lunes, 10 de marzo de 2014

Zizek - El bufón mortífero.

Slavoj Zizek es uno de los pensadores más influyentes del mundo. Se le trata como a una estrella mediática y las universidades compiten por tenerlo en su planta de profesores. Una pregunta: ¿alguien ha leído qué es lo que escribe?


Uno
En 2007 el filósofo esloveno Slavoj Zizek publicó en el New York Times un artículo donde deploraba el uso que Estados Unidos hizo de la tortura para extraerle una confesión a Khalid Shaikh Mohammed, el líder de Al Qaeda de quien se piensa que es el cerebro de los ataques del 11 de septiembre. Cualquier lector cercano a las ideas liberales podría haber suscrito los argumentos empleados por Zizek. Sí, reconocía, los crímenes de Mohammed eran “claramente horrendos”, pero Estados Unidos daba marcha atrás a siglos de progreso legal y moral al torturar, regresando a la barbarie de la Edad Media. Es nuestro deber, argumentaba Zizek, no arrojar lejos “nuestro mayor logro civilizatorio: el crecimiento de nuestra espontánea sensibilidad moral”. Para cualquiera que estuviese familiarizado con los muchos libros escritos por Zizek, lo llamativo de su artículo era lo poco “zizekiano” que era. Las citas de Hegel y de Agamben iban de la mano con referencias a 24, la serie de acción de la TV, lo cual creaba el tipo de escalofrío hecho de altibajos culturales que tanta celebridad ha dado a Zizek. En obsequio de los lectores del Times, Zizek escribía, de un modo más bien sorprendente, como si Estados Unidos fuese en esencia un país decente que se había descarriado hacia el pecado.
En esto Zizek estaba siendo deshonesto. Porque lo que realmente cree acerca de Estados Unidos y la tortura puede leerse en su nuevo libro, Sobre la violencia, en el cual discurre alrededor de las notorias fotografías de las torturas en la prisión militar de Abu Ghraib: “Abu Ghraib no fue simplemente un caso de arrogancia estadounidense frente a un pueblo del Tercer Mundo. Al someterlos a humillantes torturas, los prisioneros iraquíes fueron iniciados efectivamente en la cultura americana”. Así, lejos de traicionar valores estadounidenses, la tortura ofrece, en los hechos, “una visión íntima de los valores americanos, del mismísimo núcleo de obsceno disfrute que sostiene el modo de vida americano”. Para los muchos admiradores de Zizek, esta forma de decirlo es la descripción atinada de los hechos.
El artículo ilustra brillantemente, además, sobre un tipo de inversión dialéctica que Zizek ha convertido en su estratagema intelectual favorita, la misma que brinda a su escritura su desorientador hechizo contraintuitivo. La tortura, en toda apariencia algo ajeno a lo americano, es declarada la cosa más estadounidense, de donde legalizarla, lejos de acercar a Estados Unidos a la barbarie, es en realidad un paso adelante en el camino de humanizarlo. De acuerdo con la vieja lógica marxista, la tortura agudiza las contradicciones y nos acerca al día en que nos daremos cuenta, tal como escribe Zizek, de que los “derechos universales del hombre” son una farsa y que representan algo más que “los derechos de propiedad del macho blanco para intercambiar libremente en el mercado y explotar a trabajadores y mujeres”.
Zizek tampoco se limita a condenar la violencia de Al Qaeda como “horrorosa”. El fundamentalismo islámico puede parecer reaccionario, pero según una “curiosa inversión” nuestro pensador observa que “la religión es uno de los lugares posibles desde el que se pueden desplegar dudas críticas acerca de la sociedad de hoy. Se ha convertido, pues, en uno de los lugares de resistencia”. La premisa mayor de Sobre la violencia, y de la obra reciente de Zizek en general, es que resistir al orden liberal-democrático es algo tan urgente que justifica cualquier grado de violencia. “En esto cualquier cosa debe apoyarse, incluso el ‘fanatismo’ religioso”, escribe en Irak: La tetera prestada.

Algo curioso del fenómeno Zizek es que mientras más estruendosos son sus aplausos a la violencia y el terror –especialmente el terror de Lenin, Stalin y Mao, a cuyas “causas perdidas” se acoge Zizek en su nuevo libro, En defensa de las causas perdidas–, con mayor indulgencia es recibido por la izquierda académica, que lo ha elevado al rango de celebridad y personaje de culto. Un vistazo a las contratapas de sus libros ofrece una vívida ilustración de cuán poderosa es la tolerancia represiva.
En Iraq: la tetera prestada, Zizek declara que “el peor terror estalinista es mejor que la más liberal de las democracias capitalistas”, a despecho de lo cual en la contratapa se nos dice que es un “escritor estimulante” que “podrá entretener u ofender, pero nunca aburrir”. En Lo frágil absoluto escribe que “el medio de combatir efectivamente el odio étnico no es con su inmediata contraparte, la tolerancia. Al contrario, lo que necesitamos es aún más odio; un odio apropiadamente político”, pero la contratapa describe esto como ejemplo de su “brío y descaro típicos”. Por último, Zizek señala en En defensa de las causas perdidas que “Heidegger es ‘grande’ no a pesar de, sino debido a su relación con el nazismo” y que “no importa cuán loco y de mal gusto pueda esto sonar, el problema con Hitler es que no fue suficientemente violento, que su violencia no fue suficientemente ‘esencial’ ”. Su editor nos informa, sin embargo, que su libro es un “ingenioso manifiesto, cuyo combustible es la adrenalina, en favor de los valores universales”.
En ese mismo ingenioso libro, Zizek se lamenta de que “así es como el establishment quiere a sus teóricos ‘subversivos’: como inofensivos tábanos que nos piquen para despertarnos a las inconsistencias e imperfecciones de nuestra empresa democrática, pero Dios los libre de tomar seriamente el proyecto y pretender vivirlo”. ¿Cómo es, pues, que Slavoj Zizek, quien no desea corregir la democracia sino destruirla, se ha convertido en una de las mascotas subversivas del establish¬ment y trata de “vivir” a plenitud la revolución como el profesor de la Escuela Europea para Graduados que se desplaza constantemente en jet, como investigador de alto rango en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana y director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades?
Parte de la respuesta tiene que ver con el entusiasmo de Zizek por la cultura popular estadounidense. Pese a los mejores intentos de la teoría crítica de desmitificar el entretenimiento masivo americano y poner al desnudo el subtexto político de nuestras películas y nuestros libros de ficción barata, la cultura pop sigue siendo para muchos americanos, ya sean politizados o apolíticos, una frívola zona de entretenimiento y distracción. De modo que cuando el Zizek empapado en teoría ilustra sus arcanas nociones con ejemplos sacados de Nip/Tuck o de Titanic, parece invitarnos a suspender la seriedad. El efecto es muy deliberado. En Las metástasis del goce, Zizek escribe de Parque Jurásico que “es una pieza de cámara sobre el trauma de la paternidad al estilo del primer Antonioni o de Bergman”. En otra obra pregunta: “¿No es Parsifal un modelo de Keanu Reeves en Matrix, con Laurence Fishburne en el papel de Gurnemanz?”. Son chascarrillos que, con su juguetona picardía, astutamente desarman al lector ansioso o despistado. La expectativa de una hipérbole cómica da alivio al lector; esa misma expectativa se transfiere entonces a las proclamas políticas de Zizek, las cuales ciertamente resultan hiperbólicas, pero no son cómicas en absoluto.
Cuando en 1994, durante el sitio de Sarajevo, Zizek escribió que “no existe diferencia” entre la vida en aquella ciudad y la de cualquier ciudad americana o de Europa occidental, y que “ya no es posible trazar una clara e inequívoca línea de separación entre quienes vivimos una paz ‘verdadera’ y los vecinos de Sarajevo”, bueno, era natural que sus lectores pensasen que, en realidad, él no había querido decir eso, del mismo modo en que no había querido decir realmente que Parque Jurásico se parece a una película de Bergman.
Esta promiscuidad intelectual es privilegio del bufón con licencia, del hombre a quien la Chronicle of Higher Education ha bautizado como “el Elvis de la teoría cultural”.
Zizek también sabe hacer el bufón en persona. Cuanto periodista ha tenido ocasión de entrevistarlo ha salido con una sonrisa en el rostro. Robert Boynton, escribiendo para la revista Lingua Franca en 1998, halló a un Zizek “barbudo, despeinado, hablando con un vozarrón... parecía el candidato ideal para encarnar en una película el papel del Intelectual de Europa Oriental”. A Boynton le divirtió ver al maniático y despotricador filósofo ordenar té de menta y galleticas azucaradas: “Oh, en las tardes no puedo beber nada que sea más fuerte que el té de hierbas”, dice dócilmente. “La cafeína me pone demasiado nervioso”. El paralelismo intelectual luce muy claro: tanto en la vida real como en su escritura, Zizek ladra pero no muerde. Pasa con él lo mismo que con el chico travieso que nos desarma con una sonrisa: es imposible enfadarse con él por mucho tiempo.
Fui testigo del mismo tipo de engaño en 2008, cuando Zizek se presentó en compañía de Bernard Henri-Lévy en la Biblioteca Pública de Nueva York. Los dos filósofos-celebridades entraron en escena al compás del tema musical de Superman y sus personae resultaban tan perfectamente opuesta la una a la otra que terminaron empujándose mutuamente hasta conformar una caricatura: Lévy lucía en extremo galo y desenvuelto al lado de Zizek, y éste, con los ojos desorbitados, lucía en extremo eslavo. Entonces, resultó perfectamente natural que el público estallase en carcajadas cuando Zizek, en cierto momento de una velada en absoluto enconada, le dijo a Lévy: “No te preocupes, cuando tomemos el poder no irás al Gulag; solo pasarás dos años en un campo de reeducación”. Solzhenitsin había muerto solo unas pocas semanas antes, pero habría sido una estupidez identificar el Gulag de Zizek con el de Solzhenitsin. Al reírse, el público caía en el juego de Zizek y se conducía según una frase ya muy frecuente tratándose de Zizek, acuñada por Rebecca Mead en un perfil que escribió para The New Yorker hace unos años: “Tomar a Slavoj Zizek siempre en serio sería cometer un error categórico”.

