su excéntrica brillantez lo haría muy poco de fiar en materia política. Durante los años ochenta se vio envuelto en la fundación del Partido Liberal Democrático de la oposición eslovena, y hasta participó, sin éxito, en las elecciones que en 1990 tuvieron lugar en el país, a poco de su independencia. Sería interesante saber más acerca de las actividades de Zizek durante este período para comprender cómo este antiguo demócrata liberal pudo emerger como idólatra de Lenin y desdeñoso enemigo de la democracia liberal
Porque si bien Zizek saca provecho, hablando en términos prácticos, del repudio del sueño comunista, éste es también su principal motivo de queja. Debido a que mezcla alta teoría con baja cultura –uno de sus libros, ¡Goza tu síntoma!, es un manual introductorio a Lacan que ilustra sus teorías con ejemplos tomados de las películas de Hollywood–, resulta tentador clasificarlo como un postmoderno más. Pero Zizek es sumamente capaz de distinguir ente cultura pop, que es el aire que todos respiramos, y relativismo postmoderno, al cual rechaza sin equívocos. Su obra reciente es, de hecho, estrictamente conservadora en su hostilidad hacia los aspectos libertarios e improvisatorios de la cultura occidental contemporánea. Su actitud frente a la homosexualidad, por ejemplo, es la de un freudiano de mediados del siglo pasado: la considera un debilitador síntoma de narcisismo. En Sobre la violencia sugiere que la homosexualidad es un paso en el camino al onanismo: “Primero, en la homosexualidad el otro sexo es excluido (uno lo hace con otra persona del mismo sexo). Luego, en una especie de burlona negación de la negación hegeliana, la dimensión misma de la otredad es cancelada: uno lo hace consigo mismo”. Los transexuales son para él aún más amenazantes: “La diferencia fundamental, la diferencia ‘trascendental’ que cimenta la identidad misma, se torna algo abierto a la manipulación: en lugar de ello, se afirma la plasticidad del ser humano”. Cuando se trata del valiente nuevo mundo de la bioética contemporánea, Zizek es tan retrógrado como cualquier tradicionalista católico.
Zizek desconfía de los fenómenos postmodernistas del siglo XXI porque su programa entraña, y así lo reconoce, una vuelta al modernismo político del siglo, con su utópico anhelo de transformación violenta de la sociedad humana. Cree que solo este tipo de revolución es verdadera política. Más aún: solo en la violencia de la revolución tocamos en verdad la realidad. “La experiencia fundamental y definitoria del siglo XX es la experiencia de lo Real, opuesto a la cotidiana realidad social. Lo Real es su extrema violencia, el precio a pagar por mondar las engañosas capas de la realidad social”. Zizek experimenta, él también, este anhelo de lo Real y reconoce que esto es lo que lo opone a sus tiempos, en los que la virtualidad la pasa bomba. Encuentra deplorable “uno de los grandes motivos postmodernos, el de la Cosa Verdadera, respecto del cual debe guardarse apropiada distancia”. Desea acortar ese bache y apropiarse de “lo Real”
Tiene sentido, entonces, que el artefacto de la cultura pop que más hondamente le llega a Zizek, y al cual regresa una y otra vez en su obra, sea Matrix. Se recordará que en este film el héroe, interpretado por Keanu Reeves, es iniciado en un terrible secreto: el mundo, tal como lo conocemos, no existe realmente, sino que es nada más que la vasta simulación de un computador proyectada en nuestros cerebros. El héroe, al ser desconectado de esta simulación, se encuentra con que la especie humana ha sido esclavizada por robots en rebeldía, quienes utilizan a Matrix para mantenernos dóciles mientras chupan la energía de nuestros cuerpos. Cuando Laurence Fishburne, el mentor de Reeves, le muestra el verdadero estado de la Tierra, proclama: “Bienvenidos al desierto de lo real”.