Dos
Tomar siempre a Zizek en serio puede o no ser un error, pero con seguridad no lo será tomarlo por una vez en serio. Después de todo, se trata de un pensador famoso e influyente. Así que valdría la pena considerar la obra de Zizek como si en verdad hablara en serio y preguntar por lo que realmente son sus ideas y qué tipo de efecto es probable que generen.
Zizek es un creyente en la revolución, cree en la revolución en un tiempo en el que casi nadie, ni siquiera en la izquierda, piensa que tal cataclismo sea ya posible o siquiera deseable. He aquí su gran problema, y también su gran oportunidad. Mientras que socialismo sigue siendo la palabra que concita más odio entre la derecha republicana, la posibilidad de que el comunismo desplace al capitalismo es hoy tan remota, tan fantasiosa, que nadie se siente fuertemente compelido a oponérsele del mismo modo en que conservadores y liberales anticomunistas pudieron oponérsele en los años treinta, cincuenta e incluso en los ochenta. Al aparecer hablando el lenguaje clásico del marxismo-leninismo, Zizek se beneficia de la presunción de que un retorno a las ideas que otrora fueron causa de tragedia no puede ocurrir sino como farsa.
En las artes visuales ya se ha vuelto lugar común desnaturalizar íconos que una vez fueron apasionados y peligrosos y transformarlos en manieristas declaraciones post-ideológicas, tan divertidas e inofensivas como lucrativas. La cubierta del libro The Parallax View reproduce un retrato realsocialista, Lenin en el Instituto Smolny, y lo hace de la manera irónicamente falta de ironía que popularizó el trabajo seudoiconoclasta de Komar y Melamid, Cai Guo-Jiang y otros artistas post-soviéticos y post-Mao. Por supuesto, Zizek espera que estés al tanto de la broma. Pero hay una diferencia entre Zizek y los demás bromistas, y es que, en realidad, él no está bromeando.
Al igual que ellos, Zizek, quien nació en Liubliana, capital de Eslovenia, en 1949, pasó sus años de formación bajo el comunismo. Ya de estudiante universitario cedió a lo que sería una fascinación vitalicia con la obra de Jacques Lacan. Más tarde fue a París para hacerse analizar por el yerno y heredero de Lacan, Jacques-Alain Miller, y, hasta la fecha, las ideas y los términos lacanianos constituyen uno de los fundamentos del pensamiento de Zizek. Como era de esperar, su carrera académica se vio desviada por burócratas comunistas que pensaban, sin duda correctamente, que su excéntrica brillantez lo haría muy poco de fiar en materia política. Durante los años ochenta se vio envuelto en la fundación del Partido Liberal Democrático de la oposición eslovena, y hasta participó, sin éxito, en las elecciones que en 1990 tuvieron lugar en el país, a poco de su independencia. Sería interesante saber más acerca de las actividades de Zizek durante este período para comprender cómo este antiguo demócrata liberal pudo emerger como idólatra de Lenin y desdeñoso enemigo de la democracia liberal
Porque si bien Zizek saca provecho, hablando en términos prácticos, del repudio del sueño comunista, éste es también su principal motivo de queja. Debido a que mezcla alta teoría con baja cultura –uno de sus libros, ¡Goza tu síntoma!, es un manual introductorio a Lacan que ilustra sus teorías con ejemplos tomados de las películas de Hollywood–, resulta tentador clasificarlo como un postmoderno más. Pero Zizek es sumamente capaz de distinguir ente cultura pop, que es el aire que todos respiramos, y relativismo postmoderno, al cual rechaza sin equívocos. Su obra reciente es, de hecho, estrictamente conservadora en su hostilidad hacia los aspectos libertarios e improvisatorios de la cultura occidental contemporánea. Su actitud frente a la homosexualidad, por ejemplo, es la de un freudiano de mediados del siglo pasado: la considera un debilitador síntoma de narcisismo. En Sobre la violencia sugiere que la homosexualidad es un paso en el camino al onanismo: “Primero, en la homosexualidad el otro sexo es excluido (uno lo hace con otra persona del mismo sexo). Luego, en una especie de burlona negación de la negación hegeliana, la dimensión misma de la otredad es cancelada: uno lo hace consigo mismo”. Los transexuales son para él aún más amenazantes: “La diferencia fundamental, la diferencia ‘trascendental’ que cimenta la identidad misma, se torna algo abierto a la manipulación: en lugar de ello, se afirma la plasticidad del ser humano”. Cuando se trata del valiente nuevo mundo de la bioética contemporánea, Zizek es tan retrógrado como cualquier tradicionalista católico.
Zizek desconfía de los fenómenos postmodernistas del siglo XXI porque su programa entraña, y así lo reconoce, una vuelta al modernismo político del siglo, con su utópico anhelo de transformación violenta de la sociedad humana. Cree que solo este tipo de revolución es verdadera política. Más aún: solo en la violencia de la revolución tocamos en verdad la realidad. “La experiencia fundamental y definitoria del siglo XX es la experiencia de lo Real, opuesto a la cotidiana realidad social. Lo Real es su extrema violencia, el precio a pagar por mondar las engañosas capas de la realidad social”. Zizek experimenta, él también, este anhelo de lo Real y reconoce que esto es lo que lo opone a sus tiempos, en los que la virtualidad la pasa bomba. Encuentra deplorable “uno de los grandes motivos postmodernos, el de la Cosa Verdadera, respecto del cual debe guardarse apropiada distancia”. Desea acortar ese bache y apropiarse de “lo Real”
Tiene sentido, entonces, que el artefacto de la cultura pop que más hondamente le llega a Zizek, y al cual regresa una y otra vez en su obra, sea Matrix. Se recordará que en este film el héroe, interpretado por Keanu Reeves, es iniciado en un terrible secreto: el mundo, tal como lo conocemos, no existe realmente, sino que es nada más que la vasta simulación de un computador proyectada en nuestros cerebros. El héroe, al ser desconectado de esta simulación, se encuentra con que la especie humana ha sido esclavizada por robots en rebeldía, quienes utilizan a Matrix para mantenernos dóciles mientras chupan la energía de nuestros cuerpos. Cuando Laurence Fishburne, el mentor de Reeves, le muestra el verdadero estado de la Tierra, proclama: “Bienvenidos al desierto de lo real”.
Al usar esta frase como título de un breve libro sobre el 11 de septiembre y sus secuelas, Zizek no estaba haciendo una irónica referencia a lo pop: estaba dibujando y edificando un paralelo. El revolucionario comunista debe reflexionar inevitablemente sobre por qué nadie quiere una revolución comunista. ¿Por qué en Occidente la gente está tan contenta con lo que Zizek llama “el sueño de Francis Fukuyama del fin de la Historia?”. Para la mayoría de nosotros no parece una pregunta difícil de responder: basta comparar la experiencia de los países comunistas con la de los países democráticos. Pero Zizek no es un empírico, tampoco un liberal, y tiene otra respuesta: el capitalismo es Matrix, la ilusión en la que estamos atrapados.
Esto, desde luego, no es más que una manera extravagante de formular, en términos de ciencia ficción, el viejo concepto marxista de falsa conciencia. En Bienvenidos al desierto de lo real escribe: “Nuestras ‘libertades’ en sí mismas no hacen más que enmascarar y sostener nuestra más profunda falta de libertad”. En la obra de Zizek, este es el ejemplo central del tipo de inversión dialéctica, de la ingeniosa inversión antiliberal que es el movimiento básico de su mente. Y no podría ser de otro modo, si se considera que sus dioses intelectuales son Hegel y Lacan, maestros de la dialéctica para quienes la realidad nunca se deja ver, salvo bajo la forma de ilusión o de síntoma. En ambos sistemas, al intérprete –al filósofo en Hegel, al analista en Lacan– se le concede una absoluta e indiscutible autoridad. La mayoría de la gente se halla necesariamente esclavizada por las apariencias y, en consecuencia, por los engaños del poder. No pueden reconocer y exponer sin ayuda los significados ocultos, los verdaderos procesos de la Historia o del Inconsciente.
Esta concepción sacerdotal de la autoridad intelectual hace a ambos pensadores, en lo esencial, hostiles a la democracia, la cual sostiene que la verdad es accesible a todos, y que todo individuo está en capacidad, en principio, de hablar por sí mismo. También Zizek alcanza a ver la similaridad –o, dicho en sus palabras, “la profunda solidaridad”– entre sus dos tradiciones filosóficas favoritas. “Su estructura es inherentemente ‘autoritaria’: desde que Marx y Freud abrieron un nuevo campo teórico que establece criterios últimos de veracidad, sus palabras no pueden ponerse en entredicho del mismo modo en que nos sentimos autorizados a cuestionar las aseveraciones de sus seguidores”. Adviértase que el término autoritario no es usado aquí de modo peyorativo. Para Zizek, es precisamente ese autoritarismo lo que hace atractivas dichas perspectivas. Esa “noción comprometida de la verdad” hace de ellas “teorías en lucha, no meras teorías sobre la lucha”.
Pero para conocer aquello por lo que vale la pena luchar se necesitan, justamente, teorías acerca de la lucha. Solo cuando se han aceptado los términos de la misma –en el caso de Zizek, se trata de la lucha de clases– podrá uno moverse hacia una teoría de la lucha que enseñe cómo combatir. En este sentido, Zizek el dialéctico es en el fondo completamente antidialéctico. Que el liberalismo sea el mal y el comunismo el bien no es su conclusión sino su premisa. Las contorsiones de su pensamiento, sobre todo en sus libros más políticos, provienen de la necesidad de reconciliar esa premisa con una realidad que abundantemente parece indicar lo contrario.
De allí la necesidad de Matrix, o de algo parecido, en la cosmovisión de Zizek. Y de allí que apruebe cualquier cosa que nos desconecte de Matrix y nos devuelva al desierto de la realidad –los horrores del 11 de septiembre, por ejemplo–. Una de las ambigüedades presentes en los trabajos recientes de Zizek radica en su actitud respecto del tipo de fundamentalistas islámicos que perpetró los ataques. Por una parte, son claramente reaccionarios en su dogmatismo religioso; por otra, han sido mucho más efectivos que los zapatistas o el movimiento de Porto Alegre en cuanto a incordiar el capitalismo estadounidense. Zizek observa que “mientras procuran lo que a nuestros ojos son fines malvados, la forma que cobra su actividad concuerda con el más elevado estándar del bien”. Sí, eso mismo: del bien. Mohammed Atta y sus camaradas ejemplifican “el bien como espíritu que anima la disposición para el sacrificio en nombre de una causa elevada”.
La dialéctica de Zizek le permite tenerlo todo: a los muyahidín, pues no los motiva realmente la religión, como ellos dicen; en realidad son bajas causadas por el capitalismo global y, por tanto, son “objetivamente” de izquierda. “La única manera de comprender lo ocurrido el 11 de septiembre –escribe– es ponerlo en el contexto de los antagonismos del capitalismo global”.