Al usar esta frase como título de un breve libro sobre el 11 de septiembre y sus secuelas, Zizek no estaba haciendo una irónica referencia a lo pop: estaba dibujando y edificando un paralelo. El revolucionario comunista debe reflexionar inevitablemente sobre por qué nadie quiere una revolución comunista. ¿Por qué en Occidente la gente está tan contenta con lo que Zizek llama “el sueño de Francis Fukuyama del fin de la Historia?”. Para la mayoría de nosotros no parece una pregunta difícil de responder: basta comparar la experiencia de los países comunistas con la de los países democráticos. Pero Zizek no es un empírico, tampoco un liberal, y tiene otra respuesta: el capitalismo es Matrix, la ilusión en la que estamos atrapados.
Esto, desde luego, no es más que una manera extravagante de formular, en términos de ciencia ficción, el viejo concepto marxista de falsa conciencia. En Bienvenidos al desierto de lo real escribe: “Nuestras ‘libertades’ en sí mismas no hacen más que enmascarar y sostener nuestra más profunda falta de libertad”. En la obra de Zizek, este es el ejemplo central del tipo de inversión dialéctica, de la ingeniosa inversión antiliberal que es el movimiento básico de su mente. Y no podría ser de otro modo, si se considera que sus dioses intelectuales son Hegel y Lacan, maestros de la dialéctica para quienes la realidad nunca se deja ver, salvo bajo la forma de ilusión o de síntoma. En ambos sistemas, al intérprete –al filósofo en Hegel, al analista en Lacan– se le concede una absoluta e indiscutible autoridad. La mayoría de la gente se halla necesariamente esclavizada por las apariencias y, en consecuencia, por los engaños del poder. No pueden reconocer y exponer sin ayuda los significados ocultos, los verdaderos procesos de la Historia o del Inconsciente.
Esta concepción sacerdotal de la autoridad intelectual hace a ambos pensadores, en lo esencial, hostiles a la democracia, la cual sostiene que la verdad es accesible a todos, y que todo individuo está en capacidad, en principio, de hablar por sí mismo. También Zizek alcanza a ver la similaridad –o, dicho en sus palabras, “la profunda solidaridad”– entre sus dos tradiciones filosóficas favoritas. “Su estructura es inherentemente ‘autoritaria’: desde que Marx y Freud abrieron un nuevo campo teórico que establece criterios últimos de veracidad, sus palabras no pueden ponerse en entredicho del mismo modo en que nos sentimos autorizados a cuestionar las aseveraciones de sus seguidores”. Adviértase que el término autoritario no es usado aquí de modo peyorativo. Para Zizek, es precisamente ese autoritarismo lo que hace atractivas dichas perspectivas. Esa “noción comprometida de la verdad” hace de ellas “teorías en lucha, no meras teorías sobre la lucha”.
Pero para conocer aquello por lo que vale la pena luchar se necesitan, justamente, teorías acerca de la lucha. Solo cuando se han aceptado los términos de la misma –en el caso de Zizek, se trata de la lucha de clases– podrá uno moverse hacia una teoría de la lucha que enseñe cómo combatir. En este sentido, Zizek el dialéctico es en el fondo completamente antidialéctico. Que el liberalismo sea el mal y el comunismo el bien no es su conclusión sino su premisa. Las contorsiones de su pensamiento, sobre todo en sus libros más políticos, provienen de la necesidad de reconciliar esa premisa con una realidad que abundantemente parece indicar lo contrario.
De allí la necesidad de Matrix, o de algo parecido, en la cosmovisión de Zizek. Y de allí que apruebe cualquier cosa que nos desconecte de Matrix y nos devuelva al desierto de la realidad –los horrores del 11 de septiembre, por ejemplo–. Una de las ambigüedades presentes en los trabajos recientes de Zizek radica en su actitud respecto del tipo de fundamentalistas islámicos que perpetró los ataques. Por una parte, son claramente reaccionarios en su dogmatismo religioso; por otra, han sido mucho más efectivos que los zapatistas o el movimiento de Porto Alegre en cuanto a incordiar el capitalismo estadounidense. Zizek observa que “mientras procuran lo que a nuestros ojos son fines malvados, la forma que cobra su actividad concuerda con el más elevado estándar del bien”. Sí, eso mismo: del bien. Mohammed Atta y sus camaradas ejemplifican “el bien como espíritu que anima la disposición para el sacrificio en nombre de una causa elevada”.
La dialéctica de Zizek le permite tenerlo todo: a los muyahidín, pues no los motiva realmente la religión, como ellos dicen; en realidad son bajas causadas por el capitalismo global y, por tanto, son “objetivamente” de izquierda. “La única manera de comprender lo ocurrido el 11 de septiembre –escribe– es ponerlo en el contexto de los antagonismos del capitalismo global”.

Tres
En 2002 Zizek preguntaba: “¿Aceptará Estados Unidos finalmente el riesgo que supone atravesar la fantasmal pantalla que lo separa del Mundo Exterior, y aceptará su entrada en el Mundo Real?”. Su respuesta fue un “no”. Ni siquiera el 11 de septiembre tuvo éxito en tratar de robarle a Occidente sus ilusiones liberales. ¿Qué queda, entonces, para el aspirante a comunista? La respuesta verdaderamente dialéctica, el tipo de respuesta que Marx habría dado es que es preciso hacer patente que las adaptaciones del capitalismo son, en sí mismas, fatalmente fallidas. Esta es la respuesta que Antonio Negri y Michael Hardt dieron en Imperio y Multitud, sus populares tratados neomarxistas: conforme el capitalismo global evoluciona hacia una especie de realidad virtual, desencarnada y sin centro, la fuerza de trabajo se hace autónoma y el capital se hace innecesario. Sin embargo, al escribir En defensa de las causas perdidas, Zizek desdeña el “heroico intento” de Negri “de ceñirse a las coordenadas fundamentales del marxismo”. En definitiva, lo que Zizek quiere no es dialéctica, sino repetición: un nuevo Robespierre, otro Lenin, otro Mao. Su “progresismo” no es lineal sino cíclico. Si las condiciones objetivas no son ya lo que fueron en 1789 o 1817, entonces peor para las condiciones objetivas. “Las ideas verdaderas son eternas, indestructibles; regresan siempre que se las declara muertas”, escribe Zizek en la introducción de En defensa... Una de sus secciones se titula “¡Dadle una oportunidad a la dictadura del proletariado!”.
Desde luego que Zizek sabe tan bien como el que más cuántas oportunidades le han sido dadas y cuáles han sido los resultados. Por ello, en libros recientes ha comenzado a articular una nueva racionalización de la revolución que reconoce por adelantado que el destino de esta última es el fracaso. “Aunque en términos de su contenido positivo, los regímenes comunistas fueron todos un lúgubre fracaso, al generar terror y sufrimiento, al mismo tiempo abrieron cierto espacio, el espacio de las expectativas utópicas”. En otra parte añade que “a pesar (o, más bien, a causa de) todos sus errores, la Revolución Cultural [china] indudablemente contuvo elementos de una utopía llevada a la acción”. Así, sus crímenes no denotan el fracaso de los experimentos utopistas sino su éxito. Esta dimensión utópica es tan preciosa que vale la pena sacrificar por ella cualquier número de vidas humanas. A las decenas de millones ya sacrificadas en Rusia, China, Camboya y otras partes, Zizek está dispuesto a añadir cuantas más sean necesarias, y suscribe la fórmula del filósofo francés, radical de izquierda, Alain Badiou: mieux vaut un désastre qu’un désêtre: “mejor el desastre que dejar de ser”.
Tal ontología de la revolución plantea algunas preguntas. En varias ocasiones Zizek ha descrito el momento “utópico” de la revolución como “divino”. En apoyo de esta noción invoca lo que Walter Benjamin dejó dicho sobre “la divina violencia”. “La más obvia candidata a encarnar ‘la divina violencia’ ” –escribe Zizek en Sobre la violencia– “es la violenta explosión de resentimiento expresada en el espectro que va del linchamiento al terror revolucionario”. Es cierto que Benjamin, en sus peores momentos, aprobó la violencia revolucionaria en estos mismos términos, pero para un temperamento cuasi místico como el suyo, “lo divino” era al menos una verdadera categoría metafísica: cuando dijo “divino” quiso decir “divino”. Para Zizek, quien algunas veces usa tropos religiosos, aunque en verdad no crea en la religión, “lo divino” es solo un título honorífico, una manera de justificar pomposamente su llamado al sacrificio de vidas humanas.