Tres
En 2002 Zizek preguntaba: “¿Aceptará Estados Unidos finalmente el riesgo que supone atravesar la fantasmal pantalla que lo separa del Mundo Exterior, y aceptará su entrada en el Mundo Real?”. Su respuesta fue un “no”. Ni siquiera el 11 de septiembre tuvo éxito en tratar de robarle a Occidente sus ilusiones liberales. ¿Qué queda, entonces, para el aspirante a comunista? La respuesta verdaderamente dialéctica, el tipo de respuesta que Marx habría dado es que es preciso hacer patente que las adaptaciones del capitalismo son, en sí mismas, fatalmente fallidas. Esta es la respuesta que Antonio Negri y Michael Hardt dieron en Imperio y Multitud, sus populares tratados neomarxistas: conforme el capitalismo global evoluciona hacia una especie de realidad virtual, desencarnada y sin centro, la fuerza de trabajo se hace autónoma y el capital se hace innecesario. Sin embargo, al escribir En defensa de las causas perdidas, Zizek desdeña el “heroico intento” de Negri “de ceñirse a las coordenadas fundamentales del marxismo”. En definitiva, lo que Zizek quiere no es dialéctica, sino repetición: un nuevo Robespierre, otro Lenin, otro Mao. Su “progresismo” no es lineal sino cíclico. Si las condiciones objetivas no son ya lo que fueron en 1789 o 1817, entonces peor para las condiciones objetivas. “Las ideas verdaderas son eternas, indestructibles; regresan siempre que se las declara muertas”, escribe Zizek en la introducción de En defensa... Una de sus secciones se titula “¡Dadle una oportunidad a la dictadura del proletariado!”.
Desde luego que Zizek sabe tan bien como el que más cuántas oportunidades le han sido dadas y cuáles han sido los resultados. Por ello, en libros recientes ha comenzado a articular una nueva racionalización de la revolución que reconoce por adelantado que el destino de esta última es el fracaso. “Aunque en términos de su contenido positivo, los regímenes comunistas fueron todos un lúgubre fracaso, al generar terror y sufrimiento, al mismo tiempo abrieron cierto espacio, el espacio de las expectativas utópicas”. En otra parte añade que “a pesar (o, más bien, a causa de) todos sus errores, la Revolución Cultural [china] indudablemente contuvo elementos de una utopía llevada a la acción”. Así, sus crímenes no denotan el fracaso de los experimentos utopistas sino su éxito. Esta dimensión utópica es tan preciosa que vale la pena sacrificar por ella cualquier número de vidas humanas. A las decenas de millones ya sacrificadas en Rusia, China, Camboya y otras partes, Zizek está dispuesto a añadir cuantas más sean necesarias, y suscribe la fórmula del filósofo francés, radical de izquierda, Alain Badiou: mieux vaut un désastre qu’un désêtre: “mejor el desastre que dejar de ser”.
Tal ontología de la revolución plantea algunas preguntas. En varias ocasiones Zizek ha descrito el momento “utópico” de la revolución como “divino”. En apoyo de esta noción invoca lo que Walter Benjamin dejó dicho sobre “la divina violencia”. “La más obvia candidata a encarnar ‘la divina violencia’ ” –escribe Zizek en Sobre la violencia– “es la violenta explosión de resentimiento expresada en el espectro que va del linchamiento al terror revolucionario”. Es cierto que Benjamin, en sus peores momentos, aprobó la violencia revolucionaria en estos mismos términos, pero para un temperamento cuasi místico como el suyo, “lo divino” era al menos una verdadera categoría metafísica: cuando dijo “divino” quiso decir “divino”. Para Zizek, quien algunas veces usa tropos religiosos, aunque en verdad no crea en la religión, “lo divino” es solo un título honorífico, una manera de justificar pomposamente su llamado al sacrificio de vidas humanas.
“En la explosión revolucionaria”, explica Zizek en En defensa de las causas perdidas, “considerada como acontecimiento, resplandece otra dimensión utópica: la dimensión de la emancipación universal, la cual, precisamente, es el exceso traicionado por la realidad del mercado que se apropia del ‘día después’. De modo que el exceso no es simplemente abolido y despachado como irrelevante, sino que es transmutado, digamos, en algo del reino virtual”. Si la utopía está destinada a permanecer virtual, si un Robespierre viene siempre seguido de un Bonaparte y un Lenin por un Stalin, ¿a qué sacrificar por ella vidas humanas? ¿No sería acaso más sabio buscar esta “dimensión”, esta “condición divina”, de un modo incruento, fuera de la política, gracias a la imaginación?
¿No será que lo que atrae a Zizek no es la utopía, sino la sangre y el sacrificio? Esta es ciertamente la impresión que deja su extraña lectura torcida de la imagen más famosa brindada por Benjamin. En Sobre la violencia, Zizek cita el pasaje de Tesis para una filosofía de la historia que le fue inspirado a Benjamin por el cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus: “He aquí como concibo al ángel de la Historia. Su rostro vuelto hacia el pasado. Allí donde percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe que junta escombros a sus pies. El ángel quisiera quedarse, resucitar a los muertos y reparar lo que ha sido destrozado. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso y se ha enredado con tanta violencia en las alas del ángel que éste no puede ya plegarlas. Irresistiblemente, la tormenta lo impulsa hacia el futuro, al que había dado la espalda mientras, ante él, el montón de escombros crece buscando el cielo. A esa tormenta llamamos progreso”.
La sublimidad moral que ha hecho de esta imagen piedra de toque de tantos pensadores de postguerra radica en que Benjamin opone la violencia de la Historia al inconducente e incansable testigo que es el ángel. La violencia está en la naturaleza de las cosas, pero el ángel, Mesías siempre inminente, se resiste resueltamente a esa naturaleza: su único deseo es “reparar lo que haya sido destrozado”. Pero he aquí la respuesta de Zizek a Benjamin: “¿Y si la divina violencia no fuese más que la salvaje intervención de este ángel?”. ¿Qué tal si el ángel “devolviese el golpe de vez en cuando para restaurar el equilibrio, para consumar una venganza?”.
El argumento de Benjamin no podía haber sido tergiversado de modo más completo: si el ángel devolviese los golpes, ya no sería un ángel. Se habría pasado al bando del “progreso” que mata.
Ése no es ya el bando de Benjamin, sino el de Zizek. Es sus escritos recientes, al paso que retrocede la posibilidad real –o, para decirlo con su terminología heideggeriana, la posibilidad “óntica”– de la revolución, su importancia “ontológica” ha crecido. No, la revolución no llegará con el nuevo milenio. Como ciencia histórica, el marxismo es falso. La divina violencia “golpea desde la nada; es un medio sin fines”. Y sin embargo, “debería insistirse, a pesar de todo, en que no existe un ‘coraje malo’ ”. El coraje desplegado por la revolución es su propia justificación; es la imagen que la utopía no puede alcanzar. “La necesidad del momento es la utopía verdadera”.
Sin duda, Zizek no ha sido el único pensador de izquierda que ha creído en el poder renovador de la violencia, pero es difícil hallar otro para quien la revolución fuese, en sí misma, el acte gratuite. Para el revolucionario –instruye Zizek en En defensa de las causas perdidas–,la violencia trae consigo “la heroica asunción de la soledad de toda decisión soberana”. Se convierte en el “amo” (es el término hegeliano que usa Zizek) porque “no teme morir y está dispuesto a arriesgarlo todo”. Cierto: “el materialismo democrático rechaza furiosamente” la “infinita Verdad universal” que tal figura entraña, pero esto es así porque “la democracia tiene por regla no ir más allá de donde pueda llevarla su inercia pragmática y utilitaria... para desencadenar el entusiasmo por una causa es necesario un líder”. En suma, “sin el héroe no hay acontecimiento”, fórmula salida de un videojuego que Zizek cita con aprobación. Admite que “definitivamente hay algo terrorífico en esta actitud; sin embargo, este terror es, ni más ni menos, lo que condiciona la libertad”.
Existe un nombre para la política que glorifica el riesgo, la decisión y la voluntad; que anhela al héroe, al amo y al líder; que prefiere la muerte y el infinito a la democracia y lo pragmático; que solo halla libertad verdadera en el terror de la violencia. Tal nombre no es “comunismo”. Su nombre es fascismo, y en su obra más reciente Zizek se ha revelado, indiscutiblemente, como una variedad de fascista. Así lo admite de modo palmario en Sobre la violencia, al citar al filósofo alemán Peter Sloterdijk en torno al “renacer del fascista de izquierda que murmura desde el borde de la Academia”, donde “creo yo, pertenezco”. Ya no es preciso adivinar.
Zizek respalda, uno a uno, los valores y las prácticas del fascismo, pero obstinadamente se resiste a llevar la etiqueta. ¿Fascista esa “coreografía de masas que despliegan los disciplinados movimientos de miles de cuerpos”, del tipo que a Leni Riefenstahl le encantaba fotografiar? No, insiste Zizek: “Fue el nazismo el que robó tales ‘despliegues’ al movimiento obrero”, su creador original. (Deliberadamente ciego a la vieja y obvia conclusión de que las formas totalitarias admiten contenidos de izquierda y de derecha.) ¿Qué puede haber de fascista en eso que Adorno llamó hace ya tiempo la jerga de la autenticidad: “las ideas de decisión, repetición, asumir el propio destino... disciplina de masas, sacrificio del individuo en aras de lo colectivo y todo eso”? De nuevo, un no: “Nada hay de ‘inherentemente fascista’ ” en todo ello. ¿Es el martirologio que rodea al Che Guevara un vestigio del culto a la muerte propio del más reaccionario catolicismo latinoamericano, tal como lo ha sostenido Paul Berman? Tal vez, concede Zizek, “¿y qué hay con eso?”. “Para ser claros y brutales hasta el fin”, resume, “hay algo que aprender en la respuesta que dio Goering, allá por los tempranos años cuarenta, al fanático nazi que le reclamó por qué protegía a un judío muy conocido, salvándolo de la deportación: ‘En esta ciudad, yo decido quién es judío... En esta ciudad, somos nosotros quienes decidimos lo que es de izquierda, así que deberíamos ignorar las acusaciones de inconsistencia que nos hacen los liberales’ ”.

Cuatro
Esa frase es un momento notable en la escritura de Zizek. Destaca entre las muchas ocasiones en que, antes de librarse de algún pensamiento monstruoso, Zizek advierte al lector de la necesidad de ser duros, de no estremecernos ante las beaterías liberales. Para defenderse del cargo de protofascismo, Zizek se parapeta tras un chiste de Goering sobre los judíos. No se trata ya de una audacia alentada por la adrenalina, del escritor atrevido que “reta al lector a estar en desacuerdo”. Esgrimir tal cita en este contexto es signo, creo yo, de algo más tenebroso. Es retarse a sí mismo para ver cuán lejos se puede ir en dirección a la indecencia y a una obsesión que nada tiene de progresista o revolucionaria.
No es sorprendente que sea el tema de los judíos lo que agita ese impulso en Zizek, puesto que el tratamiento que da en su obra a los judíos y al judaísmo ha sido siempre perturbador, y esto de un modo diferente al dispensado a Estados Unidos –digamos–, al que se contenta con censurar. Los libros de Zizek están estructurados sin mucho rigor y vienen llenos de digresiones; son monólogos, más que tratados. Pero es por esa razón que su perpetuo retorno al tema de los judíos funciona en sus escritos de modo similar al de una fijación en el discurso de un “sujeto de análisis”: como indicio de algo oculto que reclama un examen crítico.
La forma que adoptan los comentarios de Zizek sobre los judíos expone una típica mentalidad antisemita. Esto último es un irrefutable y bastante común juicio forense que no alcanza a explicar, sin embargo, el apasionado detallismo de las exploraciones de Zizek. Considérese, por ejemplo, el siguiente pasaje de Las metástasis del goce. Puesto a explicar la teoría de John McCumber sobre la “lógica del significante” en Hegel, Zizek escribe: “Para explicar esta ‘reflexividad’, recurramos a la lógica del antisemitismo. Primero, la serie de rótulos que designan atributos reales son abreviados e ‘inmediatizados’ por el rótulo ‘judío’ (avaro, especulador, intrigante, sucio...). Revirtiendo el orden, podemos ‘explicar’ el rótulo ‘judío’ con la serie (avaro, especulador, intrigante, sucio...); esto es, la serie da respuesta a la pregunta ¿Qué significa ‘judío’?”. En la argumentación a que esto da lugar, Zizek recita la lista de adjetivos “judíos” seis veces más.
Extraña manera de demostrar un elemento de teoría lingüística. Extraño, también, este pasaje de Irak: la tetera prestada en el que Zizek aborda la función ideológica del antisemitismo nazi: “Podría decirse que incluso si la mayoría de las afirmaciones nazis sobre los judíos hubiesen sido ciertas (que explotaban a los alemanes, que seducían muchachas alemanas y todo eso), su antisemitismo seguiría siendo patológico (y lo fue), puesto que reprimía la verdadera razón por la que los nazis necesitaron del antisemitismo para sustentar su posición ideológica”. ¿Por qué esta necesidad de dejar abierta, en aras de la argumentación, la posibilidad de que los judíos fuesen verdaderamente culpables de todo lo que los nazis los acusaban? ¿Por qué, al regresar a esta línea de razonamiento en Sobre la violencia–“aun cuando los judíos ricos de la Alemania de los años treinta ‘realmente’ explotasen a los trabajadores alemanes, sedujesen a sus hijas” y todo lo demás– , poner comillas a ‘realmente’, como si la veracidad y la falsedad de la vileza judía fuese asunto que admite posposición hasta que podamos considerarlo con más detenimiento?
Tales momentos desagradables no son del todo expresiones de antisemitismo. Pero en En defensa de las causas perdidas, Zizek deja ver claro lo que él llamaría la “fantasmal pantalla” a través de la cual ve a los judíos. Lo hace al reseñar El hombre es lobo del hombre, memoria del Gulag escrita por un judío polaco llamado Janusz Bardach. En su libro, escribe Zizek, Bardach relata que, al ser liberado del campo de Kolyma, pero todavía obligado a permanecer en la región, consiguió empleo en un hospital donde colaboró con un doctor en “un método desesperado para proveer de vitaminas y alimentos nutritivos a los prisioneros enfermos y hambrientos. El banco de sangre del hospital del campo rebosaba de sangre que planeaban desechar. Bardach la reprocesó, enriqueciéndola con vitaminas que obtenía de hierbas locales, y la revendió al banco”. Más tarde, cuando el hospital objetó sus técnicas, Bardach se las arregló para hacer lo mismo con sangre de ciervo, “y pronto desarrolló un exitoso negocio”. He aquí la reacción de Zizek a este relato: “mi inmediata asociación racista fue, por supuesto, ‘típico de los judíos’. Hasta en el peor de los gulags, tan pronto se les da un mínimo de libertad y espacio de maniobra, comienzan a traficar... ¡con sangre humana!”.
Ahora bien, Zizek hace este relato contra sí mismo para ilustrar el modo en que “el racismo obra como una disposición espontánea que acecha bajo la superficie” de todas nuestras mentes. Sin embargo, hay algo escalofriante en el uso de ese “por supuesto” y es la implicación de que todos brindamos abrigo a la asociación de judíos con especuladores y chupasangres, pese a que deberíamos suprimirla. Es en momentos así cuando cobramos conciencia de que para Zizek, nacido y criado en una ciudad a la que el Holocausto dejó sin judíos (en la actualidad, la comunidad judía de Eslovenia estima oficialmente que hay de cuatrocientos a seiscientos judíos en todo el país), estos son mera abstracción, tema de la fantasía y especulación que puede forzarse a jugar muchos roles en su economía psíquica.
En escritos recientes, al tiempo que sus preocupaciones se han desplazado más y más hacia el plano político, los papeles reservados a los judíos y al judaísmo se han tornado decididamente más negativos. En verdad, Zizek es menos hostil a Israel que muchos izquierdistas europeos. En el capítulo que dedica al tema en Sobre la violencia, escribe que “todo el mundo sabe que la única solución viable” para el conflicto del Medio Oriente es la de dos Estados separados, uno judío y otro palestino, lado a lado.
Pero el soberano desdén de Zizek por los hechos, junto con su imaginativa fijación en los judíos, garantizan que su retrato de Israel sea una maligna fantasía. “Debo admitir –declara–, con toda honestidad, que cada vez que viajo a Israel experimento el extraño temor de entrar en el territorio prohibido de la violencia ilegítima. ¿Significa esto que no soy (tan) secretamente antisemita?”. (Adviértase esa desarmante sinceridad que espera absolución y que, en el caso de Zizek, usualmente la obtiene.) Una manifestación de esta violencia ilegítima, escribe, es que “los judíos, víctimas ejemplares... consideran ahora un radical plan de ‘limpieza étnica’ (la ‘transferencia’ –el perfecto eufemismo orwelliano– de los palestinos de la Ribera Occidental)”. En realidad, “los judíos” no están en absoluto considerando esto. El único partido israelí que abogó por tal obscenidad, el Kach [partido nacionalista-religioso. N. del T.], liderado por Meir Kahane, fue excluido de la Knesset precisamente por esa razón. Pero Zizek no permite que una consideración tan empírica se oponga a su conclusión “dialéctica”. Zizek recurre a una de las más viejas y carentes de sentido “ironías” de la historia moderna al señalar que, desde antes de la Segunda Guerra Mundial, “nazis y sionistas compartían un interés común... En ambos casos, el propósito era un tipo de ‘limpieza étnica’ ”.
Este método para aliviar la culpa europea despachando “las víctimas ejemplares” del Holocausto como agentes del mismo está lejos de ser desconocido por la izquierda eu¬ropea. Pero lo que es menos común, aun tratándose de ella, es la resurrección, hecha por Zizek, de los más antiguos tropos filosóficos y teológicos del antisemitismo.
El texto clave aquí es su libro El frágil absoluto o ¿Por qué merece la pena luchar por el legado cristiano?, aparecido en 2000. Ahí aborda “la delicada cuestión de las relaciones entre judaísmo y cristianismo”. Según Zizek, estas relaciones son enfermizamente familiares. Invocando el Moisés y el monoteísmo de Freud, Zizek asevera que el judaísmo abriga una “terca adhesión al gesto fundador, nunca reconocido como violento, que ronda su orden legal como un suplemento espectral”. Y continúa: fue gracias a esta terquedad judía que “los judíos no renunciaron al espectro: sobrevivieron a todas las calamidades precisamente porque se negaron a renunciar al espectro”.
Esta visión del judaísmo como religión muerta en vida que sobrevive, como un zombi, a la fecha de su muerte “natural”, viene tomada de Hegel quien, en su Fenomenología del espíritu, escribe sobre el “fatal vacío pecaminoso” de esta “muy réproba y abandonada” religión. El judaísmo filosófico, que aparece en muchos pensadores modernos, incluyendo a Kant, desciende del antijudaísmo cristiano, creador de la figura del Judío Errante, quien también “rehuyó renunciar al espectro”. Tiene sentido, entonces, que Zizek formule su antijudaísmo en términos explícitamente filosóficos.
¿Por qué tantos archienemigos del totalitarismo en la segunda mitad del siglo XX fueron judíos, como Arendt, Berlin y Lévinas? Uno podría pensar que, al ser los judíos las víctimas mayores del totalitarismo nazi, tuviesen interés en asegurarse de que la maldad de éste fuese reconocida, pero Zizek tiene otra explicación: los judíos rechazan tercamente el amor universal que se expresa en el terror revolucionario, del mismo modo que rechazaron el amor de Cristo.
En la introducción a En defensa de las causas perdidas escribe: “No es de extrañar que todos aquellos que exigen fidelidad al apelativo de ‘judíos’ son también quienes nos advierten contra los peligros ‘totalitarios’ de cualquier movimiento emancipador. Su política consiste en aceptar la finitud y limitación fundamentales a nuestra situación. La Ley Judía es la calificación última de esta finitud, lo cual es la razón de que, para ellos, todo intento de sobreponerse a la Ley y marchar hacia el Amor que todo lo abarca (desde el cristianismo, pasando por los jacobinos franceses, hasta el estalinismo) debe terminar en el terror totalitario”.
Según esta lectura, el estalinismo es heredero del cristianismo, un ejemplo más de cómo el Amor excede la Ley. En el texto anterior, Zizek solamente explicaba las tesis de Badiou, a quien dedica su libro, pero resulta seguro afirmar que Zizek suscribe esas tesis, puesto que es precisamente la misma lógica que obra en El frágil absoluto, donde escribe del “rechazo judío a afirmar el amor al prójimo fuera de los límites de la Ley” como opuesto al cometido cristiano de romper el círculo vicioso ley/pecado”. “No en balde”, dice Zizek, “para aquellos identificados por completo con la ‘sustancia nacional’ judía... la aparición de Cristo fue un escándalo, ridículo y/o traumático”.
A Zizek no le molesta que esta añeja dicotomía se fundamente en una completa ignorancia, tanto del judaísmo como del cristianismo. Nada más perezoso que reciclar el antiguo mito cristiano del judaísmo como religión de una “ley absoluta”. Y nada podría ser más insultante para el cristianismo que reducirlo románticamente a un antinomianismo, algo que siempre ha sido herejía para los cristianos. “El cristianismo”, observa Zizek, “es una forma de anticiencia par excellence¸ una loca apuesta a la Verdad”. Pero, seguramente, asesinar millones de personas no ayudará a ganar la apuesta de Pascal.
Y no hay duda de que es esta escala de la matanza lo que Zizek espera de la revolución. “Lo que hace repulsivo al nazismo”, escribe, “no es la retórica de una solución final como tal, sino el giro concreto que a ella le da”. Tal vez pueda suponerse que haya algo en esa frase que pueda ser tranquilizador para los judíos, o tal vez no. Pero en En defensa de las causas perdidas, y otra vez parafraseando a Badiou, Zizek escribe: “Dicho sucintamente, la única solución verdadera a ‘la cuestión judía’ es la ‘solución final’ (su aniquilamiento) porque los judíos... son el obstáculo mayor a la ‘solución final’ de la Historia misma, a la superación de las divisiones en una flexibilidad y una unidad que abarque todo”. Me apresuro a añadir que Zizek disiente de Badiou en cuanto cree que los judíos “que se resisten a una identificación con el Estado de Israel”, “los judíos que se pertenecen a sí mismos”, “los dignos sucesores de Spinoza” merecen ser exceptuados en razón a su “fidelidad al impulso mesiánico”.
De esta forma, el pensamiento presuntamente progresista de Zizek conduce directamente a un foso de miseria moral e intelectual. En su artículo contra la tortura publicado en el New York Times, Zizek se preocupaba porque la normalización de la tortura como instrumento de Estado fuese el primer paso de un “proceso de corrupción moral: quienes detentan el poder están, literalmente, tratando de romper parte de nuestro espinazo moral”. He aquí una buena descripción de la obra del propio Zizek. Encubierto por la comedia y la hipérbole, entre alusiones a películas y juegos de video, está comprometido con la rehabilitación de muchas de las más protervas ideas del último siglo. Intenta desbaratar el logro de todos los pensadores de postguerra que nos enseñaron a considerar el totalitarismo, el terror revolucionario, la violencia utopista y el antisemitismo como inadmisibles en un discurso político serio. ¿Estará su auditorio demasiado ocupado riéndose de él para escucharlo? Así lo espero, porque la idea de que puedan escucharlo sin retroceder ante él es demasiado lúgubre y preocupante como para contemplarla.