“En la explosión revolucionaria”, explica Zizek en En defensa de las causas perdidas, “considerada como acontecimiento, resplandece otra dimensión utópica: la dimensión de la emancipación universal, la cual, precisamente, es el exceso traicionado por la realidad del mercado que se apropia del ‘día después’. De modo que el exceso no es simplemente abolido y despachado como irrelevante, sino que es transmutado, digamos, en algo del reino virtual”. Si la utopía está destinada a permanecer virtual, si un Robespierre viene siempre seguido de un Bonaparte y un Lenin por un Stalin, ¿a qué sacrificar por ella vidas humanas? ¿No sería acaso más sabio buscar esta “dimensión”, esta “condición divina”, de un modo incruento, fuera de la política, gracias a la imaginación?
¿No será que lo que atrae a Zizek no es la utopía, sino la sangre y el sacrificio? Esta es ciertamente la impresión que deja su extraña lectura torcida de la imagen más famosa brindada por Benjamin. En Sobre la violencia, Zizek cita el pasaje de Tesis para una filosofía de la historia que le fue inspirado a Benjamin por el cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus: “He aquí como concibo al ángel de la Historia. Su rostro vuelto hacia el pasado. Allí donde percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe que junta escombros a sus pies. El ángel quisiera quedarse, resucitar a los muertos y reparar lo que ha sido destrozado. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso y se ha enredado con tanta violencia en las alas del ángel que éste no puede ya plegarlas. Irresistiblemente, la tormenta lo impulsa hacia el futuro, al que había dado la espalda mientras, ante él, el montón de escombros crece buscando el cielo. A esa tormenta llamamos progreso”.
La sublimidad moral que ha hecho de esta imagen piedra de toque de tantos pensadores de postguerra radica en que Benjamin opone la violencia de la Historia al inconducente e incansable testigo que es el ángel. La violencia está en la naturaleza de las cosas, pero el ángel, Mesías siempre inminente, se resiste resueltamente a esa naturaleza: su único deseo es “reparar lo que haya sido destrozado”. Pero he aquí la respuesta de Zizek a Benjamin: “¿Y si la divina violencia no fuese más que la salvaje intervención de este ángel?”. ¿Qué tal si el ángel “devolviese el golpe de vez en cuando para restaurar el equilibrio, para consumar una venganza?”.
El argumento de Benjamin no podía haber sido tergiversado de modo más completo: si el ángel devolviese los golpes, ya no sería un ángel. Se habría pasado al bando del “progreso” que mata.
Ése no es ya el bando de Benjamin, sino el de Zizek. Es sus escritos recientes, al paso que retrocede la posibilidad real –o, para decirlo con su terminología heideggeriana, la posibilidad “óntica”– de la revolución, su importancia “ontológica” ha crecido. No, la revolución no llegará con el nuevo milenio. Como ciencia histórica, el marxismo es falso. La divina violencia “golpea desde la nada; es un medio sin fines”. Y sin embargo, “debería insistirse, a pesar de todo, en que no existe un ‘coraje malo’ ”. El coraje desplegado por la revolución es su propia justificación; es la imagen que la utopía no puede alcanzar. “La necesidad del momento es la utopía verdadera”.
Sin duda, Zizek no ha sido el único pensador de izquierda que ha creído en el poder renovador de la violencia, pero es difícil hallar otro para quien la revolución fuese, en sí misma, el acte gratuite. Para el revolucionario –instruye Zizek en En defensa de las causas perdidas–,la violencia trae consigo “la heroica asunción de la soledad de toda decisión soberana”. Se convierte en el “amo” (es el término hegeliano que usa Zizek) porque “no teme morir y está dispuesto a arriesgarlo todo”. Cierto: “el materialismo democrático rechaza furiosamente” la “infinita Verdad universal” que tal figura entraña, pero esto es así porque “la democracia tiene por regla no ir más allá de donde pueda llevarla su inercia pragmática y utilitaria... para desencadenar el entusiasmo por una causa es necesario un líder”. En suma, “sin el héroe no hay acontecimiento”, fórmula salida de un videojuego que Zizek cita con aprobación. Admite que “definitivamente hay algo terrorífico en esta actitud; sin embargo, este terror es, ni más ni menos, lo que condiciona la libertad”.
Existe un nombre para la política que glorifica el riesgo, la decisión y la voluntad; que anhela al héroe, al amo y al líder; que prefiere la muerte y el infinito a la democracia y lo pragmático; que solo halla libertad verdadera en el terror de la violencia. Tal nombre no es “comunismo”. Su nombre es fascismo, y en su obra más reciente Zizek se ha revelado, indiscutiblemente, como una variedad de fascista. Así lo admite de modo palmario en Sobre la violencia, al citar al filósofo alemán Peter Sloterdijk en torno al “renacer del fascista de izquierda que murmura desde el borde de la Academia”, donde “creo yo, pertenezco”. Ya no es preciso adivinar.
Zizek respalda, uno a uno, los valores y las prácticas del fascismo, pero obstinadamente se resiste a llevar la etiqueta. ¿Fascista esa “coreografía de masas que despliegan los disciplinados movimientos de miles de cuerpos”, del tipo que a Leni Riefenstahl le encantaba fotografiar? No, insiste Zizek: “Fue el nazismo el que robó tales ‘despliegues’ al movimiento obrero”, su creador original. (Deliberadamente ciego a la vieja y obvia conclusión de que las formas totalitarias admiten contenidos de izquierda y de derecha.) ¿Qué puede haber de fascista en eso que Adorno llamó hace ya tiempo la jerga de la autenticidad: “las ideas de decisión, repetición, asumir el propio destino... disciplina de masas, sacrificio del individuo en aras de lo colectivo y todo eso”? De nuevo, un no: “Nada hay de ‘inherentemente fascista’ ” en todo ello. ¿Es el martirologio que rodea al Che Guevara un vestigio del culto a la muerte propio del más reaccionario catolicismo latinoamericano, tal como lo ha sostenido Paul Berman? Tal vez, concede Zizek, “¿y qué hay con eso?”. “Para ser claros y brutales hasta el fin”, resume, “hay algo que aprender en la respuesta que dio Goering, allá por los tempranos años cuarenta, al fanático nazi que le reclamó por qué protegía a un judío muy conocido, salvándolo de la deportación: ‘En esta ciudad, yo decido quién es judío... En esta ciudad, somos nosotros quienes decidimos lo que es de izquierda, así que deberíamos ignorar las acusaciones de inconsistencia que nos hacen los liberales’ ”.

Cuatro
Esa frase es un momento notable en la escritura de Zizek. Destaca entre las muchas ocasiones en que, antes de librarse de algún pensamiento monstruoso, Zizek advierte al lector de la necesidad de ser duros, de no estremecernos ante las beaterías liberales. Para defenderse del cargo de protofascismo, Zizek se parapeta tras un chiste de Goering sobre los judíos. No se trata ya de una audacia alentada por la adrenalina, del escritor atrevido que “reta al lector a estar en desacuerdo”. Esgrimir tal cita en este contexto es signo, creo yo, de algo más tenebroso. Es retarse a sí mismo para ver cuán lejos se puede ir en dirección a la indecencia y a una obsesión que nada tiene de progresista o revolucionaria.
No es sorprendente que sea el tema de los judíos lo que agita ese impulso en Zizek, puesto que el tratamiento que da en su obra a los judíos y al judaísmo ha sido siempre perturbador, y esto de un modo diferente al dispensado a Estados Unidos –digamos–, al que se contenta con censurar. Los libros de Zizek están estructurados sin mucho rigor y vienen llenos de digresiones; son monólogos, más que tratados. Pero es por esa razón que su perpetuo retorno al tema de los judíos funciona en sus escritos de modo similar al de una fijación en el discurso de un “sujeto de análisis”: como indicio de algo oculto que reclama un examen crítico.