Zizek - El regreso de los muertos vivientes.

A mediados del mes pasado, Khalid Sheik Mohammed reconoció, en una audiencia en la prisión estadounidense de Guantánamo, ser el máximo responsable de los atentados del 11-S. Pero la discusión fundamental, para el filósofo esloveno, fue pasada por alto: no sólo la manera en que se obtuvo esa declaración –bajo apremios ilegales–, sino la aceptación pública de los métodos utilizados. “Los que no defienden la tortura en forma abierta, pero la aceptan como un tema válido de debate, son más peligrosos que los que la aprueban de modo explícito”, afirma Zizek en este artículo.
Por Slavoj Zizek
Cuando la confesión de Khalid Sheik Mohammed apareció en todos los titulares de los medios de comunicación, la magnitud de sus crímenes provocó no sólo gran indignación moral sino también algunas dudas. ¿Era creíble su confesión? ¿Sería posible que hubiese confesado más de lo que hizo, ya sea por el deseo vanidoso de que lo recordaran como el gran cerebro del terrorismo, ya sea por la necesidad de confesar cualquier cosa con tal de no seguir padeciendo el “submarino” y otras “técnicas ampliadas de interrogación”?
Lo que llamó mucho menos la atención fue el simple hecho de que, por primera vez, la tortura fuera normalizada, presentada como tal y aceptada. En apariencia, la respuesta popular y convincente a los que se preocupan por este hecho es: “¿Por qué tanto lío? Los Estados Unidos reconocen ahora (más o menos) en forma abierta lo que no sólo llevaban a cabo todo el tiempo, sino lo que todos los demás Estados hacen y hacían todo el tiempo… en todo caso, ahora hay menos hipocresía…”. Ante esto, debemos responder con otra pregunta sencilla: “Si los altos funcionarios de los Estados Unidos sólo quieren decir eso, ¿entonces, por qué nos lo dicen? ¿Por qué no siguen haciéndolo en silencio como hasta ahora?”.
En la comunicación humana, declarar en forma abierta algo que “todos sabemos” nunca es un hecho inocente. Tales actos siempre plantean la pregunta: “Dices esto, ¿pero por qué me lo dices ahora?”. Pongamos por ejemplo el caso de una pareja casada que acepta convivir con el acuerdo tácito de que pueden tener amoríos extramaritales siempre y cuando sean discretos; si de pronto el marido le cuenta a su mujer que está viviendo una aventura amorosa en ese momento, ella tendría muy buenas razones para entrar en pánico: “Si es sólo una aventura, ¿por qué me lo dices? ¡Debe haber algo más!”. De modo similar, en nuestro medio profesional, una manera elegante de dar a entender que la intervención de nuestro colega nos pareció tonta y aburrida es la de declarar: “Fue muy interesante”. Si, en cambio, le decimos a nuestro colega que fue “tonta y aburrida”, él estaría plenamente justificado de mostrar asombro y preguntarnos: “Pero si te pareció tonta y aburrida, ¿por qué no dijiste sencillamente que fue interesante?”. El desafortunado colega tendría razón al pensar que la declaración directa significaba algo más, no sólo un comentario sobre la calidad de su trabajo, sino un ataque a su persona.
Lo mismo es válido para la reciente confesión de la tortura. En noviembre de 2005, cuando el vicepresidente Dick Cheney declaró que derrotar a los terroristas significaba que “también tenemos que trabajar… algo así como del lado oscuro… Mucho de lo que hay que hacer aquí tendrá que llevarse a cabo en silencio, sin discusión alguna”, deberíamos de haberle preguntado: “Si sólo quiere torturar en secreto a algunos sospechosos de terrorismo, ¿por qué lo está diciendo públicamente?”.
¿Qué es lo que, en realidad, está pasando? Algunos astutos observadores notaron el extraño hecho de que, más allá del clamor público contra el horror de los crímenes de Mohammed, muy poco se oyó sobre lo que nuestras sociedades suelen reservarles a los criminales más sanguinarios: ser juzgados y castigados con severidad. Es como si, por la naturaleza de sus actos (y por la naturaleza del trato al que fue sometido por las autoridades estadounidenses), no es posible hacer con Mohammed ni siquiera lo que hacemos con el más feroz de los asesinos de niños. Es como si la consecuencia de la ignominiosa denominación “combatientes ilegales” fuera que la lucha contra ellos también tiene que llevarse a cabo en la zona gris de la legalidad utilizando medios ilícitos. Así pues, tenemos de facto criminales “legales” e “ilegales”: los que deben ser tratados con procedimientos legales (recurriendo a abogados, etc.) y los que están fuera de la legalidad. ¿Somos conscientes de que, en estas circunstancias, el juicio legal y castigo de Mohammed no tiene sentido? Ningún tribunal que funcione dentro del marco de nuestro sistema legal puede abordar los arrestos ilegales, las confesiones obtenidas bajo tortura, etcétera.
Hace dos años, en un debate en la NBC sobre la situación de los prisioneros de Guantánamo, uno de los argumentos más extraños a favor de la aceptabilidad ético-legal de su estatuto fue que “ellos fueron los que se salvaron de las bombas”. Puesto que eran el objetivo del bombardeo estadounidense y lo sobrevivieron de casualidad, y puesto que el bombardeo era parte de una operación militar válida, no se puede censurar lo que les ocurrió cuando los tomaron prisioneros después del combate… pues más allá de su situación, es mejor y menos grave que la de estar muertos. Este razonamiento expresa más de lo que pretende decir: coloca al prisionero casi en forma literal en la posición de muerto viviente, los que de algún modo ya están muertos (privados del derecho a la vida por ser blancos legítimos de bombardeos asesinos), de modo que ahora son casos de lo que el filósofo político Giorgio Agamben llama Homo sacer, el que puede ser eliminado con impunidad porque, ante los ojos de la ley, su vida ya no cuenta para nada. Si se ubica a los prisioneros de Guantánamo en el espacio “entre dos muertes”, en la posición de Homo sacer, muertos desde el punto de vista legal (despojados de un estatuto legal determinado) aunque estén vivos biológicamente, las autoridades estadounidenses que los tratan de esa manera también se encuentran en una especie de “entre dos estatutos legales” que constituye la contraparte del Homo sacer: al actuar como poder legal, la ley no reconoce ni limita sus actos… operan en un espacio vacío amparado por la ley, y sin embargo, fuera del imperio de la ley.
¿Y cómo tomamos el contraargumento “realista”: la guerra contra el terror es sucia, puesto que nos encontramos en una situación en la que la vida de miles de personas depende de la información que podamos obtener de los prisioneros? Por consiguiente, como lo expresa Alan Dershowitz: “No estoy a favor de la tortura, pero si hay que recurrir a ella de todas maneras, debería contar, no cabe duda, con la aprobación judicial”. Contra este tipo de “honestidad”, es preferible quedarse con la “hipocresía” evidente. Puedo imaginarme que, en un caso particular, confrontado con la proverbial situación de “apremio del tiempo” con respecto al prisionero que “sabe” y cuyas palabras pueden salvar a miles de personas, yo recurriría a la tortura… sin embargo, aun (o más bien precisamente) en ese caso, es absolutamente crucial que yo no promueva ese recurso desesperado como principio universal. Ante la inevitable y brutal urgencia del momento, yo debería simplemente hacerlo. Sólo de este modo, en la incapacidad o prohibición de promover como principio universal lo que me vi obligado a hacer, puedo conservar el sentimiento de culpa, la conciencia de la inadmisibilidad de lo que hice. (Y, dicho sea de paso, la tortura de Mohammed no se encontraba dentro de la situación de “apremio del tiempo” a la que recurrieron los defensores de la tortura como pretexto para legitimarla: la confesión de Mohammed no salvó vidas.)
En cierto modo, los que no defienden la tortura en forma abierta, pero la aceptan como un tema válido de debate, son más peligrosos que los que la aprueban de modo explícito: en tanto que –en este momento, al menos– la aprobación explícita sería demasiado perturbadora y por ende rechazada, la simple introducción de la tortura como un tema válido nos permite considerar la idea con buenos ojos y conservar la conciencia limpia a la vez. “¡Por supuesto que estoy en contra de la tortura, pero no le hace daño a nadie que sólo la discutamos!” Tal legitimización de la tortura como tema de debate cambia el fondo de las presuposiciones ideológicas y de las opciones de un modo mucho más drástico que su defensa abierta: modifica todo el campo, mientras que, sin este cambio, la defensa abierta sigue siendo un punto de vista idiosincrásico.
La moralidad nunca es una simple cuestión de conciencia individual; sólo prospera si se apoya en lo que Hegel denominó el “espíritu objetivo” o la “sustancia de los mores”, el conjunto de reglas tácitas que constituyen la base del comportamiento del individuo, y que nos dicta qué es aceptable y qué no lo es. Por ejemplo, el signo de progreso en nuestras sociedades reside en que ya no es necesario presentar argumentos contra la violación: es “dogmáticamente” obvio para todo el mundo que la violación está mal, y todos sentimos que incluso argüir contra ella estaría de más. Si a alguien se le ocurriera defender la legitimidad de la violación, sería lamentable que pretendiéramos demostrar lo contrario: si lo hiciéramos quedaríamos descalificados de inmediato y haríamos el ridículo. Y lo mismo debería de ser válido para la tortura.
Esta es la razón por la que las grandes víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, la gente que ha sido informada de su existencia. Aunque la mayoría de nosotros nos opongamos a ella, todos somos conscientes de que una parte valiosa de nuestra identidad colectiva se ha perdido irremediablemente. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: los que ocupan el poder están tratando, literalmente, de quebrar una parte de nuestra columna vertebral ética, de minimizar y anular lo que es sin duda el mayor logro de la civilización, el desarrollo de nuestra sensibilidad moral intuitiva.
No hay ejemplo más claro de esto que el significativo detalle de la revelación pública de la confesión de Mohammed. Se dijo que los agentes que lo torturaron también se sometieron a la tortura del “submarino” y pudieron soportarla apenas diez o quince segundos antes de estar dispuestos a confesarlo todo, mientras que Mohammed se ganó la admiración de los torturadores, aunque de mala gana, al poder soportarla durante dos minutos y medio, el mayor tiempo del que se tiene memoria. ¿Somos conscientes de que la última vez que tales declaraciones formaron parte de las discusiones públicas se remonta a fines de la Edad Media, cuando la tortura aún era un espectáculo público, una manera honorable de poner a prueba a un respetable enemigo capturado que se ganaba la admiración de la multitud si resistía el dolor con dignidad? ¿Hay necesidad, realmente, de este tipo de ética guerrera primitiva?
¿Tenemos conciencia, entonces, de qué es lo que hay al final del camino? Cuando en la quinta temporada de 24 horas, la serie de televisión, descubrimos que el jefe de la conspiración terrorista era ni más ni menos que el presidente de los Estados Unidos, muchos estábamos impacientes por saber si Jack Bauer sometería al presidente –“el hombre más poderoso de la Tierra”, “el líder del mundo libre” (y los otros títulos Kim-Jong-Ilescos que ostenta)– a su procedimiento normal en caso de tratar con terroristas que no quisieran divulgar secretos que podían salvar a miles de personas. ¿Torturará al presidente? Por desgracia, los autores no se arriesgaron a dar ese paso redentor. Pero nuestra imaginación puede ir mucho más lejos y hacer una humilde propuesta al estilo de Jonathan Swift: ¿qué pasaría si parte del procedimiento para poner a prueba a los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos fuera la tortura pública de dichos candidatos? Digamos, ¿la tortura del “submarino” para los candidatos en el jardín de la Casa Blanca, transmitida en vivo a millones de espectadores? Sólo quedarían calificados para el puesto de líder del mundo libre los que resistieran más de los dos minutos y medio de Mohammed.

lunes, 3 de marzo de 2014

Perversión

La perversión es estudiada por Freud desde 1904 hasta 1927, desde el texto de “Tres ensayos para una teoría sexual” de 1904  hasta el texto “El fetichismo” de 1927.  y en él recorta el mecanismo de la renegación, apoyándolo y diferenciándolo simultáneamente, del concepto de represión; insiste en recalcar la transacción efectuada, según la modalidad de los procesos primarios, de una percepción conservada y a la vez renegada. De este modo se mantiene en la percepción lo  que nunca  estuvo en ella.  
La perversión, nos dice Freud, no son bestialidades ni son producidas por  degeneración, sino que las perversiones están contenidas en la predisposición sexual, no diferenciada, del niño. Cuando alguien se manifiesta perverso puede decirse que ha seguido siendo perverso y representa un estadio de detención en el camino.  
Partiremos de establecer el concepto de renegación de la castración como el elemento fundamental  de la estructura perversa.  
Dice J. Lacan en el seminario “Las formaciones del inconsciente” refiriéndose al texto freudiano "Pegan a un niño", “es alrededor del análisis de este fantasma de látigo que verdaderamente Freud en ese momento ha hecho entrar la perversión en su verdadera dialéctica analítica, ahí donde ella aparece siendo, no la manifestación de una pulsión pura y simple, sino estando ligada a un contexto dialéctico tan sutil, tan compuesto, tan rico en compromisos, tan ambiguo como una neurosis, esto es a partir precisamente de algo que va, no a clasificar la perversión en una categoría del instinto de nuestras tendencias, sino en algo que la articula precisamente en su detalle, en su material y, digamos la palabra, en su significante.”  
Al demostrar S. Freud claramente que la perversión está estructurada en relación con todo lo que se ordena en torno a la ausencia y la presencia del significante falo ”perversión siempre tiene alguna relación con el complejo de castración, aunque sea como horizonte”.  
La diferencia fundamental en la perversión es que no llega a la pulsión y con la ayuda del objeto fetiche intenta hacer existir al Otro, dando como resultado el ser instrumento del goce del Otro, modo de desmentir la privación. En relación con el  fin, que S.Freud asimila a la satisfacción, la pulsión pretende alcanzarlo para el sujeto, mientras la finalidad de la perversión es ofrecerle goce al Otro.  
A Jacques Lacan le corresponde el mérito de diseñar su “estructura”  ubicando el sujeto que es habitado por esta determinación del deseo. De allí el privilegio que acordó de entrada a dos nociones: el deseo y el goce, su montaje lógico. Hace de la perversión una componente principal del funcionamiento psíquico del hombre, especie de provocación o desafío permanente en relación con la ley. Su fórmula fue propuesta en 1962 en un célebre artículo "Kant con Sade” y abrió el camino a nuevas perspectivas terapéuticas, donde ubica que el perverso tiene un montaje lógico que le permite una relación reglada con el goce.
Las orientaciones freudiana y lacaniana del psicoanálisis -que distribuyen el campo de la psicopatología en la tripartición neurosis, psicosis y perversión- carecen del concepto de psicopatía que sólo ha sido considerado de manera explícita por algunas corrientes anglosajonas del psicoanálisis. De aquí se desprende el interrogante acerca de cuál es el concepto freudiano que resulta adecuado para abordar el campo de las psicopatías.
Como respuesta a este problema, y ésta es la quinta conclusión, hemos terminado en coincidir con la propuesta que formulara inicialmente el Dr. Marietán en el sentido de que ese campo corresponde a lo que Freud abordó con el concepto de perversión.
La realidad distorsionada por el efecto de la negación termina siendo transformada. El sujeto se inventa su propia realidad, por supuesto más tolerable. La falta de un yo propio lo orilla a no tener opción más que copiar la identidad de otros cambiándola a cada momento como un actor en diferentes obras. Trata de sortear las dificultades a través del uso de máscaras que no son más que identidades copiadas de otras personas. Son los golpes que se da inevitablemente en la realidad como obstáculo para sus instintos donde radica su sufrimiento y donde se manifiesta su trastorno cuando sus mecanismos no le ayudan a mantener el delicado equilibrio de su estructura. Sorprendentemente, la estructura perversa se ubica en el mismo nivel de fijación que la estructura psicótica, con una elemental diferencia: el perverso no transforma la realidad sino que la sustituye, lo cual explicaré más adelante.
En la intervención que estamos presentando, examina las distintas acepciones del término perversión en el psicoanálisis y mostrar que este término recubre por lo menos tres conceptos diferentes. Efectivamente, cuando decimos perversión en psicoanálisis nos referimos a tres cosas muy distintas:
1. a las patologías de la sexualidad,
2. a las características estructurales de la sexualidad humana, y
3. a una de las formas de la subjetividad.
De allí que se produzcan una serie de confusiones cuando no se delimitan con claridad estas distinciones, o si no se las aplica de la manera pertinente.
Como suele ser habitual, estas tres acepciones resultan de la evolución del concepto de perversión a lo largo de las profundas transformaciones a que ha estado sujeto en las elaboraciones de la psiquiatría y el psicoanálisis. Por eso, para delimitarlas conviene hacer una referencia sucinta a la historia de este término en esas dos disciplinas, subrayando los tres hitos que señalan el surgimiento de un nuevo concepto que conserva, sin embargo, el mismo nombre del anterior.
El primer hito
El primer hito, es decir, el que marca el punto de partida del concepto de perversión, debe ubicarse, sin duda, en la gran obra civilizadora de Krafft-Ebing. De una generación anterior a Freud y a Kraepelin, Krafft-Ebing ocupaba la titularidad de la cátedra de psiquiatría en la Viena imperial. Las categorías psiquiátricas de sus tratados constituyen los antecedentes fundamentales en la nosología de esos dos grandes creadores. Krafft-Ebing es el más eminente representante de un grupo de psiquiatras y médicos legistas que se propusieron abordar en una perspectiva científica el estudio de la sexualidad humana y sus perturbaciones. Es decir, que persiguieron el objetivo de hacer entrar la consideración de los problemas sexuales en el discurso médico y legal para, de esa manera, tomar distancia de una posición moralista destinada fundamentalmente a enjuiciarlos y condenarlos.
Este propósito de pasar de la perspectiva del juicio moral a la neutralidad científica se manifiesta claramente en la terminología que utilizó, inventándola en la mayoría de los casos, y que reemplazó a la vigente hasta mediados del siglo XIX. Antes de su obra era muy común el uso de términos tales como degenerados, sodomitas, depravados, pederastas, cenedos. El uso del latín, no sólo en el título de su obra principal en estos temas, su Psychopathia Sexualis, sino también en el interior de su extenso desarrollo, estaba destinado a introducir una cierta neutralidad y distancia científica por comparación con el discurso vulgar.
Además, estableció una clasificación de las desviaciones sexuales que perdura hasta nuestro días y, de este modo, contribuyó a estabilizar el uso de términos descriptivos según la metodología empirista predominante en la psiquiatría de la época, y neutros desde el punto de vista de un juicio de valor, tales comoperversión e inversión -el primero, para designar formas patológicas de la sexualidad que se ubican alrededor de la genitalidad, pero que constituyen manifestaciones que habitualmente acompañan la sexualidad normal, parasexuales; el último, para designar la orientación contraria a la considerada normal, es decir, heterosexual-. También el de fetichismo, exhibicionismo, voyeurismo. En algunos casos tuvo la osadía de usar referencias literarias que eran nombres propios, como el que tomó del marqués de Sade para establecer el término sadismo que se ha vuelto ahora un término común. Si bien el marqués no tuvo oportunidad de enterarse, porque en el momento de la publicación de la Psychopathia Sexualis hacía ya varias décadas que estaba muerto, fue diferente en cambio la posición de Sacher Masoch porque Krafft Ebing usó el término masoquismo mientras este vivía, lo cual, de todos modos, no debe haberle molestado mucho en la medida en que contribuía a la difusión de la fama de sus escritos.
En síntesis, lo que tenemos que retener para el propósito de este trabajo es que Krafft-Ebing estabilizó el concepto de perversión para referirse a las distintas formas de desviaciones sexuales -cuyo repertorio acaba de enumerarse- con el método descriptivo empirista de la psiquiatría clásica. Debemos también hacer notar que, a pesar de la enorme empresa realizada para despojar a esas formas de consideraciones de valor y darle un tratamiento científico, el concepto de perversión, tal cual lo forjó Krafft-Ebing, conserva un núcleo irreductible de juicio moral. Para que una conducta pueda definirse como desviada es necesario su comparación con un modelo ideal considerado normal. Y este modelo no es nunca ajeno a los valores morales y culturales de la época. Es como dice Lacan: el empirismo es siempre un moralismo encubierto.
Es suficiente señalar como ejemplo la cuestión de la homosexualidad que en nuestra época es considerada cada vez más simplemente como una de las formas posibles en la orientación sexual, es decir, en la elección de objeto, y tiende poco a poco a quedar definitivamente excluida del campo de la psicopatología y de los sistemas psiquiátricos de clasificación de los trastornos.
Sin embargo, a pesar de este resto de moralidad de su época, la influencia de la obra de Krafft-Ebing en la transformación de los viejos preconceptos ha sido enorme. Constituyó una base firme para los ulteriores estudios y elaboraciones sobre la sexualidad y ha desbordado el campo de los especialistas. SuPsychopathia Sexualis alcanzó más de treinta ediciones y un efecto de divulgación de una amplitud llamativa. Esta obra está compuesta y se desarrolla alrededor de la exposición de un conjunto significativo de casos singulares que el autor comenta: las llama observaciones y superan la centena. Algunas de estas observaciones son casos clínicos tomados por Krafft-Ebing de su propia práctica médica. Otras, cuando las formas de perversión constituyen delito, están extraídas de casos judiciales (por ejemplo, los cortadores de trenzas, frecuentes en esa época). Pero hay un tercer grupo, muy numeroso, en que estas observaciones consisten en los relatos escritos que Krafft-Ebing recibía de sus lectores contándole sus propias prácticas perversas y que contribuyeron significativamente a engrosar las sucesivas ediciones.
El segundo hito
Sin duda la obra de Krafft-Ebing proporcionó la base firme sobre la que se construyó la elaboración de Freud. Su principal trabajo en relación con el establecimiento del concepto psicoanalítico de pulsión sexual y de la hipótesis de la sexualidad infantil, los Tres ensayos sobre una teoría sexual, tienen como punto de partida exactamente los estudios y la clasificación de Krafft-Ebing. De allí que su primer capítulo lleve por título “Las aberraciones sexuales” y que las clasifique distribuyéndolas en dos grandes grupos: el primero, las desviaciones en relación con el objeto (es decir, la homosexualidad, la paidofilia y el animalismo), el segundo, las desviaciones con respecto al fin sexual (sean las transgresiones anatómicas o las fijaciones a fines sexuales preliminares). Este punto de partida no es invento de Freud, es una deuda con la obra de su predecesor.
Lo que, en cambio, resulta específicamente freudiano es el deslizamiento que se va produciendo gradualmente en el texto hasta forjar un concepto propio de perversión, diferente del Krafft-Ebing: la perversión, no como una forma patológica, sino como la característica esencial de la sexualidad humana. Esta transformación se obtiene a través de varios pasos.
El primero -en realidad también tomado de Krafft-Ebing-, que destaca que la sexualidad llamada normal tiene como elementos los mismos componentes de la sexualidad perversa: “Pero aún el acto sexual más normal integra visiblemente aquellos elementos cuyo desarrollo conduce a las aberraciones que hemos descripto como perversiones”3. De allí surge el concepto de pulsiones parciales como componentes de una pulsión sexual que no es homogénea sino siempre conformada por ese conjunto heterogéneo de pulsiones parciales llamadas también pulsiones perversas.
El segundo, el señalamiento de la falta de una frontera definida entre las llamadas perversiones y la llamada sexualidad normal: “La experiencia cotidiana muestra que la mayoría de estas extralimitaciones o, por lo menos, la más importantes entre ellas, constituyen parte integrante de la vida sexual del hombre normal y son juzgadas por éste del mismo modo que otras de sus intimidades”4.
Finalmente, en este apretado resumen del concepto de perversión forjado por Freud, el concepto de sexualidad infantil que implica una noción ampliada de la noción de sexualidad y arriba a la conocida fórmula freudiana del niño como un perverso polimorfo. Esta hipótesis establece que no existe una forma natural de la sexualidad sino que ésta, incluida la adquisición de una identidad en la sexuación, está sujeta a un proceso de formación que atraviesa diversas vicisitudes desde el niño hasta el adulto. Estas vicisitudes, en la concepción freudiana, están gobernadas por el dispositivo simbólico del Edipo: según la forma en que se lo atraviese y se lo concluya se obtendrá una cierta forma de sexualidad y de identidad sexual. Es decir, que el Edipo es un dispositivo de sexuación.