La forma que adoptan los comentarios de Zizek sobre los judíos expone una típica mentalidad antisemita. Esto último es un irrefutable y bastante común juicio forense que no alcanza a explicar, sin embargo, el apasionado detallismo de las exploraciones de Zizek. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje de Las metástasis del goce. Puesto a explicar la teoría de John McCumber sobre la “lógica del significante” en Hegel, Zizek escribe: “Para explicar esta ‘reflexividad’, recurramos a la lógica del antisemitismo. Primero, la serie de rótulos que designan atributos reales son abreviados e ‘inmediatizados’ por el rótulo ‘judío’ (avaro, especulador, intrigante, sucio...). Revirtiendo el orden, podemos ‘explicar’ el rótulo ‘judío’ con la serie (avaro, especulador, intrigante, sucio...); esto es, la serie da respuesta a la pregunta ¿Qué significa ‘judío’?”. En la argumentación a que esto da lugar, Zizek recita la lista de adjetivos “judíos” seis veces más.
Extraña manera de demostrar un elemento de teoría lingüística. Extraño, también, este pasaje de Irak: la tetera prestada en el que Zizek aborda la función ideológica del antisemitismo nazi: “Podría decirse que incluso si la mayoría de las afirmaciones nazis sobre los judíos hubiesen sido ciertas (que explotaban a los alemanes, que seducían muchachas alemanas y todo eso), su antisemitismo seguiría siendo patológico (y lo fue), puesto que reprimía la verdadera razón por la que los nazis necesitaron del antisemitismo para sustentar su posición ideológica”. ¿Por qué esta necesidad de dejar abierta, en aras de la argumentación, la posibilidad de que los judíos fuesen verdaderamente culpables de todo lo que los nazis los acusaban? ¿Por qué, al regresar a esta línea de razonamiento en Sobre la violencia–“aun cuando los judíos ricos de la Alemania de los años treinta ‘realmente’ explotasen a los trabajadores alemanes, sedujesen a sus hijas” y todo lo demás– , poner comillas a ‘realmente’, como si la veracidad y la falsedad de la vileza judía fuese asunto que admite posposición hasta que podamos considerarlo con más detenimiento?
Tales momentos desagradables no son del todo expresiones de antisemitismo. Pero en En defensa de las causas perdidas, Zizek deja ver claro lo que él llamaría la “fantasmal pantalla” a través de la cual ve a los judíos. Lo hace al reseñar El hombre es lobo del hombre, memoria del Gulag escrita por un judío polaco llamado Janusz Bardach. En su libro, escribe Zizek, Bardach relata que, al ser liberado del campo de Kolyma, pero todavía obligado a permanecer en la región, consiguió empleo en un hospital donde colaboró con un doctor en “un método desesperado para proveer de vitaminas y alimentos nutritivos a los prisioneros enfermos y hambrientos. El banco de sangre del hospital del campo rebosaba de sangre que planeaban desechar. Bardach la reprocesó, enriqueciéndola con vitaminas que obtenía de hierbas locales, y la revendió al banco”. Más tarde, cuando el hospital objetó sus técnicas, Bardach se las arregló para hacer lo mismo con sangre de ciervo, “y pronto desarrolló un exitoso negocio”. He aquí la reacción de Zizek a este relato: “mi inmediata asociación racista fue, por supuesto, ‘típico de los judíos’. Hasta en el peor de los gulags, tan pronto se les da un mínimo de libertad y espacio de maniobra, comienzan a traficar... ¡con sangre humana!”.
Ahora bien, Zizek hace este relato contra sí mismo para ilustrar el modo en que “el racismo obra como una disposición espontánea que acecha bajo la superficie” de todas nuestras mentes. Sin embargo, hay algo escalofriante en el uso de ese “por supuesto” y es la implicación de que todos brindamos abrigo a la asociación de judíos con especuladores y chupasangres, pese a que deberíamos suprimirla. Es en momentos así cuando cobramos conciencia de que para Zizek, nacido y criado en una ciudad a la que el Holocausto dejó sin judíos (en la actualidad, la comunidad judía de Eslovenia estima oficialmente que hay de cuatrocientos a seiscientos judíos en todo el país), estos son mera abstracción, tema de la fantasía y especulación que puede forzarse a jugar muchos roles en su economía psíquica.