Lo que en Freud está planteado como infantil, en Lacan equivale a la noción de estructura. No se trata tanto de la evolución de una sexualidad perversa infantil hasta una sexualidad genital adulta, sino que la sexualidad humana es estructuralmente perversa y es con esa sexualidad perversa que hombres y mujeres se las tienen que arreglar para llegar a obtener y a elegir, o no, los rasgos que definen el viejo concepto ideal de sexualidad normal, es decir, la heterosexualidad y la paternidad: en palabras de Lacan, “...una posición sin la cual no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo, ni tampoco responder sin grave riesgo a las necesidades de su pareja en la relación sexual y, más todavía, aceptar con justeza las del niño que en ellas se haya procreado”5.
En síntesis, Freud produce un concepto de perversión que no se refiere a una patología -como el concepto original de Krafft-Ebing-, sino que constituye la característica estructural -por lo tanto esencial y universal- de la sexualidad humana. Sin embargo, el concepto de perversión sigue teniendo como referencia la vida sexual y por lo tanto su aplicación queda restringida al campo de la sexualidad.
El tercer hito
Arribamos finalmente al concepto de perversión que Lacan produce cuando distribuye la psicopatología freudiana en la tripartición neurosis, psicosis, perversión. En esta tripartición ya se ha producido una generalización porque, para Lacan, neurosis, psicosis y perversión, no constituyen solamente una patología, sino que definen distintas modalidades de constitución de la subjetividad. Esto es, las leyes del funcionamiento psíquico no son las mismas para todo sujeto humano sino que se distribuyen en esas tres estructuras que son efectivas tanto para un sujeto enfermo mental como para aquellos que psíquicamente no han llegado a enfermar. En el primer caso, se tratará de un neurótico o un psicótico en el sentido tradicional de esos términos, es decir, como una forma patológica. En el segundo, de una estructura subjetiva neurótica o psicótica como modalidad de funcionamiento psíquico.
Pero lo decisivo para nuestro tema es que, en cualquiera de ambos casos, el concepto de perversión como estructura subjetiva difiere de los dos conceptos expuestos anteriormente. Es decir, que no es asimilable ni con el concepto de perversión de Krafft-Ebing como desviación patológica de la sexualidad, ni con el concepto freudiano de perversión como estructura universal de la sexualidad.
La verificación clínica, tanto en las neurosis como en las psicosis, es de una contundencia incontrovertible. Que los neuróticos gozan con sus fantasías perversas y que se verifica en su vida sexual la existencia de actos perversos, no es a esta altura de nuestras disciplinas solamente una conquista de la teoría y de la clínica freudiana, es un hecho aceptado generalmente. Que encontramos perversiones en las psicosis, muchas veces cumpliendo una función de estabilización en su estructura, también es un hecho no discutido.
De este modo, en la tríada neurosis, psicosis, perversión, esta última no coincide con el concepto freudiano, es decir, que la perversión como estructura de la sexualidad humana, por ser universal, es un concepto que se aplica tanto a la neurosis, como a la psicosis y a la perversión. Pero tampoco consiste en el concepto de Krafft-Ebing ya que, en este sentido, como conductas desviadas, hay perversiones en los neuróticos, hay perversiones en los psicóticos y, debemos agregar, hay perversiones en los perversos. Aquí se ve bien que el concepto lacaniano de perversión como una modalidad subjetiva no se confunde con los anteriores.
Se requiere, entonces, construir una distinción entre el sujeto perverso, el neurótico y el psicótico que vaya más allá de la psiquiatría clásica y del psicoanálisis de Freud. Esta caracterización es obtenida por Lacan tardíamente en el desarrollo de su obra, después de la construcción de la teoría del objeto (a), y se despliega en distintos registros. Ante todo en una forma particular de relación con el otro -tanto el otro, semejante, como el Otro. Implica, por cierto, una forma particular del superyó, ya que esta instancia no es, desde que Freud la definió, sino la internalización de la relación con el Otro. Pero implica, sobre todo, un manejo de la angustia -la habilidad para encontrar y activar en el otro los puntos que despiertan su angustia-, y una posición ante el goce que se caracteriza por el deseo y la voluntad de hacer gozar al otro (Otro) más allá del límite de sus deseos reconocidos, es decir, traspasando la inhibición de sus represiones inconscientes. El perverso es como un hombre de fe, un cruzado, llega a decir Lacan: cree fervientemente en el goce del Otro y se dedica con ahínco a producirlo.
Es este tercer concepto de perversión, como estructura subjetiva, el que, al generalizarse más allá de las prácticas de la sexualidad, puede constituir una contribución del psicoanálisis al conocimiento de las psicopatías .
 Entre el placer (Lust) y el goce (Genuß)
La distinción entre placer y goce tal como la utilizamos hoy en día por influjo de Lacan no existe en Freud, quien sí usa ampliamente ambos términos, Lust y Genuß, disponibles en la lengua alemana. Freud no los opone a la manera lacaniana, sino que, más bien, los emplea casi indistintamente e, incluso, los va a aparear con otros opuestos.
Un par de opuestos muy conocido es el de Textoplacer/displacer (Lust/Unlust), como dos principios del funcionamiento mental, y el otro es el de Textogoce/trabajo (Genuß/Arbeit), tal como aparece en El porvenir de una ilusión. En dicho texto, Freud imagina tímidamente una sociedad futura en la que la cultura no será impuesta a los sujetos por la violencia sino por el amor y en la que estarán reunidos por fin sin contradicción el placer y el trabajo.
Para Lacan, en cambio, hay una oposición clara entre placer y goce (jouissance). El placer, como Principio de Placer, está del lado de la neurosis y condena al neurótico a una perpetua búsqueda del objeto perdido (objet perdu) de la mítica y freudiana experiencia de satisfacción (Befriedigungserlebnis). Lo importante es que, en la neurosis, el objeto primitivo- que Lacan denominará la Cosa- está irremediablemente perdido a causa de que la metáfora paterna ha relegado al Significante materno bajo la barra de la represión (Verdrängung). Por ello es que el amor se vuelve imprescindible, pues permite al sujeto reencontrar, aunque sea imaginariamente, dicho objeto perdido o, al menos, un sucedáneo equivalente.
El amor se nutre de la sublimación y es por tal motivo que Lacan dice de esta última que consiste en "elevar un objeto cualquiera a la dignidad de la Cosa". La sublimación es, como se ve, un quid pro quo, tomar una cosa por otra, por la Cosa, sólo que- pequeño detalle- dicha confusión cambia el signo del encuentro con el objeto, que de ser ominoso y angustiante pasa a ser egosintónico y placentero. En otro lugar (Seminario 7), Lacan relaciona el Principio de Placer con la noción aristotélica de autómaton, término que conviene traducir como "espontaneidad", una especie de azar más allá de toda intención expresa por parte de un sujeto. Esto quiere decir que el Principio de Placer funciona en el sujeto sin deliberación e independientemente de su voluntad; busca su objeto erótico sin saber a ciencia cierta qué es lo que busca ni porqué encuentra lo que encuentra. En Freud (La Dinámica de la Transferencia, 1912), encontramos también la idea de que emergemos de la infancia con un Klischee que domina nuestra vida erótica y sentimental y que dicho Klischee será eventualmente la clave y el modelo (Vorbild) de los procesos transferenciales.
El goce, en cambio, está del lado de la psicosis y representa un intento del sujeto de ir más allá de lo que permite el Principio de Placer y alcanzar la Cosa u objeto incestuoso primitivo. Tal tremendidad es posible- por así decir- debido a que la pantalla protectora de la metáfora paterna no se ha instalado en el sujeto y se trata más bien de que éste quede expuesto a la proximidad de la Cosa, que desestabiliza su relación con la realidad consensuada.
La posición subjetiva del perverso
El problema para nosotros surge a partir de una definición paradójica que los lacanianos dan del goce al definirlo por medio de una fórmula que reza: Lust im Unlust, placer en el displacer. Ello implica que el goce (Genuß, jouissance) es un tipo de placer y que entre placer y goce no hay oposición excluyente sino una relación de género y especie en la que el placer es el género y el goce una de sus especies.  La sorprendente idea de que algo displacentero es buscado por el sujeto como si encontrase en él un placer resulta siempre difícil de explicar, por más que la clínica atestigüe sobradamente que de alguna manera las cosas son así. Masoquismo primario, pulsión de muerte, transferencia negativa, envidia primaria, autodestructividad y el goce lacaniano son los artefactos teóricos que la tradición psicoanalítica ha acuñado para dar cuenta de dichos fenómenos mórbidos.
En este sentido, el goce no es privativo de los psicóticos y tropezamos muchas veces con expresiones como "el goce histérico" o "el goce neurótico" que dan a entender que también los neuróticos se aferran a situaciones displacenteras como si encontrasen en ellas alguna indescriptible delicia.
La definición del goce como Lust im Unlust es, entonces, aplicable a todos los seres humanos sin distinción y deberemos buscar una fórmula exclusiva para los psicóticos, tema sobre el que volveremos más adelante. Lo que aquí nos interesa es la posición alcanzada por los perversos en relación al placer, goce o como se lo quiera denominar. Freud admitía que los perversos gozan más que los neuróticos, con lo cual convalidaba lo que los mismos perversos aseguran, a saber, que ellos sí han alcanzado algo así como la cumbre del placer, cosa que los convierte en maestros de la sexualidad y en propietarios de un saber acerca de tales lides muy superior al de los comunes mortales. Freud atribuía tal plus de placer al hecho de que la represión no funcionaría en los perversos tal como lo hace en los sujetos neuróticos, aunque no deja de aclarar que la represión debe ciertamente hallarse presente en ellos: los fetichistas ignoran la significación (Bedeutung) de su fetiche. Tanto, entonces, no saben.
De todos modos, es difícil señalar cuál es la posición del sujeto perverso frente al placer: no hay goce en el sentido de pretensión de alcanzar la Cosa como reza la fórmula para los psicóticos, pero su búsqueda de objetos es tan estereotipada como la de los neuróticos, lo cual obliga a pensar que algún tipo de *autómaton se ha instalado en ellos y que, por tanto, su deseo se halla acotado por alguna figuración de la Ley.
Siempre se habla de la identificación del perverso con el freudiano padre de la horda, con un Uno incomparable, que no admite restricciones en su goce. Pero el padre de la horda es el dueño de todas las mujeres, no un sujeto incestuoso que toma posesión de su madre.
La figura de la madre está reemplazada por el conjunto equivalente conformado por "todas las mujeres". El neurótico seguiría una línea de equivalencias cada vez más acotadas: de "todas las mujeres" pasa a "algunas mujeres" y, finalmente, a "una mujer" leído como "esta mujer" (exogamia, matrimonio monógamo, voto de fidelidad, etc.). En realidad, la toma de posesión de la madre no se verifica nunca y está claro que entre los psicóticos es más bien la madre-Cosa la que se posesiona del hijo y lo controla a piacere.
Según parece, hemos de admitir que esta identificación con el padre primitivo salva al perverso de la Cosa materna y le permite conservar una relación estable con la realidad. Así pues, el perverso de algún modo pretende situarse del lado de un goce irrestricto- dicen ser libres en cuanto a su deseo-, aunque, por otro lado, la rigidez del acto perverso en cada caso es tal que nos conduce a sospechar de sus palabras y nos plantea la necesidad de ponerlas en perspectiva.
Estas dificultades se aclaran un poco cuando vemos cuál es la relación del perverso con la Ley, en cómo se ha verificado en él la metáfora paterna (instalación de una represión en su psiquismo en clave freudiana) y qué avatares sufrió su identificación primaria con el padre primitivo. Dice el marqués de Sade: "cualquier cosa menos el pene en la vagina"[pido disculpas por citar de memoria]. Con ello, marca claramente que sabe muy bien que la Ley moral sexual limita la sexualidad al acto procreador, esto es, al coito heterosexual. Pero se resiste a dicho mandamiento y genera otro exactamente opuesto: la consigna perversa de alguna manera reproduce irónicamente el mandato social y encuentra su razón de ser en su trasgresión.
Piera Aulagnier (La estructura perversa) señala que el sujeto perverso ha quedado atascado en el horror a la vagina sin poder transformar el horror inicial en fascinación por medio del juego infantil ( el famoso "juego del doctor", que no es sino una mutua y reiterada mostración del genital entre niños y niñas).
Esto justificaría que se diga que las perversiones son exclusivamente masculinas y que el rol de las mujeres se limita a permanecer en un segundo plano y dirigir las acciones desde las sombras de manera inquietantemente parecida a lo que señalamos más arriba acerca del psicótico y su madre.

En otra parte ya hemos visto cómo la madre del perverso es un desierto de goce y cómo la promesa (Versprechen) del don fálico no se verifica adecuadamente y el futuro perverso tiene que vérselas solo con la resolución del enigma del goce fálico.

El placer perverso
Como consecuencia de lo ya dicho, concluiremos que los placeres de la perversión serán una fiel imagen especular invertida de cuantos placeres se hallen a mano de un neurótico.  Mientras el neurótico goza inconscientemente con la renuncia (Verzicht) al objeto perdido y sus síntomas vienen a ser una perpetua conmemoración de dicho acto de desprendimiento, y aun de apostasía, el perverso hará gala de un desenfreno opuesto a la renuncia neurótica.
(Los perversos)Se ven a sí mismos como seres exuberantes y astutos. Sade se preguntaba cuál era la utilidad de vivir refrenando los impulsos innobles y malvados: lo mejor y más fácil es darles curso y utilizar luego la inteligencia para escapar al castigo. Así como el cristiano ha de imitar a Cristo como ejemplo supremo de sumisión a la Ley y mansedumbre, el perverso se regodeará en la trasgresión y rebeldía ante todo lo instituido y reputado socialmente como valioso.
Alguien dijo alguna vez- creo que Racamier- que no hay histéricas en una isla desierta, debido a la falta de un público que asista a la exhibición de sus martirios o que aprecie sus polifacéticos encantos. En realidad, en una isla desierta no hay nadie, lo que se quiere decir es que una Robinsona no tendría ante quién mostrar lo suyo y por ello "lo suyo", la histeria como espectáculo, perdería su razón de ser.
Siguiendo esta idea, tampoco habrá perversos en una isla desierta, puesto que, evidentemente, necesitan a por lo menos un neurótico cerca para marcar sus diferencias y establecer su superioridad. Estos imitadores de Lucifer viven de aquellos a quienes denuestan y a quienes burlan continuamente. No pueden dejar de hacerlo puesto que su posición subjetiva es puramente reactiva y completamente artificiosa. ¿Qué sería de ellos si no pudiesen escandalizar a personas sensatas y "normales"? Para su suerte, eso nunca pasará.
Es frecuente observar que el placer está en muchos perversos como "mentalizado" y considerablemente alejado de cualquier sensación grata producida por el frotamiento de alguna mucosa.
El placer en la humillación es un buen ejemplo: Piera Aulagnier lo considera uno de los logros de la perversión: transformar la humillación en valoración narcisista, lo mismo que el dolor en placer, etc.. Lo que no logra es transformar el horror y por ello lo reproduce adoptando, como decía Freud, una actitud activa en vez de pasiva.
La novela gótica del siglo XVIII (época tardía y decadente del movimiento libertino) exaltaba lo horroroso como valor estético y sus heroínas deambulaban desesperadas por lúgubres y húmedas mazmorras y, entre larvas y carnes putrefactas, eran sometidas a crueles tormentos, parodiados por Sade en Justine. El gusto por lo escabroso, presente en todo aquel que se tome el trabajo de hacer un poco de sincera introspección, es llevado al límite y el placer es sacar a la luz y exhibir al detalle estas inconfesables verdades que todo el mundo oculta. El perverso aparece en sus dichos como el que es valiente y se atreve a experimentar placer allí donde se supone que el placer nace, en la maldad.
Avanza triunfal allí donde el neurótico retrocede debido al espanto y en esta "valentía" y "superioridad" está sostenido como sujeto. Es, en lo esencial, lo mismo que le pasa a esos moralistas recalcitrantes, tan cercanos a la perversión,: ellos también triunfan- esta vez sobre las exigencias de la carne- allí donde la gente común se tienta y peca. Al igual que los perversos viven de aquellos a los que exhortan y persiguen y su estructuración mental es por completo reactiva y falsa.
Ahora bien, ¿es el arte de los analistas un arte perverso? ¿Se trata en un análisis de contactar al sujeto con sus deseos infantiles y perversos a fin de que éstos sean liberados? ¿Es una ética perversa la tan cacareada ética del psicoanálisis? Son, desde luego, preguntas retóricas puesto que las respuestas son obvias, pero si las hacemos es porque hay efectivamente un tufillo en muchos escritos analíticos en los que, en ocasiones no muy sutilmente, se desliza la idea de que el psicoanálisis es revolucionario, contestatario y subversivo del orden instituido.
El psicoanálisis es corrosivo como todo análisis que va de lo superficial (manifiesto) a lo profundo (latente): cualquier saber que profundice en un tema acaba descubriendo que las cosas no resultan ser como parecían inicialmente El psicoanálisis es, pues, corrosivo y en esa corrosión puede caer la revolución, la piedad, la fe o lo que sea, a excepción del lecho de rocas famoso según éste se presente ante cada cual.
Los perversos y los psicoanalistas están habituados a manejarse en ese difícil límite entre el bien y el mal sólo que aquellos proclaman con soberbia su pretensión de haber llegado "hasta el final" de la sexualidad y de la mismísima naturaleza humana, que, por supuesto, es malvada.
Pero, ¿es que hay en verdad algo como la "naturaleza humana" o es que, más sencillamente, se trata de la necesidad que toda moral tiene de suponer que el hombre es malo o tiene una predisposición natural a la maldad y debe, por tanto, ser educado y mejorado en forma compulsiva. ¿No era que éramos una tabula rasa al nacer, o bien, si es que hay ideas innatas, no fue Dios mismo quien las inscribió en lo profundo de nuestras almas?. En ninguno de ambos casos el mal es un dato inicial inherente a nuestra humana condición, como se pretende asegurar. El perverso se vuelve perverso porque no cree en el bien. El marqués lo dice en alguna parte: no vale la pena producir placer en los demás porque suelen fingirlo hipócritamente, es más seguro producir dolor porque, en ese caso al menos, uno puede estar razonablemente seguro de qué es lo que está produciendo.
La hipocresía, el fingimiento y la falta de toda garantía en cuanto a la verdad de lo que se nos dice es lo que arrastra al perverso a la perversidad. No funciona para él el discurso de la promesa (Versprechen) por el cual el niño accede a aplazar (aufschieben) su goce fálico. Lo irónico, lo que se oculta, es que el aplazamiento es necesario por cuanto el goce fálico no está biológicamente al alcance del niño y la pequeña comedia de prometer a cambio de un aplazamiento es un completo artificio en la medida que el padre prometedor pareciera suponer que el goce fálico sí estuviese al alcance del niño.
Este vital juego de medias verdades ha de prolongarse por años- una eternidad en la óptica perversa- hasta que el goce fálico ante la mujer puede ser enfrentado por el joven varón. En el perverso, el padre real no funciona como el arquetípico dueño de todas las mujeres ni como inigualable maestro de la sexualidad y no hay, por ende, una verdadera identificación inconsciente con él, sino que el niño lo sustituye y asume, ya en la infancia, ese rol de Gozador absoluto. Y lo hace como puede: básicamente en función de la omnipotencia anal, tal como lo describen tantos trabajos de la escuela kleiniana.
Una digresión pertinente. Ir "hasta el final" en el análisis es todo un tema para los analistas. Freud lo veía como una imposibilidad: la aceptación de la castración encuentra su límite en el famoso "lecho de rocas", límite en el cual el trépano psicoanalítico se vuelve ineficaz, la transferencia se negativiza y el paciente se las ingenia para dar por terminado el análisis.
Lacan, lúcido lector, propone algunas fórmulas (atravesar el fantasma, pasar de la posición de analizante a la de analista, por ejemplo) que permitan pensar un verdadero fin de análisis y superar la decepcionante idea de que los análisis no terminan en verdad sino que simplemente se interrumpen en algún punto más o menos crucial. Hubo una época militante y "perversa" del lacanismo en el que se propalaba alegremente que se podía y que había que ir "hasta el final", aunque hoy en día tanto optimismo ha retrogradado a posiciones menos ambiciosas.
Lo perverso del perverso, lo dijimos, es la perversidad, esto es, la voluntad plenamente conciente de torcer la ley e incluso la lógica. Y disfrutarlo o, cuando menos, dar a entender- fingir ante su público- que disfruta de esa permanente violación de las reglas.

El amor es lo más detestado y satirizado por los perversos, quienes aprovechan ampliamente dicha necesidad neurótica que no es otra, como lo señalamos más arriba, que la de reencontrar aunque sea un rasgo del objeto perdido primitivo de la mitológica Befriedigungserlebnis.
No hay, entonces, placer alguno en la perversión como no sea el de "contestar" con grandilocuentes goces a los pobres placeres que se hallan al alcance de sus primos neuróticos. Pero, aunque parezca una nimiedad, si se reflexiona con atención, se verá que hay un continente de placeres que explorar y puede decirse que algunos perversos cargan sobre sí la importante función social de ser una suerte de adelantados que vuelven admisibles placeres otrora prohibidos a los neuróticos. Y es menester confesar que también todo neurótico necesita cerca a alguno que pase por perverso para espeluznarse y escandalizarse a gusto y poder decir "yo no soy como ése". Entre los dos hacen uno, que no es poca cosa.
Mecanismos de Defensa
La renegación
Uno de los mecanismos de defensa de la estructura perversa es la renegación. Niega la realidad pero la conoce, sabe de la pérdida pero se niega a querer verla, reniega de ella, a diferencia del psicótico, quien la desconoce totalmente y vive su realidad reeditada. Es a través del fetiche como el perverso, a la vez que la niega, intenta llenar la falta o sustituir el objeto amado que lo frustró. El paso por las etapas infantiles le representa al sujeto frustraciones que lo orillan a concebirse como carente y nostálgico de la omnipotencia que representaba al sentirse indivisible y parte del seno materno. En el caso del perverso, éste ya ha incorporado un objeto de amor de referencia para sus actos, pero se queda en una etapa concreta, un objeto-cosa instrumental que le da la ilusión del control de esa falta. El objeto sustituto de la realidad es el fetiche. De él se ase para no perder el control que lo llevaría al desequilibrio estructural y manifestar su angustia y agresividad.