En escritos recientes, al tiempo que sus preocupaciones se han desplazado más y más hacia el plano político, los papeles reservados a los judíos y al judaísmo se han tornado decididamente más negativos. En verdad, Zizek es menos hostil a Israel que muchos izquierdistas europeos. En el capítulo que dedica al tema en Sobre la violencia, escribe que “todo el mundo sabe que la única solución viable” para el conflicto del Medio Oriente es la de dos Estados separados, uno judío y otro palestino, lado a lado.
Pero el soberano desdén de Zizek por los hechos, junto con su imaginativa fijación en los judíos, garantizan que su retrato de Israel sea una maligna fantasía. “Debo admitir –declara–, con toda honestidad, que cada vez que viajo a Israel experimento el extraño temor de entrar en el territorio prohibido de la violencia ilegítima. ¿Significa esto que no soy (tan) secretamente antisemita?”. (Adviértase esa desarmante sinceridad que espera absolución y que, en el caso de Zizek, usualmente la obtiene.) Una manifestación de esta violencia ilegítima, escribe, es que “los judíos, víctimas ejemplares... consideran ahora un radical plan de ‘limpieza étnica’ (la ‘transferencia’ –el perfecto eufemismo orwelliano– de los palestinos de la Ribera Occidental)”. En realidad, “los judíos” no están en absoluto considerando esto. El único partido israelí que abogó por tal obscenidad, el Kach [partido nacionalista-religioso. N. del T.], liderado por Meir Kahane, fue excluido de la Knesset precisamente por esa razón. Pero Zizek no permite que una consideración tan empírica se oponga a su conclusión “dialéctica”. Zizek recurre a una de las más viejas y carentes de sentido “ironías” de la historia moderna al señalar que, desde antes de la Segunda Guerra Mundial, “nazis y sionistas compartían un interés común... En ambos casos, el propósito era un tipo de ‘limpieza étnica’ ”.
Este método para aliviar la culpa europea despachando “las víctimas ejemplares” del Holocausto como agentes del mismo está lejos de ser desconocido por la izquierda eu¬ropea. Pero lo que es menos común, aun tratándose de ella, es la resurrección, hecha por Zizek, de los más antiguos tropos filosóficos y teológicos del antisemitismo.
El texto clave aquí es su libro El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, aparecido en 2000. Ahí aborda “la delicada cuestión de las relaciones entre judaísmo y cristianismo”. Según Zizek, estas relaciones son enfermizamente familiares. Invocando el Moisés y el monoteísmo de Freud, Zizek asevera que el judaísmo abriga una “terca adhesión al gesto fundador, nunca reconocido como violento, que ronda su orden legal como un suplemento espectral”. Y continúa: fue gracias a esta terquedad judía que “los judíos no renunciaron al espectro: sobrevivieron a todas las calamidades precisamente porque se negaron a renunciar al espectro”.
Esta visión del judaísmo como religión muerta en vida que sobrevive, como un zombi, a la fecha de su muerte “natural”, viene tomada de Hegel quien, en su Fenomenología del espíritu, escribe sobre el “fatal vacío pecaminoso” de esta “muy réproba y abandonada” religión. El judaísmo filosófico, que aparece en muchos pensadores modernos, incluyendo a Kant, desciende del antijudaísmo cristiano, creador de la figura del Judío Errante, quien también “rehuyó renunciar al espectro”. Tiene sentido, entonces, que Zizek formule su antijudaísmo en términos explícitamente filosóficos.
¿Por qué tantos archienemigos del totalitarismo en la segunda mitad del siglo XX fueron judíos, como Arendt, Berlin y Lévinas? Uno podría pensar que, al ser los judíos las víctimas mayores del totalitarismo nazi, tuviesen interés en asegurarse de que la maldad de éste fuese reconocida, pero Zizek tiene otra explicación: los judíos rechazan tercamente el amor universal que se expresa en el terror revolucionario, del mismo modo que rechazaron el amor de Cristo.