Si la renegación es el modo de defensa que el sujeto opone a la angustia de castración, Aulagnier se pregunta acerca de qué mecanismo se hallaba en juego en un estadio anterior. La angustia de castración, en tanto que atributo exclusivo  del estadio fálico, se encuentra relacionada con la irrupción en el campo del sujeto de un doble enunciado: el que revela la realidad del deseo del padre y la realidad de la diferencia de los sexos. Estos dos enunciados encarnarán para el sujeto una verdad sobre el deseo que ya no podrá dejar de tener en cuenta y que pondrá en peligro toda la elaboración fantasmática, la que apunta a conservar el mundo en el que tiene que vivir bajo la dominación del principio del placer.

Precediendo a la renegación se encuentra una primera negación que tiene como objetivo preservar a la madre como instancia suprema, a fin de salvaguardar el mito de una omnipotencia del deseo y de un autodominio del placer.  El primer recurso que utilizará el niño, frente al peligro que representa para él es el hecho de tener que reconocer que el objeto del deseo materno está en otra parte y no en su propio ser, será el de negar que él pueda no representar la totalidad de lo que ella desea y, por lo tanto, que a ella le falte lo que fuere.20

Esta negación (que forma parte de la experiencia de todo individuo) será, en un segundo tiempo, refutada por la prueba de realidad que confronta al sujeto con lo que ve (el descubrimiento del sexo femenino) y con lo que adquiere como saber, o sea que existe un mundo del goce del que está excluido y que sólo por el padre la madre tiene acceso a él. Aulagnier concluye: Tal hito decisivo (la angustia de castración) implica que la diferencia de los sexos haya sido aceptada como no reversible  y que haya llegado, en tanto que causa del deseo, a tomar el lugar, a suponerse a lo que hasta entonces no podía percibirse sino como una ‘falta’ no simbolizable y por lo tanto no aceptable.

La asunción de la castración exige tal simbolización y que el perverso intenta obliterar mediante la renegación. Tal como vimos en el desglose de los tres momentos del complejo de Edipo, asumir la castración presupone que a una primera formulación: “La madre fue castrada por el padre”, suceda otra totalmente diferente: “La madre es deseada por el padre y es deseante de él”. En este punto decisivo falla el perverso. Para comprender la razón, es necesario elucidar de qué manera puede tener lugar dicha asunción en el caso opuesto. Si con la formulación: “La madre fue castrada por el padre” se formula la refutación que el niño opone a la realidad de lo visto (refutación que viene a sustituir la primera negación que trataba de preservar a la madre como imagen fálica), dicha refutación condensa y yuxtapone tres enunciados que dependen uno del otro sin por eso ser idénticos.

El fetiche
Mientras que el neurótico llora y sabe de la pérdida de su objeto amado (aunque no se resigna), y el psicótico ni siquiera ha perdido nada porque nunca tuvo nada, el perverso intenta negar la pérdida o tapar la falta con su objeto sustituto. La separación individuación del niño del seno materno en las etapas de desarrollo normal se compensa con la presencia de un objeto asociado a la madre que sirve como objeto transicional, descrito por Winnicot, entre su presencia y su ausencia. A través del objeto, el niño mantiene presente en su psique la compensación para su pérdida. La estructura perversa se encontraría en la fijación en esta etapa del desarrollo.

Sustitución del Objeto
Los componentes del instinto son la fuente u órgano de procedencia, su fuerza o necesidad, un objeto y un fin. El objeto donde el instinto encuentra su fin, que es la satisfacción o equilibrio inicial por la supresión de la necesidad, son los genitales del sexo opuesto. Aunque todas las estructuras pasan perversamente por objetos sustitutos, su objeto último es utilizado. Una de las características de la perversión es la fijación en el proceso o la sustitución del objeto último natural por otro, de tal suerte que “la perversión se define clásicamente como desviación del instinto sexual” (Alzuru, n.f.). La desviación es con respecto al objeto. Aunque el fin perseguido por el instinto no se puede sustituir, es decir, siempre buscará la satisfacción aunque sea por vías alternas, el objeto sí puede ser sustituido. El perverso sustituye el objeto normal por una parte del cuerpo diferente a los genitales como una fijación en el camino normal de la realización sexual. Un dedo, un brazo, un pie, puede ser su fin sexual. O bien, un objeto asociado, como los zapatos, un cinto, el cabello, una prenda significativa para su instinto que debe estar asociada en el momento del acto sexual. La presencia de tal fetiche es lo que le brinda equilibrio a su estructura de orden perverso. El fetiche es el combustible del imaginario del perverso. Lo perverso radica en la alteración o degeneración o sustitución del objeto del instinto, más que en la maldad con la que comúnmente se asocia el término. En el mismo sentido Alzuru (n.f.) comenta con respecto a las perversiones:

“Encontramos que la perversión concierne al objeto sexual: la pareja sexual elegida puede ser un individuo del mismo sexo, muy joven o muy viejo y hasta un cadáver. El objeto sexual puede igualmente ser un animal, la ropa, zapatos y objetos del otro sexo, el perverso puede también ponerse estas vestimentas. La práctica sexual misma puede pervertirse: mostrar los órganos genitales, buscar el sufrimiento de la pareja, erotizar el propio sufrimiento, la participación de un tercero o de varios en el acto sexual, la multiplicación de estos actos, la mezcla de la orina y las heces en estos actos, etc.”

Objeto y Cosa
El objeto en psicología no es precisamente un objeto inanimado la que comúnmente llamamos cosa. El objeto es el medio por el cual la fuerza del instinto encuentra su fin y el retorno al estado de equilibrio o nirvana inicial. Como lo ha ejemplificado Alzuru, el objeto también puede ser una persona en la cual está fijado el perverso en su camino al fin sexual. Sin embargo este objeto humano no es visto como tal, sino como una verdadera cosa a la cual es capaz de manipular sin los sentimientos que normalmente despierta una persona. Lastimar, castigar, erotizar, etc. no despierta en el perverso el más mínimo sentimiento de empatía hacia su objeto. Si no es capaz de sentirse a sí mismo por el vacío psicótico que experimenta, menos de otra persona. Pero mientras el psicótico ignora todo, el perverso se da cuenta de su falta y su vacío que sólo llena fantasmagóricamente a través del sentimiento de dolor causado a los demás, sentidos como placer. El perverso sabe perfectamente, aunque se niega a verlo, que sin su objeto fetiche nada puede hacer, y que si lo abandona puede él mismo abandonarse a la rabia y la frustración al recordar su falta. Lo necesita para estar tranquilo. Es su mecanismo defensivo.

Secreto y Sorpresa
El equilibrio en la estructura perversa puede romperse y lanzar al sujeto a una conducta con rasgos muy típicos e identificables. Mientras el neurótico no puede guardar un secreto, el perverso es maestro del arte. Puede mantener un secreto de algún acto planeado hasta el momento “correcto” para revelarlo. El momento ideal es cuando revelarlo pueda causar el mayor sufrimiento en su víctima. Uno de sus aliados naturales es la sorpresa al revelarlo puesto que sin ella no podría causar el efecto esperado. Es decir, el perverso maquina planes, sin tener la necesidad de dar pistas de lo que está haciendo. Actúa muy precavidamente que nadie puede notar o sospechar de sus planes. No se altera al hablar aunque después de ello lance su comentario mordaz o su golpe maestro.

La mentira y la Cautela
En una primera etapa, el discurso perverso está lleno de adulaciones hacia su víctima. La hace creer que es incapaz de hacerle algún daño. Puede ostentarse como su aliado por bastante tiempo sin despertar la menor sospecha del objetivo de sus maquinados planes. Actúa con cautela y sin mostrar ni siquiera en los detectores de mentiras algún signo de culpa que pueda delatarlo. Su placer radica en atacar repentina y rápidamente. El sufrimiento del desprevenido y desarmado es la causa de su goce por momentáneo que éste sea. La secuencia conductual sería la adulación para elevar a su víctima para luego, sin piedad, dejarla caer repentinamente.

Reglas y Desafío
La suposición natural sería que la perversión no admite ni sigue reglas en las relaciones que emprende, o que en cuanto se enfrenta a una, inmediatamente intenta romperla. Esto es cierto en algún momento de sus ciclos de conducta. Sin embargo, si alguien es fanático de las reglas ese es el perverso. Es el primero que las promueve pero no para seguirlas sino para romperlas. Pero no es como un seudo-perverso sociopataneurótico que actúa en grupo, provoca y rompe las reglas sin ton ni son con el afán del poder. El perverso sabe perfectamente cuando hacerlo. Aunque existe la idea de que el perverso provoca y desafía, creo que el verdadero perverso no provoca para dar a conocer y desarticular sus propios planes, sino que orilla a los otros a seguir las reglas para cuando él las rompa el efecto sea verdaderamente catastrófico para su víctima: entre más sufrimiento cause, mayor será su placer. Un provocador no sería más que un neurótico o borderline jugando a ser malo. Es decir, el perverso puede ser el más grande defensor de la democracia, el líder religioso más admirado, el gran promotor del juego limpio, el más respetable vecino, donde nadie imagina hasta que ve lo contrario con sus propios ojos. Los demás no son más que caricaturas junto a él.

Paciencia y control
El perverso sabe esperar con calma hasta aprovechar el momento oportuno para llegar al momento que le brinda el mayor de los placeres que es atacar sorpresivamente a su víctima. Es capaz de evaluar la realidad, por lo tanto, es culpable de sus actos a diferencia del psicótico que actúa cegado u obnubilado porque en realidad no ve la realidad. Puede ser capaz de postergar el placer que le brindará su estruendoso golpe. No se inmuta ni cambia de color ante la posibilidad de ser descubierto, y por eso mismo no es descubierto fácilmente, a diferencia del obsesivo jugando al perverso, que cuando revela su “catastrófico” pero cantado secreto no tiene más efecto que el de un globo desinflado (Dor, 1995).

Solitud y Soledad
Por todas las características de la estructura en cuestión, el perverso no tiene otra alternativa que actuar solitario para lograr su goce. Esto no quiere decir que no conviva en grupos, pero sus planes, el secreto que guarda, la cautela, el afán de sorpresa, etc. requieren de su conducta solitaria, utilizando a los demás únicamente como colaboradores incautos de su placer perverso. El placer del que goza en momentos culminantes de su secuencia estereotipada de acciones no lo comparte. La presencia de la víctima sufriendo, cosificada, ultrajada, humillada, etc. es lo único que lo acompaña, además de la atención que los medios le pueden poner a sus actos en las notas de sociales que aluden al “desconocido” que lo hacen gozar pero nunca compartirlo. Lo anterior puede aventurarnos a suponer también una inmensa soledad en un sujeto que como los perversos clásicos intenta poner la atención sobre él a costa de otros para tener la ilusión de plenitud que no logra fraguar. Así pues, podemos ver que el secreto, el engaño, la cautela, la mentira, el desafío y la sorpresa, la vida solitaria, están íntimamente relacionados y todos actúan armónicamente como combustible para la narrativa y el imaginario del perverso. La forma de identificarlo puede hacerse sumamente difícil por los mecanismos que maneja pero de algo nos pueden servir estas características para sospechar de la presencia de la estructura perversa. Por la sustitución del objeto podemos encontrar perversiones normales en personas homosexuales, travestis, prostitutas, etc. pero creo que la atención en estas personas que han logrado un equilibrio de su estructura no tiene sentido, a menos que agredan a otros. Si somos objeto de su conducta entonces sí hay que poner atención.

El perfil perverso
Actitud demasiado rígida y sin alteraciones ante lo que pasa alrededor, comentarios de adulación con sonido sarcástico, gusto por los juegos reglamentados o demasiado énfasis en el respeto a la ley, falta de empatía, insensibilidad, misterio sobre lo que esa persona hace que todos se hacen la pregunta sin poder contestarla, maltrato a los animales sin el menor remordimiento, historias de rupturas inexplicables de “amistades”, incapacidad de alterarse ante el relato de un hecho sangriento, predilección por algún objeto de manera obsesiva, mujeres vistas como prostitutas o vírgenes, etc., pueden hacernos sospechar de la estructura perversa detrás de una sonrisa falsa .