En la introducción a En defensa de las causas perdidas escribe: “No es de extrañar que todos aquellos que exigen fidelidad al apelativo de ‘judíos’ son también quienes nos advierten contra los peligros ‘totalitarios’ de cualquier movimiento emancipador. Su política consiste en aceptar la finitud y limitación fundamentales a nuestra situación. La Ley Judía es la calificación última de esta finitud, lo cual es la razón de que, para ellos, todo intento de sobreponerse a la Ley y marchar hacia el Amor que todo lo abarca (desde el cristianismo, pasando por los jacobinos franceses, hasta el estalinismo) debe terminar en el terror totalitario”.
Según esta lectura, el estalinismo es heredero del cristianismo, un ejemplo más de cómo el Amor excede la Ley. En el texto anterior, Zizek solamente explicaba las tesis de Badiou, a quien dedica su libro, pero resulta seguro afirmar que Zizek suscribe esas tesis, puesto que es precisamente la misma lógica que obra en El frágil absoluto, donde escribe del “rechazo judío a afirmar el amor al prójimo fuera de los límites de la Ley” como opuesto al cometido cristiano de romper el círculo vicioso ley/pecado”. “No en balde”, dice Zizek, “para aquellos identificados por completo con la ‘sustancia nacional’ judía... la aparición de Cristo fue un escándalo, ridículo y/o traumático”.
A Zizek no le molesta que esta añeja dicotomía se fundamente en una completa ignorancia, tanto del judaísmo como del cristianismo. Nada más perezoso que reciclar el antiguo mito cristiano del judaísmo como religión de una “ley absoluta”. Y nada podría ser más insultante para el cristianismo que reducirlo románticamente a un antinomianismo, algo que siempre ha sido herejía para los cristianos. “El cristianismo”, observa Zizek, “es una forma de anticiencia par excellence¸ una loca apuesta a la Verdad”. Pero, seguramente, asesinar millones de personas no ayudará a ganar la apuesta de Pascal.
Y no hay duda de que es esta escala de la matanza lo que Zizek espera de la revolución. “Lo que hace repulsivo al nazismo”, escribe, “no es la retórica de una solución final como tal, sino el giro concreto que a ella le da”. Tal vez pueda suponerse que haya algo en esa frase que pueda ser tranquilizador para los judíos, o tal vez no. Pero en En defensa de las causas perdidas, y otra vez parafraseando a Badiou, Zizek escribe: “Dicho sucintamente, la única solución verdadera a ‘la cuestión judía’ es la ‘solución final’ (su aniquilamiento) porque los judíos... son el obstáculo mayor a la ‘solución final’ de la Historia misma, a la superación de las divisiones en una flexibilidad y una unidad que abarque todo”. Me apresuro a añadir que Zizek disiente de Badiou en cuanto cree que los judíos “que se resisten a una identificación con el Estado de Israel”, “los judíos que se pertenecen a sí mismos”, “los dignos sucesores de Spinoza” merecen ser exceptuados en razón a su “fidelidad al impulso mesiánico”.
De esta forma, el pensamiento presuntamente progresista de Zizek conduce directamente a un foso de miseria moral e intelectual. En su artículo contra la tortura publicado en el New York Times, Zizek se preocupaba porque la normalización de la tortura como instrumento de Estado fuese el primer paso de un “proceso de corrupción moral: quienes detentan el poder están, literalmente, tratando de romper parte de nuestro espinazo moral”. He aquí una buena descripción de la obra del propio Zizek. Encubierto por la comedia y la hipérbole, entre alusiones a películas y juegos de video, está comprometido con la rehabilitación de muchas de las más protervas ideas del último siglo. Intenta desbaratar el logro de todos los pensadores de postguerra que nos enseñaron a considerar el totalitarismo, el terror revolucionario, la violencia utopista y el antisemitismo como inadmisibles en un discurso político serio. ¿Estará su auditorio demasiado ocupado riéndose de él para escucharlo? Así lo espero, porque la idea de que puedan escucharlo sin retroceder ante él es demasiado lúgubre y preocupante como para contemplarla.

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